El rapto de Europa
Visité Europa por primera vez en 1950. Las bombas de la Blitzkrieg habían dejado vastos huecos en el centro de Londres y las bombas de la Real Fuerza Aérea Británica habían devastado la ciudad alemana de Dresde. Viena estaba ocupada por las cuatro potencias victoriosas (los Estados Unidos, la URSS, Gran Bretaña y Francia). Las efigies de Lenin y Stalin cubrían la fachada imperial del Hofburg. De Milán a Nápoles, los niños robaban, pedían limosna y carecían de zapatos.
Medio siglo más tarde, Europa es el principal bloque económico y comercial del mundo. Con 500 millones de habitantes, posee el nivel de educación, comunicaciones y bienestar general más alto del orbe. Con un ingreso per cápita medio de 29.000 dólares anuales. El dolor de la posguerra ha desaparecido. Hoy Europa, en términos generales, respira satisfacción. El continente es un gran éxito histórico. Cuando Jean Monet y Robert Schumann se unieron a Konrad Adenauer un 1950 para plantar las semillas de la Comunidad Europea, un propósito les dominaba: que no volviese a haber una guerra entre Francia y Alemania. Que las catástrofes de 1870, 1914 y 1939 no se repitiesen jamás.
Construida sobre el eje pacífico de la cooperación franco-germana, Europa es hoy, en gran medida, un hecho que sus habitantes dan por asegurado. Sin embargo, la voluntad histórica que llevó a la creación de la Comunicad Económica Europea, precisamente porque tuvo éxito, tiende a ser olvidada. Por una parte, toda una juventud europea no piensa dos veces en el pasado. El presente le es grato y le es cómodo. No hay fronteras cerradas, la cultura popular no requiere pasaporte, el pasado no regresará, la historia es el olvido. La complacencia que se nota en vastos sectores de la población europea puede resultar gratificante a la luz de un pasado violento. Pero no autoriza a soslayar la nueva problemática que el siglo XXI les impone a los europeos, dentro y fuera de sus fronteras.
Hace medio siglo, los trabajadores españoles e italianos emigraban a Francia, Inglaterra y Alemania. Eran necesarios pero sospechosos. Hoy, España e Italia reciben migración masiva del África subsahariana y del Magreb: 200 millones de migrantes. En Alemania, viven y trabajan siete millones de turcos. La presencia del trabajador migratorio suscita y resucita viejos prejuicios nacionalistas y racistas, poniendo en peligro una de las grandes conquistas de la posguerra, que ha sido ejercer influencia política y económica sin banderas nacionalistas.
La migración es consecuencia inevitable de la globalización. Si se globalizan las finanzas y el comercio, también se globalizará el trabajo. Éste es ya un hecho internacional, por más que nos empeñemos en tratarlo como asunto bilateral. La migración propone, en primer lugar, programas de cooperación activa entre países de expulsión y países de recepción a fin de que aquellos generen trabajo que retenga a su mano de obra y éstos establezcan claras reglas que discriminalicen a la migración, la protejan y la integren a la economía europea. Las excepciones criminales deben ser la excepción, no la regla.
El continuado bienestar europeo depende, asimismo, de que los focos de inestabilidad sean objeto de atención política y diplomática oportuna. La salud internacional de Europa depende de que la política mundial se encauce mediante negociación y previsión y no, fatalmente, con actos de ataque preventivo que conducen al fracaso, como en Irak. Valgan las palabras del primer ministro francés, Dominique de Villepin, como guía de la acción: "Sólo el consenso y el respeto a la ley dan legitimidad a la fuerza y fuerza a la legitimidad". Ello requiere, en las palabras de otro gran estadista europeo contemporáneo, Massimo d'Alema, vicepresidente y canciller de Italia, "un orden, instituciones y un cuadro de normas" a fin de que la interdependencia y la cooperación internacional sean los principios de la mundialización. De suerte que no es menor la importancia de Europa como factor activo y moderador de una situación internacional tan peligrosa como el abandono de toda regla a favor de una ciega y catastrófica soberbia unilateralista.
Pero Europa no sólo tiene problemas y obligaciones externas. La comunidad original de seis Estados pronto se extenderá a veintisiete naciones, muchas de ellas con niveles socioeconómicos inferiores a los del Occidente europeo. Acelerar el desarrollo del centro y el sur de Europa no será sencillo. La cortina de hierro sólo disfrazaba una casa de cartón. La inversión para el desarrollo de la Europa central y los Balcanes será tan grande como los obstáculos políticos y culturales, amén del doble movimiento de empresas occidentales en busca de mano de obra barata más allá del Danubio y de trabajadores del Este en busca de trabajo en Occidente. Y todo esto a las puertas de una Rusia de voluntad política renovada, poder petrolero y un tradicional sentimiento de estar siendo sitiada. De nuevo la política y la diplomacia europeas deben buscar acomodos inteligentes con Moscú.
"Europa no tiene número de teléfono", dijo famosa y cínicamente Henry Kissinger. Pero la historia europea tiene muchos números y el éxito de hoy no debe olvidar ni los nuevos desafíos ni los viejos obstáculos. Desde que Winston Churchill predijo, acertadamente, en Zúrich (1945) que la amistad de Francia y Alemania era el corazón de la unidad europea, el Reino Unido se ha dividido entre ser padrino, socio o antagonista de Europa, "el continente", como le dicen los británicos, en beneficio de la alianza atlántica con Washington. La catastrófica guerra de Irak quizá condicione al siguiente Gobierno de Londres a acercarse más a Europa y aceptar el desafío, lo que formula Hugh Thomas: "Unirnos activamente a Europa... o permanecer aislados, sin gloria y con ruina".
El propio Thomas describe a François Mitterrand como "el último gran estadista literario de Europa" que logró desmantelar al comunismo y disminuir el nacionalismo gaullista, abriendo una etapa intensa de colaboración franco-germana. La elección de abril en Francia pondrá a prueba las activas orientaciones galas: el centralismo, el europeísmo, el internacionalismo. Y Alemania deberá proseguir su política de influencia sin nacionalismo, acorde con el desiderátum de Thomas Mann: "Una Alemania europea, no una Europa alemana".
México y la América Latina, por último, están obligados, por elementales razones de salud, a diversificar sus relaciones exteriores más allá del continente americano. Vivimos con un gigante herido que acaso se dispare a una catastrófica furia hacia delante, arrastrándonos a un despeñadero. Europa aparece, más que nunca, como factor de equilibrio y de salud internacional.
Y nosotros, los iberoamericanos, con tan hondas raíces en España y Portugal, ¿no somos lo más semejante a Europa fuera de Europa? No permitamos que Europa nos sea raptada.
Carlos Fuentes es escritor mexicano.
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