Añádase hielo
Alguien que sabe bien de qué va esta vaina, como el presidente Felipe González, acaba de referirse al clima prebélico, sin sentido, que se vive ahora en España. Primero, fue la pérdida de las elecciones del 14 de marzo de 2004, vivida por los campeones del PP como si les hubieran robado el partido, por decirlo en términos futbolísticos. Luego, vino la teoría de la conspiración: la Kangoo, la Orquesta Mondragón, la mafia asturiana de la dinamita, Trashorras, Zouhier, los muertos vivientes de Leganés, la mochila, el ácido bórico, el dinitrotolueno y todas las figuritas del Belén navideño montado por Jotapedro y voceado por Federico en los micrófonos de nuestra católica emisora de radio.
Conforme a sus razonamientos, a partir de los efectos electorales negativos para el aznarismo atribuidos a la matanza del 11-M, la lógica elemental del ¿qui prodest? conduciría a estos predilectos del PP, sin ruptura alguna de la cadena de silogismos, hasta la sede socialista de Ferraz, donde sitúan la autoría intelectual del atentado. De donde el PSOE es culpable; el presidente Zapatero ha llegado a serlo por accidente y, en consecuencia, mientras los usurpadores no sean forzados a salir de La Moncloa se impone intentar que todo sea imposible en España de modo que sigamos condenados a escuchar la tamborrada perpetua, según la partitura que vaya siendo adoptada en Génova. El próximo día hablaremos del Gobierno y de las responsabilidades irrenunciables que le incumben al frente del Instituto Nacional de Meteorología en la promoción del clima político favorable. Pero hoy vamos a huir de instalarnos en la abominación de la equidistancia.
Sabemos que Nikolai Bujarin, después de los días de llamas y de los años de humo de la Revolución de Octubre, de tantas barbaries sumadas, cuando esperaba la ejecución en la cárcel, escribió su novela inacabada bajo el título Cómo empezó todo, que ahora aparece en castellano editada por PreTextos. Ésta es una cuestión -la de cómo empezó todo- de gran relieve para los historiadores: recordemos el clavo desprendido de la herradura, que se encuentra en el origen de la derrota de Borodino. Pero nosotros, por el momento, estamos todavía en condiciones y a tiempo de evitar el desastre al que tantos empujan, el llanto inútil por la leche derramada. Por eso, convendría desprestigiar a los sembradores del odio, aislar a los fanáticos de las consignas del antagonismo y de la discordia cívica, renunciar a la visceralidad y apostar por el esclarecimiento en frío de las diferencias que nos puedan separar.
El anterior fin de semana parecía presentarse con un planteamiento insólito, sin angustias de manifestaciones callejeras. Hasta que el jueves, en la Junta General de Accionistas de PRISA, su presidente, Jesús de Polanco, en respuesta al arquitecto Ricardo Aroca interesado por la neutralidad del diario EL PAÍS, explicó las dificultades que se presentan cuando los destinatarios consideran siempre escaso cualquier elogio que se les conceda y excesiva cualquier crítica que se les dirija. Allí fue Troya. Estaba reunida la interparlamentaria del PP en Valladolid y se desencadenó la galerna con gran aparato eléctrico. Vimos a una persona bien educada como Gabriel Elorriaga dar lectura a un comunicado intimidatorio que califica de intolerables las manifestaciones de Polanco consideradas más allá del legítimo contraste de pareceres y de la ordenada concurrencia de criterios, como se decía in illo tempore.
Y a partir de ahí, el PP estimaba desvanecida cualquier pretensión de imparcialidad de PRISA y eliminada la capacidad de los medios que lo integran de informar de manera veraz y objetiva. Enseguida se tildaban las manifestaciones de Polanco de agresión a millones de españoles y se comunicaba a ciudadanos accionistas, anunciantes y clientes de ese Grupo que mientras el presidente no rectificara de manera pública el PP dejaría de atender todas las convocatorias de esa procedencia. O sea, que por ahí no hay salida. Estamos ante un ataque de litost, que según explica Kundera funciona como un motor de dos tiempos: "Tras el sentimiento de dolor sigue el deseo de venganza con el objetivo de que el otro sea igual de miserable". Pero como la venganza no puede confesar su motivo tiene que aducir uno falso y no puede prescindir nunca de la hipocresía patética. Añádase hielo.
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