Rajoy, caudillo de España
Fueran muchos o pocos los manifestantes que asistieron a la marcha que el Partido Popular convocó el sábado, precisas o desorbitadas las cifras que se manejaron sobre la participación, acertadas o insidiosas las consignas que se corearon en las calles, se trata de detalles que desvían la atención de la pregunta que los convocantes deben responder: ¿por qué concede el Partido Popular más valor político a los miles de ciudadanos que salieron a la calle que a los millones que le votaron en las urnas? ¿Es que consideran que las manifestaciones importan tanto o más que las elecciones y que, en consecuencia, los Gobiernos en España se pueden cambiar por dos caminos, o bien alcanzando la mayoría en el Parlamento, o bien sacando a pasear sábado tras sábado a un número indeterminado de personas, a los efectos poco importa que sea grande o pequeño?
El análisis del discurso con el que Mariano Rajoy cerró la marcha ofrece suficientes elementos para temer que, a raíz de tanta excursión frívola al asfalto, el presidente del Partido Popular haya comenzado a sufrir los efectos de la peligrosa embriaguez política que provocan los baños de masas, escorándose hacia una figura aberrante en democracia como es la del líder en comunión directa con el pueblo, como es, en fin, la del caudillo. Por insólito que resulte, Rajoy se dirigió a los asistentes de la concentración como si, a través de aquel puñado de cuartillas que leyó defendiéndolas del viento, no se expresase la voz de un partido, sino la voz de la nación. Basta fijarse en la enfática escenografía de himnos y banderas que prepararon los organizadores, disponiendo sectariamente para su causa emblemas que no eran suyos; basta prestar atención a tantas frases del discurso formuladas a partir de esa sinécdoque, según la cual la multitud se confunde con la mayoría y, a su vez, la mayoría con la totalidad. En virtud de este razonamiento escalofriante, propio de quienes hoy como ayer se han considerado en posesión de una verdad única e incontestable, Rajoy se expresó como si en la plaza de Colón no se hubieran concentrado algunos españoles, sino España.
El espectáculo ofrecido el sábado en las calles de Madrid reviste, sin duda, los caracteres necesarios para convertirse en un acontecimiento histórico. Pero no por las razones que invocaron sus organizadores cuando hablaron de rebelión cívica, considerando que prestaban un generoso servicio al país que habrá de permanecer en los anales. Si queda en la historia, que ojalá no quede porque constituiría el signo de que se ha perdido la cordura, será por un motivo bien distinto: desde el sábado, el discurso democrático en España aparece contaminado por conceptos y escenografías que, hasta esa fecha, sólo formaban parte de los aquelarres del nacionalismo radical. Al contrario de lo que afirmó Rajoy al término de su marcha sobre Madrid, no era ningún complejo lo que nos había llevado a los demócratas a evitar la invocación de términos como "pueblo", "sacrificio" o "nación" como fundamento de nuestras políticas; era la convicción de que al no aceptar otra legitimidad que el voto mayoritario de los ciudadanos se convertía en calderilla todo lo que pudieran alegar quienes, sin otro mandato que el de su fanática fantasía, trataban de justificar sus crímenes invocando a otro "pueblo", otro "sacrificio" y otra "nación". No competíamos con ellos en el terreno de los conceptos, sino en el de las mayorías expresadas democráticamente. Y lo hacíamos porque era lo correcto y porque era lo que nos convenía.
Por más que el Partido Popular se deje arrastrar por la embriaguez de un baño de masas, no tiene ningún sentido abandonar un ámbito en el que siempre hemos ganado y siempre ganaremos por otro en el que, hábiles como tahúres, los criminales nos dirán que no les podemos negar la libertad de ponerse al servicio de sus propios mitos cuando, según dejó dicho Rajoy, los demócratas deberíamos ponernos al servicio de los del PP.
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