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Reportaje:

El retrato como paisaje

Manuel Vicent

Salvo algún enfermo de vanidad, en el fondo nadie está satisfecho por completo de su imagen. Todo el mundo dice que sale muy mal en las fotos. Cuando alguien le recrimina al fotógrafo que le ha sacado horrible en el retrato, algo muy habitual, el fotógrafo debería replicarle: “Espera a que pasen 10 años y verás qué guapo estás ahora”. Sé de alguno que se ha hecho fotógrafo precisamente para no tener que salir nunca en las fotos, cosa que no se puede decir de todos los artistas. Desde Durero, es raro el pintor que no haya dejado constancia de su imagen más o menos complaciente ante el espejo. Rembrant pintó una serie de autorretratos y en ellos fue profundizando obsesivamente en las marcas que el tiempo le dejaba en el rostro hasta que su destrucción estaba ya a punto de desembocar en la muerte; Van Gogh se analizó odiándose con miradas feroces de soslayo y barbas de hirsuto maíz, incluso con el vendaje sobre la oreja cortada que regaló a una prostituta; Picasso reflejó su figura bajo todas las formas de narcisismo, desde su etapa de bohemio hasta su propia versión cubista como un derribo de materiales en la cara, y así sucesivamente. La mayoría de los pintores se han hecho autorretratos porque son conscientes de que el rostro es la parte más íntima que el artista posee.

"En el rostro humano hay desiertos, valles fértiles, montes y ríos"

Pero el rostro humano es también el mejor paisaje exterior. En él hay desiertos, valles fértiles, montes y ríos limpios o sucios. No sólo es un territorio siempre inexplorado a medida que sobre él se posan los años, sino que a la vez constituye el mapa con la clave del espíritu que se halla bajo la piel. Dotar de vida a un rostro es la prueba máxima de un creador. El Dios del Génesis formó el hombre con una figura de barro y al final le sopló su aliento sobre la frente y el barro inerte comenzó a vivir. Cualquier retrato está muerto hasta que el artista no le da esa última pincelada, equivalente al neuma divino, con la que le imprime la vida. Ese toque definitivo del pincel es siempre un enigma. Tal vez se trata sólo de un punto blanco luminoso en las pupilas o un difumino en la comisura de los labios como hizo Leonardo con la Gioconda o un rictus insignificante en el entrecejo. De repente, un leve brochazo y el enigma se revela. De hecho la vida sólo es un soplo, pero con él se crea el alma y ella comienza a asomar en las sucesivas expresiones del rostro, que a su vez sintetizan no sólo un paisaje vital, sino el espíritu de un tiempo.

No hay testimonio más auténtico, inapelable, cruel a veces, de la historia que la galería de retratos de los personajes de una época. Nada explica mejor el renacimiento burgués de los Países Bajos que el retrato del matrimonio Arnolfini de Jan van Eyck, ni el impulso de la felicidad florentina del Quattrocento que la figura de Simonetta Vespucci o el joven con el medallón de oro pintados por Botticelli. Del mismo modo, el desgarro brutal de la sociedad europea que presagiaba la Gran Guerra del 14 está expresado en los retratos descoyuntados de los expresionistas alemanes. Nada se puede añadir a las figuras purulentas de Otto Dix ni a las mujeres acuchilladas por los cristales de su propio espejo roto de Kokoschka o de Kirchner, ni a los personajes patéticos de George Grosz. Todos los movimientos estéticos arrastran el detritus de la vida y al final lo dejan posado en el rostro de la gente con todos los sueños, pasiones y caídas de la historia, como el agua sucia o clara de un río. Los artistas se limitan a levantar acta. Unas veces el color se convierte en un sentimiento hasta el punto de alcanzar melodías muy armoniosas en Matisse o de profunda naturaleza en Cézanne; otras, se detiene en la elegante frivolidad de las chicas de cuello largo extraído de los ídolos del arte negro por Modigliani o expresa la locura de Munch.

La figura humana fue la obsesión de Picasso, que apenas la abandonó a lo largo de toda su obra. El genio sabía que no hay mejor paisaje que el cuerpo, y de ese territorio, nada tan profundo y misterioso como la piel del rostro, donde están descritos todos los mapas, todos los cruces de caminos, todas las pasiones de la historia.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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