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En la muerte de Jean Baudrillard
Columna
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La seducción del objeto puro

El mundo ha desaparecido tras la representación del mundo y será imposible volver a élEstá mal decirlo, pero llegué a creer, en ciertas épocas, que el único en el mundo que realmente entendía a Baudrillard era yo. Es decir, imaginariamente. Lo entendía no en el fondo del entendimiento, sino en los entresijos de la razón.

Muchas tesis sobre Jean Baudrillard -que murió el martes a los 77 años y con una obra de medio centenar de libros- han partido del mundo universitario y con ello de profesores togados. El mismo Jean Baudrillard fue profesor en Nanterre y buscó hacer carrera en ese medio, entre catedráticos de diversas especialidades y especies. Es dudoso, sin embargo, que los discípulos aplicados y sus colegas llegaran a entenderlo mejor que yo. Mi clave residía, debo confesarlo, en aceptar la incomprensión como el espacio decisivo de la exégesis.

En sus primeros libros, como La sociedad de consumo, El sistema de los objetos o Crítica de la economía política del signo, era fácil hallar una organización y seguras referencias fueran de Mauss o Bataille, Barthes o Debord, de Freud, Veblen o Marcuse. Poco a poco, sin embargo, fue deshaciéndose de lianas y en los últimos años sus textos citaban sólo de vez en cuando y sin atenerse a las reglas.

Según mi flotante recuerdo, en El intercambio simbólico y la muerte coronó su discurso teórico, comestible para la comunidad profesional, y, poco más tarde, decidió hacerse único a través de la poesía. Es de este modo como he creído llegar a entenderlo siempre que no lo entendía.

En puridad, Baudrillard forma parte de aquellos autores inenarrables, que no se pueden contar tal como no puede relatarse un poema o el placer del texto. No ya el gozo de una redacción significante, sino el disfrute del texto convertido en alhaja de sí mismo. Como las ciudades visitadas en pocas horas, la obra de Baudrillard es incognoscible en su materialidad integral pero puede ser literalmente soñada. O también, sólo literariamente se saborea Baudrillard, sólo mediante la seducción se degusta y es así como se ha hecho Dégoütant para aquellos que se aproximan con la palmatoria de la razón pura. Nada menos palmario que Baudrillard, nada menos visible que su idea creada y recreada para deslizarse entre las luces.

Habrá pues no uno sino múltiples Baudrillard. Como él ha dicho de la sexualidad de nuestro tiempo, su entidad se encuentra por todas partes o en ninguna, depende del punto de vista y de la libertad del ojo que mira. Hay quien no ve el mérito de este bricoleur a propósito de sus metáforas científicas que físicos como Sokal y Bricmont (Imposturas intelectuales. Paidos, 1998) consideran sacrílegas.

Cualquier canon, recetario o disciplina se estrella contra su texto de vidrio, que si de una parte brilla como una pieza exacta, de otra puede comportarse como una transparencia sin destino. De la transparencia trató Baudrillard en libros como Pantalla total o El crimen perfecto. Crimen perfecto que mató a la realidad tras haberla representado para, en adelante, ofrecer sólo su copia o su artificio.

El crimen perfecto no deja rastro de lo real, y tal como ocurre con los reportajes televisivos el único y absoluto mundo al que el espectador accede es la formateada secuencia del vídeo. El mundo ha desaparecido tras la representación del mundo y será imposible volver a él. Realidad y simulacro se funden en la pantalla total.

Cada vez con mayor ahínco, Jean Baudrillard fue haciéndose inasible o transparente tanto más directo como autista, incluso algún editor tan potente como Herralde, que difundió la mayor parte de su obra en España, detectaba la creciente dificultad para el público. ¿Repetía lo ya dicho y no veía motivo para dar explicaciones? ¿Había cristalizado también en sí mismo y prescindía de todo lo demás? Algo de esto último se hacía presentir cuando acaso aún no había asomado la gravedad de su linfoma, pero ya él advertía su estrategia fatal y solipsista. No es difícil odiar a un autor que nos rechaza, pero, a la vez, nada es más seductor que el objeto puro, ese artefacto que tan poderosamente nos atrae porque no nos necesita.

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