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Columna
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Inclusión

Enrique Gil Calvo

Hace dos semanas señalé un dilema difícil de resolver. ¿Cómo reaccionar ante una campaña de intoxicación mediática, como la patraña conspiratoria del 11M? ¿Hay que presentarle batalla rebatiendo sus falaces pseudo argumentos, con lo que se contribuye a hinchar la superchería por efecto de la espiral acción-reacción? ¿O es mejor ignorarla para no realimentar su sensacionalismo mercenario? Pues bien, aquí plantearé otro dilema análogo que tampoco tiene fácil solución. Es el que surge con la aparición de partidos antisistema cuyo populismo demagógico les permite atraer el voto desclasado de protesta.

¿Cómo se debe competir con estos movimientos radicales? ¿Hay que tratarlos con las mismas reglas de juego limpio que utilizan los demás partidos, aceptando incluirles como miembros legítimos del mismo espacio democrático? ¿O hay que coligarse contra ellos para excluirlos de un sistema democrático al que socavan y desgastan? A modo de ejemplo, ésta última es la solución adoptada en Flandes contra el Vlaams Blok (hoy Vlaams Belang), movimiento independentista cuyo extremo radicalismo ha inducido de común acuerdo a todos los demás partidos democráticos a crear en torno a él un auténtico cordón sanitario, a fin de excluirlo en la medida de lo posible de las instituciones democráticas. Un remedio éste que puede ser peor que la enfermedad, pues la exclusión que padecen es utilizada por los radicales como un argumento victimista de gran eficacia electoral.

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Pero volvamos a España. Gracias al olfato de Adolfo Suárez, que no dudó en legalizar al Partido Comunista al comienzo de la Transición, nuestro sistema político está (o estaba) basado en el consenso incluyente. Tanto fue así que ni siquiera se excluyó al brazo político de los terroristas, pues las sucesivas plataformas abertzales pudieron presentarse a las elecciones incluso en aquellos años 80 en que ETA asesinaba cada año a casi un centenar de personas. Y sólo cuando por fin ETA comenzó a debilitarse, tras las repetidas caídas policiales iniciadas en Bidart, el Gobierno de Aznar decidió excluir a Batasuna del acceso a los comicios electorales por ser el brazo político de ETA. Una medida que obtuvo el apoyo de la oposición socialista, ya entonces liderada por Zapatero, ya que parecía justificada en la medida en que los terroristas habían optado por asesinar con preferencia a los políticos vascos no nacionalistas. Y tan inaceptable juego sucio de matar a los rivales electorales mereció la creación de un cordón sanitario contra Batasuna (la famosa Ley de Partidos), mucho más excluyente que el posteriormente creado en Flandes contra el Vlaams Blok. Un cordón sanitario contra la izquierda abertzale que continúa en vigor todavía hoy, haciendo fracasar cualquier posible proceso de paz.

Aquello rompió una tradición incluyente que había caracterizado a la democracia española y que se había mantenido intacta en los peores años. Pero tras introducir la exclusión política con la Ley de Partidos, el precedente creado pronto comenzó a surtir nuevos efectos excluyentes. El estilo unilateral de hacer política que desde entonces adoptó Aznar también le llevó a excluir a todos los demás partidos de la toma de decisiones públicas. Y en justa reciprocidad, los partidos excluidos se concertaron contra él en cuanto tuvieron ocasión, como sucedió con el famoso pacto del Tinell, que creaba en Cataluña un cordón sanitario contra el PP. Pero lo peor habría de venir tras el 11-M, también monopolizado por Aznar de modo excluyente. Y ante su falaz manipulación electoral, los electores le castigaron con la expulsión del poder. Desde entonces, la política en España se ha convertido en un ejercicio compulsivo de mutuas exclusiones cruzadas, el PP acosando a Zapatero en un feroz ajuste de cuentas mientras el Gobierno se defiende creando junto con todos los demás partidos un excluyente cordón sanitario contra el PP. Así retorna nuestra peor memoria histórica, siempre desgarrada por feroces exclusiones recíprocas, haciéndonos olvidar que sin inclusión no puede haber democracia de verdad.

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