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QUERIDOS PERSONAJES
Columna
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El judío errante

Durante el penoso recorrido de la Via Dolorosa, con su cruz a cuestas, bajo los latigazos de la policía romana, entre los abucheos de la turba, Jesús siente sed y se detiene ante un abrevadero. Un viejo judío le da un empellón y le dice que siga andando. "Yo seguiré", le contesta Jesús, "pero tú esperarás hasta que yo regrese", y continúa su marcha hacia el Gólgota. Doce siglos tarda en formarse esta leyenda de una espera que será eterna, ya que para que se cumplan las Escrituras, Jesús no volverá a la Tierra hasta el Día del Juicio Final.

Durante las épocas siguientes, el anónimo judío adquiere varios nombres: algunos misteriosos, como Cartafilo y Ashevero, otros explícitos, como Buttadeus y Juan Espera en Dios. Baltasar Gracián, con más precisión que oído, lo llama Juan de Para Siempre. Para afirmar la veracidad de la leyenda, a partir del siglo XIII empiezan a comparecer testigos: un cronista boloñés que afirma, en 1223, que el Emperador Federico II oyó por boca de unos peregrinos que en Armenia había un judío condenado por Nuestro Señor a ser un viajero eterno; el historiador inglés Roger de Wendover, en una crónica de 1228, asegura que este judío, entrevistado por el Arzobispo de Armenia, confesó haber sido en tiempos remotos servidor de Poncio Pilatos; unas décadas más tarde, Matthew Paris, en su Crónica mayor, relata la misma historia pero agrega que el judío estaba ahora arrepentido y que confiaba en la misericordia divina. El 9 de junio de 1564, el anónimo autor de la Kurtze Beschreibung o Crónica corta, asegura haber visto al Judío Errante en Schleswig. Dice que es un hombre alto y de cabellos largos, que las plantas de sus pies tienen callos de dos dedos de espesor, y que habla buen castellano porque ha vivido en Madrid. Tiene mujer e hijos que lo acompañan en su recorrido a lo largo del tiempo. Su gran pecado es que ha ofendido al Hijo de Dios; su castigo, viajar para siempre.

Más adelante, su historia fue recogida, con variaciones, por docenas de escritores entre los cuales se cuentan Eugène Sué, Albert Londres, Pär Lagerkvist, Mark Twain y Jorge Luis Borges, quien asoció la inmortalidad del Judío con la de Homero. James Joyce le dio el nombre de Leopold Bloom y lo obligó a errar por la ciudad de Dublín durante un único día que se le hace eterno; el dúo Fruttero y Lucentini lo concibió como un hombre de edad mediana, sin domicilio fijo, que trabaja de guía turístico en Venecia, ciudad inmortal por excelencia.

Admitido el obvio antisemitismo de la leyenda, la noción de que viajar sea un castigo es curiosa, aunque otras historias también lo conciben así: la del Holandés Volante, por ejemplo, condena a su agónico capitán a no poder atracar nunca. Robert Louis Stevenson, que no conoció la locura de los aeropuertos y de las oficinas de migración de hoy, afirmó que "es el viaje, no la llegada, lo que importa", y no hubiese admitido que peregrinaciones como las del Holandés o el Judío eran entendidas como represalias. Recorrer el mundo, ver paisajes distintos, descubrir costumbres extranjeras han sido actividades que, además de poseer el encanto de lo aventurero, han sido siempre recomendadas como la mejor educación posible, tanto para los frecuentadores de albergues estudiantiles como para los devotos del Club Mediterranée y de los programas de acumulación de millaje.

Hay un reverso a esta concepción stevensoniana del viaje, y es quizá ésta la que Jesús imaginó como punición para su ofensor. En esta versión, no se trata de viajar sino de huir. El Judío Errante debe dejar su tierra porque es perseguido, porque tiene hambre, porque no tiene trabajo. Debe escapar de la amenaza de los campos de concentración, de los gulags, de la llegada de tropas, de la instalación de empresas multinacionales, de la deforestación, de la sequía o de la inundación, de la dictadura militar o religiosa. Debe atravesar llanuras, cruzar montes, lanzarse en frágiles embarcaciones al mar con su cruz a cuestas, bajo los latigazos de la policía, entre los abucheos de la turba. Debe imaginar que en la otra costa habrá gente generosa, más afortunada que él, que le darán acogida, que le permitirán llevar una vida decente, libre de una culpa que nunca fue suya. Debe esperar, en un centro de refugiados del sur de España o del norte de Francia, la llegada de un supuesto redentor, mientras, a lo lejos, se oyen implacables las trompetas prometidas.

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