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Tribuna
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La política de los mediocres

El 12 de abril de 1953, Carl Seelig fue a visitar a Robert Walser al sanatorio psiquiátrico de Herisau, en la región suiza de Appenzell. Por entonces Walser estaba a punto de cumplir 75 años y era autor de algunos de los libros más perturbadores de la primera mitad del siglo, pero llevaba dos décadas sin escribir, ingresado en aquel manicomio (antes había pasado cuatro años en el de Waldau, cerca de Berna) y sin recibir más visitas que las de aquel joven admirador que con el tiempo se convirtió en su único amigo y también en su mecenas.

Como de costumbre, por la mañana los dos hombres salieron a pasear por los alrededores del sanatorio; por la tarde conversaron largamente sobre Stalin, cuya muerte acababa de ocurrir. “Rodeado de servilismo, al final se convirtió en un ídolo que ya no podía vivir como un hombre normal”, le dijo Walser a Seelig, según cuenta éste en el libro donde narra los paseos con su amigo. “Quizá en él se ocultara la genialidad. Pero a los pueblos les conviene más ser gobernados por naturalezas mediocres. En el genio acechan casi siempre perversidades que los pueblos tendrán que pagar con sangre, dolor y vergüenza”.

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¿Nos conviene ser gobernados por naturalezas mediocres? ¿O debemos aspirar a ser gobernados por seres excepcionales cuyo talento linde con la genialidad? En los últimos tiempos, los políticos con mayores responsabilidades en este país ?y a su zaga algunos comentaristas? parecen haberse puesto a discutir más o menos soterradamente el asunto. Todo empezó cuando en una entrevista el presidente del Gobierno le confió al director de EL PAÍS una frase que al parecer le había dicho a su esposa: “No te puedes imaginar la cantidad de cientos de miles de españoles que podrían gobernar”. Días más tarde, durante el debate parlamentario que siguió al último atentado de ETA, Mariano Rajoy parecía contestar a esa frase cuando afirmó: “No basta con ser mayor de edad y tener la nacionalidad española; hace falta algo más para ser presidente”.

La frase de Zapatero ha podido interpretarse como una manifestación más del incurable buenismo que aqueja a nuestro presidente; la frase de Rajoy, como un insulto apenas velado a Zapatero, lo que equivale a decir como una manifestación más del malismo incurable que aqueja al líder de la oposición. Tomada literalmente, la frase de Rajoy es una perogrullada: para ser presidente del Gobierno hace falta, al menos, dedicarse a la política, militar en un partido, ser propuesto como diputado por ese partido, conseguir el apoyo de los votantes, conseguir el apoyo de la mayoría de los diputados en el Congreso; tomada literalmente, la frase de Zapatero es falsa, y por los mismos motivos. Pero si no nos resignamos a ser literales la cosa cambia: aunque es improbable que se la quitase a Rajoy, puede que en ese caso Walser le diese la razón a Zapatero. Claro está que la idea de que, si no cualquiera, sí mucha gente está personal e intelectualmente capacitada para ser presidente del Gobierno repugna a nuestra propensión a la irrealidad y a nuestro romanticismo ?ambos tan incurables como el buenismo de Zapatero y el malismo de Rajoy?, así como a la importancia desmesurada que en los medios de comunicación concedemos a los políticos. Pero no es una idea en absoluto insensata, igual que no lo es el hecho de que mucha gente está capacitada, si de verdad se lo propone, para ser un buen científico o un buen escritor. Naturalmente, algunas cualidades son indispensables para ser un buen político ?como otras lo son para ser un buen científico o un buen escritor?, pero no se trata de cualidades excepcionales, sino de las que puede reunir cualquiera de nosotros.

A bote pronto: que el político esté tan alejado del malismo como del buenismo; que no tenga vocación de ídolo ni de héroe ni de mártir y, en consecuencia, no pretenda pasar a la historia; que trabaje duro y no se invente problemas (que se conforme con solucionar los que ya hay); que haga bien los números y no meta la mano en la caja; que no se rodee de servilismo (no hace falta que lleve una vida normal, lo que es una pretensión estúpida, pero tampoco una vida completamente anormal, lo que es mucho peor); que no se pirre por salir a todas horas en la televisión y en los periódicos (cuanto menos salga en la televisión y en los periódicos un político, mejor); que no se levante cada mañana con una idea genial; que hable poco y de vez en cuando cuente un chiste; que no insulte, que no grite, que no mienta, aunque no siempre diga la verdad.

En suma: que sea limpio, ordenado y no haga ruido, igual que una asistenta eficaz. Se dirá que este tipo de personas no sirven para solucionar situaciones excepcionales. Puede ser, pero la realidad es que aquí no vivimos una situación excepcional, y además no está demostrado que los políticos limpios, ordenados y silenciosos no sirvan para solucionar situaciones excepcionales, aunque sí lo está que los políticos excepcionales o que se creen excepcionales sólo sirven, cuando sirven, para las situaciones excepcionales, y para el resto son un desastre. Por lo demás, entiendo que éste es un ideal prosaico y aburrido, pero yo dejaría la poesía y la diversión para otras cosas, y reduciría la política a lo que debe ser: el arte de darnos una vida buena, que viene a ser el mismo que el arte de darnos la buena vida.

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