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Columna
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Nacionalistas II

No me molesta la bandera española, tampoco la ikurriña. Son símbolos de la realidad política en la que he nacido y vivo, y que yo no cuestiono. Sé que el hecho de ser vasco y español no es una anécdota, una contingencia, que se suele decir, eso de que nací aquí como podía haberlo hecho en China. No, mis padres eran quienes eran y nunca vivieron en China, de modo que nací en el único sitio en que podía haber nacido, y no tengo ninguna duda de que eso me habrá conformado de alguna manera. También es verdad que ignoro cuál es esa manera y que en ningún caso he querido constreñirme a ella. Es más, a veces he sentido como una limitación el haber nacido aquí y he llegado a aborrecer el hecho de ser español y el hecho de ser vasco. Mis relaciones con mi comunidad nacional son muy complejas y no se limitan a la firme adhesión ni al resentido rechazo. Asumo mi condición y trato de vivirla de la forma más provechosa, y los símbolos prefiero verlos quietecitos, con poco viento, porque me parece una buena señal.

He visto ondear muchas banderas, y siempre arrastraban bronca tras de sí. No eran precisamente un arma de seducción. Por supuesto, lo que más he visto ondear han sido ikurriñas. Miles de ellas por todas partes, hasta el empacho. La española la he visto menos, ni aun durante el franquismo la vi ondear tanto, en aquellos tiempos en que por aquí, al menos en mis aledaños, se la conocía como la piperpoto -bote de pimientos-. Lo que he llegado a aborrecer, por lo tanto, ha sido la ikurriñitis, una enfermedad que creí que se calmaría una vez oficializada la ikurriña y después que hubiera sido aceptada por todos, por todos los vascos y por todos los españoles. Pero no remitió, no ha remitido aún ese exhibicionismo militante, y he tratado de dar una explicación a tanta milicia drapeada. Ese símbolo aceptado, adorado y oficializado todavía encierra para algunos una carga reivindicativa, motivo por el que les gusta exhibirla hasta cuando salen de viaje. No es sólo un símbolo que los identifica; es, sobre todo, un símbolo político: con él se reivindica una nacionalidad negada o no reconocida. De ahí que los nacionalistas vascos, tanto más cuanto más radicales, la hagan ondear tanto. Omnipresencia de una nación, aunque sólo sea de forma simbólica.

¿Y qué ocurre, mientras tanto, con la bandera española? Pues que últimamente también se la ve ondear bastante, que se ha quitado, según dicen, las vergüenzas de encima. A diferencia de la ikurriña, que no tiene vergüenzas y cuyo problema reside en carecer de la nación a la que pretende representar, la española no está falta de nación, pero sí adolecía de un déficit de representación simbólica, ya que, por diversos motivos, nunca despertó entusiasmos en un sector importante de la población española. La actual militancia drapeada que la enarbola a todas horas trataría de superar ese décitit, volviéndola omnipresente y conspicua. Ahora bien, ¿es necesario ese derroche exhibicionista para superar esa minusvalía simbólica, superación que, con la excepción de Cataluña y Euskadi, ya la garantiza la consolidación de nuestro actual sistema político? En mi opinión no, y lo que quizá trata de paliar esa explosión de himnos y banderas sea no un déficit simbólico sino, al igual que ocurre con la ikurriña, una carencia de lo simbolizado, un déficit de nación. Asediada por sus enemigos internos, la nación española se vería en peligro, una visión ideológica no exenta de riesgos y en la que el recurso a lo simbólico se puede convertir, precisamente, en instrumento para definir al enemigo de la patria. Es la bandera de la nación, no la bandera de la traición, se ha llegado a decir a raíz de la manifestación de Madrid, que fue, con sus gritos y máximas, una verdadera escenificación de esa invención del enemigo. Puro nacionalismo.

No sé qué méritos posee Mikel Buesa -o el Foro Ermua, al que representaba- para erigirse en tribunal de la sociedad española y hablar en nombre de la inmensa mayoría de los españoles para imponernos sus exigencias. No sé quiénes son para afirmar que "quienes se opongan a este camino de unidad [sic] y de firmeza asumirán una gravísima responsabilidad ante la sociedad española". Fuera cual fuera el número de los que se manifestaron en Madrid, distaba de ser la inmensa mayoría de los españoles. ¿No será que aquello era España, la verdadera España, la que ha de pedir responsabilidades a los traidores? Eso es lo que se trataba de representar. Que quienes han padecido la apropiación partidista de lo vasco, o sufrido los embates de los que dicen ser Euskal Herria por antonomasia, caigan en esas tentativas de batasunización no deja de ser lamentable.

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