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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Bush habla del tiempo

Escuchar al presidente de Estados Unidos, George W. Bush, hablar del "grave desafío del cambio climático global", como hizo el martes ante el Congreso de su país, puede llamar a una justificada perplejidad, pero es probablemente la mejor noticia que ha salido de Washington en dos legislaturas. Las medidas concretas anunciadas por Bush -recortar un 20% el consumo de petróleo de aquí a 2017- son modestas e inadecuadas, ya que la gasolina que dejen de quemar los coches será sustituida en parte por etanol, carbón líquido y otros combustibles que también emiten dióxido de carbono. Y su motivación tiene mucho de estratégica, puesto que permitirá a la economía estadounidense reducir su dependencia de los inflamables pozos petroleros de Oriente Próximo.

Pero precisamente las razones que hay detrás de esas explicaciones son mucho más interesantes que una frase vacía o un chiste fácil: son el signo de un cambio político irreversible, que ya no dependerá de quién habite la Casa Blanca en las próximas legislaturas y que dejará pronto en evidencia a los países europeos que, con España a la cabeza, han firmado el Protocolo de Kioto, pero no parecen haberlo leído o, por lo menos, tomárselo en serio.

La sociedad estadounidense, mucho más compleja y dinámica de lo que se complace en sostener el tópico antiamericano, es la última causante de este cambio de rumbo. No sólo porque ha dado a los Demócratas el control de las dos Cámaras -tras unas legislativas marcadas por la guerra de Irak y por el cambio climático, precisamente-, sino también, o sobre todo, porque ha sido ella misma quien ha convertido el clima en un arma política.

Los norteamericanos han escuchado los argumentos de sus científicos, y han entendido que pesaban mucho más que los balbuceos evasivos de su Gobierno. Ningunear por "electoralistas" las medidas anunciadas ahora por Bush es incoherente: si pueden ser electoralistas es porque la racionalidad ha calado en todos los sectores sociales, incluidos los que apoyan a Bush. Prueba de ello es que no sólo Hillary Clinton y Barack Obama, aspirantes demócratas a las presidenciales de 2008 -a quienes se les presupone una cierta preocupación por la ecología-, sino también el republicano John McCain, se presentarán proponiendo ambiciosos programas federales de reducción de emisiones de gases contaminantes o con efecto invernadero. Y las empresas norteamericanas, incluidas las del sector energético, no estaban esperando al martes para empezar a adaptarse a las futuras normas: son estas compañías las que están exigiendo a sus reguladores un marco legal claro y predecible. También ellas han ido muy por delante de su Gobierno.

Las autoridades económicas europeas han podido jactarse hasta ahora de una política medioambiental más avanzada que la de la primera potencia mundial. Una victoria pírrica, puesto que sus emisiones no han dejado de crecer, y el nivel de CO2 en la atmósfera ya es el más alto registrado en el último medio millón de años. Los incumplimientos de España con sus propios compromisos de Kioto resultan casi grotescos. Extender la firma bajo un documento es lo más barato del mundo.

La política de Washington tiene a menudo efectos planetarios, y éste va a ser un caso señalado. Nicholas Stern, asesor económico del Gobierno británico y uno de los principales expertos europeos en clima, acaba de proponer en la cumbre de Davos un programa de recorte de emisiones que habría parecido utópico hace sólo dos semanas. Los países europeos notarán pronto el arrastre del gigante americano y, desde luego, tendrán que hacer mucho más que hasta ahora para no hacer el ridículo frente a su opinión pública. Bush ha hablado del tiempo. Y no es una anécdota.

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