La tentación de rendirse
Natascha Kampusch, esa pobre muchacha austriaca secuestrada durante ocho años por un tarado, ha vuelto a dar otra entrevista a la televisión de su país. He visto fotos: Natascha está enorme. En tres meses ha engordado una barbaridad de kilos. Ahora, con la cara tan redonda, parece más joven. Es una niña, una niña obesa. Me quedé pensando que, para engordar de ese modo en tan poco tiempo, hay que echarle mucha voluntad y atiborrarse de una manera casi programada. Siempre me ha maravillado la elocuencia de nuestros cuerpos, y en este caso el sobrepeso de Natascha parece enviar un mensaje claro: se diría que la chica ha sustituido el encierro de su raptor por la jaula de su propia carne. Sepultada dentro de su obesidad, deja de ser una mujer adulta y atractiva y se convierte en una especie de niña regordeta. Es una regresión y una protección. Es la tentación de rendirse y no luchar.
El tormento que ha vivido Natascha me parece tan enorme e indecible que no soy quién para juzgar sus métodos de supervivencia. Sólo quería resaltar que ese mismo impulso lo he visto en otra gente. Por ejemplo, estoy convencida de que muchos obesos, hombres y mujeres, lo son porque, inconscientemente, han decidido poner una muralla de grasa entre ellos y el deseo sexual, tanto el propio como el de los demás. En alguna medida son como los anoréxicos: si al dejar de comer pierden la menstruación, los pechos, las curvas femeninas (ellas), los músculos y formas masculinas (ellos), convirtiéndose en esqueletos asexuados, al zampártelo todo y ponerte redondo también estás abandonando de algún modo el mercado erótico. Se acabó el riesgo de enamorarse de alguien, la amargura de no ser correspondido, el miedo a la derrota. Porque, paradójicamente, si te das por fracasado desde el principio, parece que las cosas ya no pueden herirte.
Pero no se trata sólo de comer o no comer. La tentación del fracaso abarca todas las actividades humanas y es algo verdaderamente muy común. Ni siquiera hace falta haber vivido un trauma tan descomunal como el de Natascha para percibir dentro de uno mismo el latido sordo de ese oscuro deseo. Es el miedo a la felicidad, el cansancio de la lucha constante por la vida, el vértigo ante el posible sufrimiento. En la mayoría de las personas, esa tentación del fracaso es combatida y superada cada día. Pero los psicólogos saben que muchos individuos no se permiten el éxito y se convierten en los mayores enemigos de sí mismos, en los principales saboteadores de sus propios esfuerzos.
Los humanos somos unos bichos tan malditamente complicados, tan desequilibrados y contradictorios, que podemos pasarnos toda la vida creyendo que deseamos algo con todas nuestras fuerzas, cuando en realidad estamos invirtiendo toda nuestra energía en conseguir que ese deseo no salga adelante. Y así, nos enamoramos de los hombres o las mujeres más inconvenientes, aquellos con los que justamente será imposible construir una pareja estable; o decimos que queremos ser escritores pero nos las arreglamos para no escribir jamás; o tomamos decisiones laborales que nos alejan de un ascenso y decimos que lo hacemos porque queremos vivir con tranquilidad, cuando lo cierto es que no nos atrevemos a afrontar el reto. Hay mil maneras de fastidiarse uno la vida, todas ellas enmascaradas con estupendas y convincentes explicaciones.
Es verdad que uno debe de sentirse muy libre cuando no tiene nada que perder. Pero es una libertad que cuesta demasiado, una ligereza de equipaje muy poco envidiable, semejante a la del muerto en el cementerio. Vivir conlleva siempre un riesgo, un reto y un dolor. Imposible vivir una vida digna de tal nombre sin aceptar de entrada esos ingredientes. Sí, es cierto: a menudo sientes que se agita dentro de ti el pequeño gusano de la rendición. Por qué seguir insistiendo en enamorarte. Por qué seguir peleándote para conseguir montar tu propia empresa. Por qué continuar tiñéndote el pelo, haciendo deporte, cuidando la dieta. Por qué esforzarte en ser actor, o fotógrafa, o corredor de motos, esas vocaciones tan duras y difíciles, en vez de apoltronarte en un empleo seguro dentro de un banco. Y así sucesivamente. Es tentador rendirse, fracasar de entrada y sin luchar, antes de que te fracasen los demás. Pero es una elección bastante estúpida. Porque el único fracaso irremediable y verdadero es no vivir; y porque el miedo al dolor es siempre peor que el dolor mismo.
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