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El pastelero visionario

Paco Torreblanca, apasionado de la pintura y la escultura, se ha convertido en el número uno de los dulces. En ellos crea obras de arte en miniatura, intensas en estética y rompedoras en sabor

"Hay un antes y un después de la boda real". Con estas palabras, Paco Torreblanca (Villena, Alicante, 1951) mide en términos de popularidad su salto a la fama entre el gran público a raíz de la boda de los príncipes de Asturias para la que elaboró los postres. Dulces aristocráticos aparte, Torreblanca ya era una figura a la que avalan innumerables galardones, desde el Mejor Pastelero Artesano de España en 1988 y de Europa en 1990 hasta el Gran Premio de Piezas Artísticas de Occitania.

Su salto a Madrid, para abrir una pequeña pastelería en el corazón del barrio de Salamanca junto al nuevo restaurante del cocinero Sergi Arola, ha marcado una nueva frontera y le ha hecho salir de su originario local en la villa alicantina de Elda. Torreblanca, que ya enviaba sus famosos postres a unos treinta restaurantes de toda España, ha sentado plaza en la capital a golpe de azúcar y ha decidido salir de su feudo levantino. Otra etapa en el camino de este visionario, que desde su pequeño pueblo hizo la revolución de los dulces en España.

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Honesto, vital, minucioso y rompedor, el pastelero abrió caminos inexplorados y ha enseñado a media profesión cómo encontrar la perfección en clave golosa. Todavía recuerda cuando, con el negocio casi sin estrenar, apareció un joven interesado en sus técnicas que se llamaba Ferran Adrià y con el que desde entonces mantiene una excelente amistad.

Hoy, aclamado y reclamado en los más selectos foros, sorprende a los madrileños con una pastelería sumamente especial. Se trata de un pequeño recinto decorado en blanco, con sencillos aparadores que enseñan, a modo de joyas, una tentadora mercancía: bombones rellenos de canela y coco, de azafrán, nougat de pistachos con mousse de avellanas… perfectas tartas como la de pera de caramelo con bizcocho blanco, carlota de frambuesas, el flan de castaña o unos exquisitos pasteles que nunca miden más de 3,5 centímetros de altura. "Busco el equilibrio no sólo en el sabor, sino también entre las texturas de los elementos que componen un dulce. Combinaciones de blando, esponjoso, crujiente… con el fin de sorprender y estimular el paladar". Su más novedosa creación: el pastel Tahití, a base de chocolate de Madagascar con bizcocho de aceite y té japonés, relleno de crema con láminas de vainilla caramelizadas.

El reciente desembarco madrileño no ha sido a ciegas. "Yo siempre he dicho que montar un negocio en la distancia no me iba mucho. Pero en este caso lo tengo claro y puede ser además un primer paso de algo más importante en un futuro". Traspasarle el testigo a sus hijos más adelante quizá sea el quid de la cuestión. "David lleva los asuntos comerciales y Jacob ya ha ganado el Campeonato de España y el de Europa a una edad más temprana que yo. Pero lo más importante es que tiene sus propias ideas y sus caminos".

Torreblanca trabaja en clave de orfebre y maneja unas mil quinientas materias primas diferentes entre azúcares, chocolates y especias. Dibuja sus pasteles, estructura sus tartas a modo de arquitecto, introduce nuevos ingredientes ajenos al mundo goloso en tiempos pretéritos... todo esto comenzó a hacerlo hace mucho, cuando la mayor sofisticación se encontraba en los afrancesados petit-choux o el tradicional bocadito de nata.

En aquel momento, mientras la cocina comenzaba a dar signos de revitalización y su eclosión se gestaba, en pastelería mandaban las normas puramente clásicas. Hace ya dos decenios, entrar en Totel, su pastelería, era descubrir una especie de galaxia distinta: parecía más una galería de arte que un local al uso. El maestro se adelantaba a su tiempo.

Actualmente, Torreblanca compagina sus viajes por todo el globo, donde es requerido para dar conferencias y demostraciones, con su obrador alicantino, en el que da clases a diez jóvenes cada temporada. Con una lista de espera cifrada en unas trescientas cincuenta peticiones, trata de imbuir a estos privilegiados alumnos el concepto de que a la pastelería moderna le queda todavía un largo recorrido. "Hay una gran variedad de campos, muchos de ellos desconocidos. Pienso que la repostería es como el hermano pobre de todo y yo mantengo que esto es como una sinfonía y una cocina en sí misma. También es la ciencia más exacta de los fogones: dos gramos de más puede estropearlo todo. Que el postre se relegue al final tampoco ha ayudado, y ya ni te cuento lo de que engorda. Por otra parte, en pastelería lo ideal es hacer y servir en el momento, ya que no es lo mismo que la gente se lo lleve a casa, porque quizá no se toma en las condiciones perfectas".

El desfase entre el mundo salado y el goloso también le lleva a reflexionar. "Quizá nos ha faltado evolución, aunque ahora sí ha habido un gran salto, tal vez como consecuencia de la innovación en cocina, que ha tirado también de nuestro sector. En pastelería, por unos u otros motivos, estamos viviendo una revolución, aunque más calladamente".

¿Las características de un dulce perfecto? "Siempre la materia prima. Me han llamado creador de estética, pero yo prefiero ser un creador del gusto. La primera es importantísima, pero el sabor es lo que cuenta".

¿Su inspiración? "En pastelería está todo hecho. Ahora en Japón triunfan los bizcochos elaborados con aceite de oliva, algo que han hecho aquí secularmente todas las abuelas. Nosotros aligeramos, aplicamos nuevas técnicas, ponemos al día, damos una bonita forma… hay una frase que a mí me impactó: 'Lo invisible es una visión del que no ve', es decir, a veces pasamos delante de las cosas sin fijarnos. Y hay que ser observador".

¿El nuevo signo de los tiempos en repostería? "Lo más importante que ocurre ahora es que estamos rebajando las cantidades de azúcar: si antes se usaban doscientos gramos para montar la nata, por ejemplo, ahora lo dejamos en treinta. Damos un punto de dulzor, aunque potenciando más los aromas, sabores e incluso los matices salados. Todo sin olvidar nuestras raíces".

La naturalidad y la conversación franca y clara, incluso para los más profanos, son algunas de las constantes de Torreblanca. Su próxima parada: abrir en Elda una tienda interactiva. "No tendrá escaparates a la calle, sólo unos pequeños ojos de buey", explica. "Le hemos dado una estructura de museo, con una especie de pasillo en el interior donde se irán viendo pantallas de lo que puedes comprar… o no, sólo contemplar. Es un reto importante, ya que será la primera tienda no comercial de la historia".

Su postre preferido: el milhojas con crema de vainilla. Pero es el chocolate la materia prima estrella de sus creaciones. "Representa el 33% de las ventas mundiales en pastelería. El cacao es como el vino, tiene varias procedencias, distintas variedades o diferentes plantaciones. Nosotros elaboramos nuestras propias mezclas en el obrador". En este apartado, su última creación es el bombón de chocolate con trufa blanca, como un homenaje a su amigo el restaurador Martín Berasategui.

Y el joven aprendiz que viajó a París con 13 años vuelve a aparecer cuando se le pregunta qué siente al ser el número uno: "Sólo sé que soy el mejor de mi calle, porque no hay más. Hay que tener los pies en el suelo y la mente en las estrellas".

Artista del dulce por casualidad

El germen de su obra nació cuando su padre le envió a París con 13 años a trabajar junto a su amigo pastelero, Jean Millet, uno de los mejores de su profesión. "Mi padre había conocido a Millet por casualidad y decidió que mi destino estaba allí". Después de 11 años volvió a España y junto a su futura mujer, Chelo Coloma, decidieron abrir su propio negocio en Elda en 1978. Entonces ya dio un paso más allá y escogió un modernísimo logotipo, hoy patentado por la avalancha de imitaciones, y un nombre original, Totel, una palabra nipona que significa "la luz de algo que empieza". Premonitoriamente, un amigo de origen japonés les envió el día de la inauguración un camión lleno de materias primas para empezar y una leyenda: "que esta luz no se apague nunca".

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