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Columna
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Mi niño es una joya

Un reciente informe del Ararteko llama la atención sobre el deterioro del sistema educativo. Décadas de pedagogía y políticas erróneas han llevado a una situación lamentable, en la que el profesorado de secundaria asume que su profesión es un martirio y que nada puede hacer ante la alianza de tres fuerzas maléficas: unos niñatos malcriados a los que nadie ha corregido nunca; unos padres y unas madres aculturizados, despojados de valores o principios perdurables; y las administraciones públicas, que se han prestado a una catastrófica reinterpretación del buen salvaje roussoniano en los niños y las niñas de hoy.

El Ararteko destaca la necesidad de adoptar medidas y en ello coincide con muchas otras instancias públicas y privadas. Es como si, en un rapto de lucidez, la sociedad mostrara alguna resistencia a esa aniquilación a la que parece dirigirse sin remedio y luchara por sacudirse la castrante herencia que comportan décadas de metódica demolición de los marcos educativos. En el informe del Ararteko se propone recuperar la disciplina en las aulas y proscribir la impunidad de que gozan los infractores de las normas de convivencia. Sin duda, el diseño de un sistema educativo provisto de unas reglas mínimas no debe comportar el regreso a los modelos rigurosos de otras épocas, pero sí la huida inmediata de la anómala situación que hoy padecemos, en que términos como autoridad o disciplina irritan a ciertos pedagogos hasta el punto de prohibirlos en el discurso oficial.

Sin embargo, de la dura condición que experimenta el profesorado no tienen culpa exclusiva ni la perversidad intrínseca de ciertos modelos pedagógicos, ni la connivencia de una clase política incapaz de sobreponerse a las inercias de los tiempos, sino también, y sobre todo, la dejadez y la desidia con que muchos padres incumplen la obligación de hacer de sus infantes hombres y mujeres de provecho. El profesorado se queja, con toda la razón, de la gravísima dejación de responsabilidades que practican las familias. Pero es que hay más. Muchas familias no sólo descargan la obligación de educar a sus hijos sobre la escuela, sino que al mismo tiempo desconfían patológicamente de esta.

En eso sí que hemos experimentado un profundo cambio cultural. Antes la familia aceptaba confiadamente la autoridad que sobre los hijos se ejercía en las escuelas. Ahora, en cambio, los profesionales de la educación son seres susceptibles de sospecha, una especie de indignos opresores de las adánicas y maravillosas criaturas que hemos puesto en sus manos y a las cuales, nos parece, aquellos no tienen el más mínimo derecho a importunar.

Un dato ofrecido por el Ararteko resulta revelador: según el informe, un 60% de las familias denuncia que a su hijo lo insultan en clase. Sin embargo, sólo un 0,8% admite la posibilidad de que sea su joyita la que pueda proferir tales insultos. No hay dato que ilustre mejor hasta qué punto hemos perdido todo atisbo de lucidez en el enjuiciamiento de nuestros propios hijos. Adjudicamos a los nuestros toda clase de virtudes, capacidades y talentos, y lamentamos que deban rozarse diariamente con unos impresentables pandilleros. Pero, vamos a ver, ¿un 60% de chavales están padeciendo la coacción de un 0,8%? Pues los matones, literalmente, no pueden dar abasto. ¿Es posible encontrar un caso más grotesco de ceguera colectiva?

No he conocido persona alguna que no tenga una excelente opinión de sí misma. ¿Cómo no va a tenerla también de sus herederos? Pero, acostumbrados a ver en nuestro hijo un alma delicada, conviene empezar a desconfiar de su inocencia. Lo cual, por cierto, no tiene nada de malo. A nosotros con corregían en casa y no por ello nos quisieron mal. Es más, nos corregían porque nos amaban apasionadamente.

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Yo tuve un maestro muy viejo que utilizaba sin complejos el verbo "desbastar". Él estaba allí para desbastarnos. Por eso hoy, en que no se desbasta a nadie, los patios están llenos de seres bastos, egoístas y embrutecidos.

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