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El final de un dictador

La solución final para los kurdos

Sadam bombardeó con armas químicas las aldeas del norte de Irak

Los gritos de júbilo estallaron en Dohuk cuando, el 21 de agosto de 2006, Sadam Husein, despojado de cualquier viso de infalibilidad, apareció por primera vez en televisión sentado en el banquillo de los acusados, gesticulando como un orate. 15 años antes, en 1991, esa bulliciosa ciudad kurda del norte de Irak estaba desierta. Sus habitantes se apiñaban en miles de tiendas de lona en un improvisado campamento de refugiados junto a Çukurca, en la frontera con Turquía. Huían de una nueva oleada de bombardeos del Ejército iraquí, que, derrotado en la guerra del Golfo, se dedicaba a hacer lo que mejor sabía: exterminar a sus propios conciudadanos.

Encaramados en la última colina de Irak, 121.000 refugiados de toda condición compartían el frío, la escasez de agua, el desgarro por el estallido de las minas y el miedo al cólera. La desolación que se respiraba en aquel campamento estaba más que justificada. Apenas tres años antes, Sadam Husein había lanzado contra los kurdos el peor ataque con armas químicas registrado en la era moderna. Una lluvia de gas mostaza y agentes nerviosos, como el sarín, exterminó a miles de personas en la ciudad de Halabja. Ocurrió el 16 de marzo de 1988, y el fotógrafo iraní Kaveh Golestan, galardonado después con el premio Pulitzer, estaba ahí. "La vida estaba congelada. Era un nuevo tipo de muerte para mí", narraba. Las imágenes de las madres inertes, abrazadas a bebés blanquecinos; de los ancianos acurrucados y boquiabiertos, tomadas por aquellos reporteros iraníes que cubrían entonces la guerra contra Irak, dieron a conocer al mundo una nueva dimensión del horror.

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Algunos de los supervivientes pudieron poner voz a esas fotos durante el juicio contra Sadam. "Un olor repugnante, a manzanas podridas y a ajo". Así empezó todo. "La gente vomitaba. Estábamos ciegos y gritábamos. No había quien nos salvara". "Mi hija Naryus entró en casa. Su cuerpo comenzó a arder y su piel se despegaba. Se quejaba sin parar mientras vomitaba sobre su ropa". Cinco mil personas murieron en Halabja de forma más o menos instantánea, asfixiadas o quemadas. Otros miles siguieron después. Los efectos secundarios perviven hoy en forma de abortos, malformaciones, ceguera, desórdenes neurológicos o cáncer.

Todavía en el juicio, Sadam y su primo, Alí Hasan Majid, llamado Alí el Químico por su afición a los combinados letales, se mofaron de los testigos. Los ataques, explicaron, eran una acción de guerra contra los guerrilleros kurdos (peshmergas), que colaboraban con el enemigo iraní.

En realidad, la campaña de exterminio de los kurdos (unos cinco millones, un 20% de la población iraquí) había empezado mucho antes. Y por otros motivos: detrás de la arabización del Kurdistán iraquí estaba el deseo de controlar los yacimientos petrolíferos de Mosul y Kirkuk. Entre 1975 y 1988, el régimen de Sadam arrasó 3.000 poblados y varias ciudades, según Human Rigths Watch. La solución final se llamó Al Anfar (botín de guerra), se desarrolló entre 1987 y 1988 y culminó en Halabja. Antes, 40 poblaciones habían sufrido bombardeos químicos. La fiscalía iraquí cifra en 187.000 los muertos en esos dos años. Las organizaciones humanitarias elevan la cifra a 300.000. Un millón de kurdos fueron desplazados de sus lugares de origen.

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