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PRIMERA PARTE

Colgados del tren

En la legendaria ciudad surafricana de Soweto, donde nació Nelson Mandela, los jóvenes siguen arriesgando su vida. Ya no es luchando contra un Gobierno que les oprime, sino 'surfeando' trenes. Es el 'deporte' más peligroso del mundo. Han muerto 10, la mayoría electrocutados

A veces un cable de alta tensión acaba con las locuras de estos jovenes.
A veces un cable de alta tensión acaba con las locuras de estos jovenes.JAMES OATWAY

La juventud negra surafricana practica el deporte más peligroso del mundo. Lo llaman train-surfing, surfear en tren. Consiste en viajar no dentro del tren, sino fuera de él, agarrados a los costados o por debajo, entre las ruedas, o montando de pie en el techo, bailando y esquivando a alta velocidad los cables de alta tensión, sabiendo que el menor roce o pérdida de equilibrio significa la muerte instantánea.

Ha habido 10 muertes, la mayoría electrocutados, y varios casos de amputaciones y parálisis tras caídas de trenes en movimiento. Y aunque las autoridades ferroviarias y el propio Gobierno no dejan de advertir del peligro, y de realizar campañas en los colegios, la práctica del surf ferrovial sigue hoy en pleno auge. Especialmente entre los jóvenes (siempre chicos, nunca chicas) de la legendaria ciudad negra de Soweto, colindante con Johanesburgo, donde nació Nelson Mandela y se inició la rebelión estudiantil de 1976 que impulsó la derrota 18 años después del sistema de discriminación racial por ley conocido como el apartheid. En aquellos tiempos, los jóvenes se ponían nombres de guerra con el objetivo de eludir a la policía. Hoy se ponen motes como Bin Laden o Bitch Nigger (Zorra Negra) sin razón alguna, salvo quizá como expresión nihilista de su desdén por los convencionalismos de la sociedad.

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Un chico de 19 años conocido por sus amigos por el apodo Mzembe (una palabra en suajili que significa una mezcla de descuidado, vago y superficial) le contaba a un diario surafricano hace poco que llevaba desde el año 2000 surfeando los trenes. "Claro que es peligroso", decía, "y hay veces en que el mismo miedo casi me asfixia, especialmente cuando surfeo bajo un tren. Pero no puedes dejar que el miedo te venza en este deporte". Mzembe tiene una cicatriz de unos seis centímetros de larga, desde el ojo derecho hasta el centro de la frente, consecuencia de una caída. Pero no la esconde. La lleva como una herida de guerra. "Lo hago por orgullo, por las chicas y porque me divierte. A veces las chicas nos animan desde los andenes", dice Mzembe, uno de cuyos vecinos murió este año durante uno de estos surfeos suicidas. "Era joven y tenía poca experiencia. Su muerte no me ha desanimado en absoluto".

No sólo eso, sino que su funeral fue casi una celebración. Sus compañeros de surf llegaron al cementerio, en Soweto, de pie en el techo de un autobús. Bailaban e imitaban los movimientos que hacen cuando están montados en los trenes. El baile favorito de estos kamikazes africanos es conocido en Soweto como el Viva la Raza. Lo patentó un icono de la lucha libre de origen mexicano llamado Eddie Guerrero, que es (en un ejemplo de la globalización en su más inesperada expresión) todo un héroe entre la juventud sowetana. Guerrero, adicto al alcohol y a las drogas, fue encontrado muerto en el baño de un hotel en noviembre de 2005. La persistencia surfera de los jóvenes de Soweto es, a su manera, una adicción también. El subidón lo da la mezcla de la velocidad, el viento y el saber que uno está mirando a la muerte a la cara mientras baila y ríe, sin parpadear.

En muchos casos los chicos practican sus juegos de acrobacia en los trenes al viejo estilo Guerrero -borrachos o drogados-. La rutina suele consistir en viajar desde Soweto a una plaza céntrica de Johanesburgo llamada Joubert Park. Ahí se encuentran pequeños puestos, a menudo en manos de inmigrantes ilegales de otros países africanos, donde venden bebidas alcohólicas a chavales de cualquier edad. Los surferos suelen tener entre 9 y 22 años. Se reúnen en Joubert Park, habitualmente en pandillas con nombres como Los Vándalos, hablan de las grandes hazañas que han hecho y las que les quedan por hacer, se suben de vuelta a los trenes y arriesgan sus vidas una vez más.

"La sensación es la de estar en otro mundo, en el cielo o algo así", le contaba un chico de 19 años llamado Leepile a un periódico de Johanesburgo. "Es como si estuviéramos flotando, y no le tenemos miedo a nada". Hay muchas variedades de peligro extremo al que se enfrentan. Por ejemplo, saltar del primer vagón de un tren y volver a subirse al último un par de segundos después. O agarrarse a la parte de atrás de un tren y arrastrar los talones por la grava entre los rieles. Pero lo que todos hacen es subirse al techo del tren a bailar Viva la Raza. Sus cuerpos pasan a centímetros de los postes de cables de alta tensión de 3.000 voltios a velocidades que superan los 100 kilómetros por hora.

El momento de mayor peligro llega cuando el tren se aproxima a un túnel. El espacio entre el techo del tren y el muro del túnel es de menos de medio metro. El surfero se acuesta boca arriba sobre el tren y se queda absolutamente quieto. El más mínimo movimiento -a veces incluso respirar- lleva a la muerte.

El ministro de Transportes, un ex militante del movimiento antiapartheid llamado Jeff Radebe, condenó duramente la práctica del surfeo ferroviario hace unos meses. "Es una aberración, una estupidez, y es profundamente preocupante", dijo.

Unos días después, un chico de 15 años se subió una vez más a lo alto de un tren y murió instantáneamente al dar contra un cable de alta tensión. "Se le olvidó agacharse", comentó uno de sus compañeros. Quizá porque, como los demás, había estado bebiendo. Al día siguiente, el mismo grupo de surferos salió una vez más a hacer lo de siempre, en este caso como una acción "apropiada" para rendir homenaje a su amigo muerto. No llegaron al entierro porque la policía los detuvo y los metió en la cárcel.

Hace 30 años, chicos de la misma edad corrían riesgos semejantes y acababan en muchos casos heridos, muertos o en la cárcel. Pero en 1976 hacían lo que hacían por una causa más noble, con un objetivo mayor que ellos mismos. Se manifestaban en las calles cuando estaba prohibido hacerlo, lanzaban piedras contra los policías que les disparaban con balas de goma o reales, hacían propaganda clandestina, se incorporaban a las filas de la guerrilla del Congreso Nacional Africano. El enemigo era uno de los gobiernos más tiranos, y el más injusto, del mundo. El fin era la liberación de la población negra de Suráfrica, es decir, la gran mayoría de los habitantes del país.

La gente joven que participaba en la lucha en casi todos los casos había recibido una educación pobre -deliberadamente pobre, según la estrategia de los amos del apartheid- y tenía limitadas posibilidades de conseguir trabajo cuando fuera mayor. Pero combatir contra el enemigo común les aportaba dignidad y también el sueño de que un día podrían vivir mejor. Y, además, como los surferos de hoy, impresionaban a las chicas.

Hoy, el joven de Soweto que busca una causa que dignifique su vida lo tiene más complicado. Una opción es unirse a alguna de las organizaciones que se han movilizado para combatir el sida, enfermedad que mata a 900 surafricanos cada día. El problema ahora, 12 años después de que Mandela se convirtiera en el primer presidente negro de una Suráfrica democrática, es que las perspectivas económicas para un adolescente de Soweto son apenas mejores que las que había en 1976.

No es que no haya habido ningún cambio. En aquellos años no vivían negros en los barrios ricos del norte de Johanesburgo, a no ser que fueran jardineros o sirvientas. Hoy viven cada vez más nuevos ricos negros en los mismos barrios, y los centros comerciales donde los únicos negros eran los que hacían la limpieza ahora están llenos de gente negra comprándose los últimos modelos de zapatos y teléfonos móviles.

La revolución pacífica de Suráfrica no sólo se ha llevado a cabo en el terreno político. Pero también es verdad que el desempleo entre los negros sigue siendo mucho mayor que entre los blancos: roza el 50%. Y el problema es que, aunque la economía ha prosperado y las finanzas del país gozan de buena salud, el crecimiento demográfico, unido a las tremendas dificultades que ha tenido el Gobierno para mejorar el sistema educativo, ha eclipsado sus deseos de acabar con la pobreza.

Hay muchas más casas de ladrillo y cemento en Soweto, y mucha más gente con acceso a agua potable y electricidad que en 1976. Y hoy Soweto tiene algunos barrios casi tan lujosos como los del norte de Johanesburgo, donde vivían los ricos blancos. Se ven coches BMW y Mercedes como nunca. Pero la mitad de la población, de más de un millón, sigue viviendo en casitas precarias de lata, y los colegios, en un ambiente de alta criminalidad, no logran en muchos casos imponer el mínimo de disciplina necesaria para poder preparar a los jóvenes para defenderse en el mundo laboral. Soweto, como otros miles de pueblos y pequeñas ciudades negras nacidos durante el apartheid, no deja de ser, a fin de cuentas, un gran gueto hundido en la miseria.

En este clima, en estas circunstancias, nacen y se reproducen los surferos de Soweto. La desesperanza en cuanto al futuro de los jóvenes que participan en este macabro circo es casi absoluta. Sus niveles educativos son pésimos; la disciplina familiar, casi inexistente. En casi ningún caso los chicos conocen a sus padres, que o han muerto o se han ido de casa o nunca llegaron a conocerlos. Muchas veces las madres se han muerto también, y viven, si es que viven con alguien, con los abuelos.

Son gente para la que, con apenas 12 o 13 años, la muerte ya es familiar, debido a la violencia cotidiana en un país cuyas cifras de homicidio son las más altas del mundo entre países que no están en guerra, o, incluso mucho más común, debido a la larga agonía del sida. Entre ese tipo de decadencia o la muerte súbita, rodeado de tus compañeros y las chicas que admiran tu valentía, los encantos letales del surfeo en los trenes son menos difíciles de comprender.

Ante todo, como explicaba una productora de televisión surafricana que ha realizado un documental sobre este fenómeno, lo que les aporta a los jóvenes de Soweto el delirio de hacer el Viva la Raza montados encima de un tren es la posibilidad de olvidar lo banales que son, y seguramente serán sus vidas. El peligro mismo, en el vacío de expectativas de sus vidas, ya es un valor. "Ante peligro tan intenso e inmediato no existe nada más. Sólo ese presente delirante", ha explicado la productora del documental. "Y así bloquean el resto del mundo. En esos instantes se convierten en héroes. Si el precio de eso es la muerte, y encima una muerte súbita, están dispuestos a pagarlo".

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