El dolor de perderte
El azar, siempre tan caprichoso, ha hecho que haya leído seguidos dos estupendos libros de tema muy semejante. Los dos tratan de la muerte y de la pérdida; los dos cuentan el difícil duelo ante la desaparición de un ser querido. Uno es El año del pensamiento mágico, de Joan Didion (Global Rythm Press), un fascinante y sobrio relato (su estilo es tan austero y tan frío que quema) de los meses posteriores a la muerte de su marido, con quien había vivido cerca de cuarenta años. El otro es Un hombre de palabra (Alfaguara), un libro conmovedor, inteligente y tumultuoso con el que la escritora catalana Imma Monsó recuerda al hombre con quien compartió la vida durante dieciséis años y habla del traumático vacío de su ausencia.
Son dos textos limpios, dos textos sinceros que ayudan a entender mejor los entresijos de la pena. La vida no trae instrucciones de uso y cuesta muchísimo aprender cada uno de los saberes fundamentales de la existencia. Y no hay más que dos vías para hacerlo: o bien empeñando nuestra carne en ello, es decir, con la propia experiencia, un proceso lento y con cicatrices, o bien observando la experiencia ajena. Por eso siempre me han gustado las biografías y los libros de memorias, porque son como mapas de navegación del mar de la vida, con sus estrechos, sus bajíos y sus escollos, con sus horizontes hermosos y sus calmas chichas. Joan e Imma nos hablan en sus libros de la más negra tormenta. De esa clase de tempestad que te lleva al borde del naufragio.
Para mí, ya digo, son dos obras necesarias y honestas. Y, sin embargo, hay una vieja discusión sobre el arte y el uso que los artistas hacen de sus penas y sus duelos personales. Por ejemplo, oí infinidad de críticas cuando, en 1994, Isabel Allende publicó Paula, un libro de memorias que era como una carta dirigida a su hija Paula, muerta en 1992 de porfiria, una enfermedad especialmente terrible. Y también el gran músico Eric Clapton fue apaleado de manera inclemente cuando grabó en 1992 su bellísima canción Tears in Heaven, dedicada a la memoria de su hijo, un niño de cuatro años que había muerto meses antes al caerse desde la ventana de un rascacielos neoyorquino. Por citar tan sólo dos ejemplos entre otros muchos del arte originado por la presión candente de la propia pena.
Tanto el libro de Allende (que, por cierto, no he leído) como la canción de Clapton fueron grandes éxitos comerciales, y eso es lo que les resulta más inquietante a algunas personas, que tienen la sensación de que hacer algo así convierte al artista en una especie de buitre carroñero, capaz de sacar provecho económico o de otro tipo (ay, la vanidad) hasta de las penas más cercanas. Y es verdad que en este mundo estridente y superficial en el que vivimos hay más de un ave de rapiña de este tipo, capaz de sacarse el hígado (o sacárselo a su madre) y cortarlo en finas rebanadas en un programa en directo en la tele, por ejemplo, con tal de llevarse un pellizco de euros y de sucia fama.
Pero también creo que los artistas, dicho sea en minúsculas y sin mitificar, se dedican a lo que se dedican porque no saben vivir de otro modo. Ése es su gran recurso existencial, y sin las muletas, sin el sostén de su obra, serían individuos incompletos e incapaces de sobrevivir ni un solo día. De manera que, cuando el dolor aprieta y amenaza con desbaratarles, acuden al único modo que conocen de poder aguantar y manejar ese sufrimiento: convertirlo en una canción, en un texto, en una película. Ya lo dice Imma Monsó en su libro, refiriéndose a los literatos: "Para nosotros, [escribir es] el más sólido de los medios para conjurar el vacío".
Y del vacío hablan Imma y Joan. De un vacío repentino que es como una mutilación. Dicen los expertos que los duelos tienen cinco etapas: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. En estos dos libros hay referencias a todas estas emociones, pero también hay mucho más, infinitas sutilezas del vivir. Por ejemplo, hay el retrato de dos relaciones sentimentales ricas, plenas, cómplices, duraderas. Leyendo Un hombre de palabra y El año del pensamiento mágico uno siente envidia de esas dos parejas. Y del largo tiempo que se disfrutaron. ¿Qué es mejor, querer tanto a alguien y perderlo, o no haber tenido una relación así y por consiguiente no sufrir? Cada cual que escoja. Yo, personalmente, prefiero la vida, aunque escueza y duela.
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