Los mil y un ríos
Ganges Tan sagrado como humano. Tan purificador como dramático. Tan metafórico de otras vidas como simbólico de las contradicciones de ésta, miserias y grandezas. Del Himalaya al golfo de Bengala, el río se multiplica en mil y un cauces, colores, dioses, leyendas y escenografías
El Ganges nació como el "río blanco", pero los siglos, las calamidades y el uso de sus aguas por el hombre lo han hecho de un color indeciso y abstracto. Su nacimiento se cuenta en uno de los más hermosos episodios del Ramayana, y desde ese borroso tiempo del mito, el curso del Ganges ha corrido en paralelo al devenir de la India. Agastia, un santón filosófico temido por la capacidad insaciable de su estómago, tuvo un día el antojo de tragarse el océano, cosa que hizo sin gran esfuerzo, trayendo así la más atroz sequía a la tierra. Como la situación amenazaba la existencia de toda la población, las divinidades tuvieron que arbitrar -allá en sus altas moradas del Himalaya- una solución, decidiendo al fin desprenderse del río celestial, el Ganga (o Ganges), que con el flujo de su Vía Láctea descendería a la tierra para regarla.
Pero los dioses sabían que el infinito caudal lechoso de Ganga podría tener un efecto no muy distinto del que hoy conocemos, sobre todo en el Levante español, como gota fría. La súbita descarga en una tierra sedienta y seca de la masa de agua iba a ser más dañina que saludable, y es entonces cuando en la leyenda aparece Siva, el dios dual de la destrucción y la creación, sensual danzarín y asceta enfurruñado. Sus congéneres le encomendaron a Siva la tarea de parar el golpe de toda aquella agua que bajaba de la montaña o, según otras versiones, salía de un dedo del pie del dios Visnú. Y de ese modo, Ganga fue al bajar recibida por la cabeza de Siva, célebre por su trenzada mata de pelo en la que el agua de Ganga estuvo circulando varios años sin encontrar un cauce. En ese esfuerzo, el río fue perdiendo su fuerza torrencial, y así, cuando al fin el propio Siva lo dividió en siete riachuelos, Ganga llegó a las llanuras indias sin causar daño.
El encuentro de la corriente fluvial y la boscosa cabellera del dios de la creación está plasmado de modo diverso en los relatos védicos, en algunos confundiéndose el agua con los fluidos seminales del potente Siva, pero destaca por lo pintoresca la libertad que se toma Roberto Calasso en su manual de divulgación mitológica Ka, haciéndole decir a Ganga, mientras embiste, sin gran efecto, la tupida cabeza de Siva: "Jamás alcanzaré la tierra si continúo vagando por este estúpido y espantoso bosque". Y bien fuese por el enfado de la deidad fluvial o por la argucia de Siva, lo cierto es que la llegada del agua a la tierra inició una larga e inacabada historia de beneficio a los vivos y acogimiento de los muertos, expresada sentenciosamente por el propio Siva en uno de los himnos de las tradicionales compilaciones genealógicas hindúes: "Ella [Ganga] es la fuente de la redención. Montones de pecados, acumulados por el pecador a lo largo de millones de nacimientos, quedan destruidos por el mero contacto de un viento cargado con su vapor. Y como el fuego consume el combustible, así esta corriente consume los pecados de los malvados".
Sin embargo, el río sagrado de la India no sólo tiene leyenda y espíritu trascendental, sino también una geografía, una fauna, unos peligros y unos olores a veces demasiado humanos. No he conseguido cumplir el sueño que el escritor inglés Eric Newby sí logró en el invierno de 1963-1964, viajando con su mujer Wanda por o junto al río desde las primeras estribaciones en el Estado de Uttar Pradesh hasta la desembocadura en la bahía de Bengala y contándolo por escrito, pero lo he navegado en varios de sus tramos y he visto su lentitud perezosa, su fuerza en el destrozo, su magnanimidad con los cuerpos de los difuntos. No se trata del más extenso ni el más caudaloso del mundo; el Nilo, el Amazonas y el Misisipi son casi tres veces más largos que el Ganges, y también el Indo, el Éufrates, el Níger, el Río Amarillo y el Danubio lo superan en longitud. En todo caso, sus dimensiones y cifras son colosales. Desde el montañoso norte hasta las proximidades de Calcuta, el Ganges recorre 2.506 kilómetros, cruza tres de los Estados indios más poblados (150 millones de habitantes), y su ramificación final forma un delta de una anchura de 320 kilómetros.
Aun así, la mayor fertilidad del Ganges es evocativa, y ese poder de transformación imaginaria de su naturaleza empieza con los nombres: 108 reseñados en los libros santorales, que van de aquellos estrictamente denotativos, Ganga y Ganga Ma (Madre Ganges) a los poéticos o perifrásticos: Sarac-candra-nibhanana (Que asemeja a la luna de otoño), Svarga-sopana-sarani (Que fluye como una escalera hacia el Cielo), Samsara-visa-nasini (Que destruye el veneno de la ilusión), Bahu-ksira (Que da mucha leche) o Amrtakara-salila (Cuyas aguas son una mina de néctar). Mi favorito de los 108 es el de Niranjana, que puede traducirse como "No pintado con colirios", una recatada forma de decir que sus aguas son incoloras. ¿Lo son realmente o es al contrario, el exceso de coloración, real y ficticia, el que provoca su variable policromía?
Gustavo Adolfo Bécquer nunca estuvo en la India, pero sí viajó allí su cabeza soñadora, que le dictó la historiada descripción de un ceremonial con elefantes engalanados y luminarias en el templo del Kailasa, en Elora, y una de sus más fogosas leyendas, El caudillo de las manos rojas. En esta novela corta, Bécquer pinta a su protagonista alzándose ante una fortaleza "a cuyos pies corre el Ganges como una inmensa serpiente azul con escamas de plata". Es sólo uno de los posibles colores románticos del Ganges, que nuestro poeta sitúa en un contexto de "alcázares de Benarés", sumisas "viudas indianas" que se arrojan al fuego con el cadáver de su esposo y portentosos combates entre dioses, guerreros, príncipes, serpientes gigantes y cuervos de blanca cabeza; el lujo asiático de la narración, que, por buscar otro inesperado ejemplo español, también tentó a Juan Valera, autor de algunos cuentos orientales y de uno en particular, Garuda o la cigüeña blanca, donde el lector sigue una rocambolesca historia de amor que lleva a su heroína, la condesa Poldy, del Danubio al Ganges, desplegándose en los episodios de la India toda la panoplia de efectos especiales del orientalismo fantástico.
El deseo de pensar el Ganges como río de la imaginación, del ensueño, es poderoso y con frecuencia irresistible, tanto quizá como su cauce serpenteante. Una manera de rebajar el tono lírico de semejante idealización es seguir la peripecia del matrimonio Newby en el citado libro, Slowly down the Ganges (Bajando lentamente el Ganges), uno de los mejores relatos de viajes que he leído. Newby tiene un ojo muy vivo para las bellezas del paisaje y la prosopopeya de los numerosos ritos que él y su esposa pudieron contemplar en el largo trayecto, pero tampoco le falta el instinto aventurero y el no menos británico espíritu de la comedia. Apasionante resulta el pasaje en que su embarcación, después de estar varada en un remanso, llega a unos rápidos turbulentos, donde a punto están de naufragar y ahogarse; brillantemente tétrica su descripción de una bandada de murciélagos víctima de un empacho frutal; así como francamente divertido el encuentro junto a la orilla con el primer ministro Nehru, elegante, pagado de sí mismo y muy mandón con su hija Indira Gandhi, que anda por allí de secundaria.
Como todos los grandes ríos sometidos a las crecidas y a las sequías, el Ganges puede ser ameno y temible. Recuerdo una aventura vivida en Allahabad, ciudad situada a 135 kilómetros al oeste de Benarés. Allahabad tiene un antiguo fuerte bastante airoso y también ofrece, a quien le interese la genealogía de los humanos más que la de los dioses, la casa familiar de los Nehru. Tuve la suerte de coincidir en un viaje con el Kumbh Mela, festividad religiosa muy concurrida (casi tres millones de peregrinos en aquella ocasión), que a Allahabad le corresponde albergar cada 12 años, repartiéndose el honor con otras tres ciudades en las que, según la mitología hindú, cayeron gotas del néctar de la inmortalidad. La cultura acuática de los indios es proverbial, tanto como su pasión por el peregrinaje, y el espectáculo de una creencia tan viva, tan llena de color, es, sobre todo para un ateo, desconcertante al principio y a la larga revelador. Así lo fue por cierto para Pier Paolo Pasolini en su viaje a la India de 1961, realizado en compañía de Alberto Moravia y Elsa Morante, del que el poeta y cineasta italiano, que escribió al volver un excelente libro breve, El olor de la India, sacó unas muy inteligentes conclusiones sobre el modo en que la religión hindú, "en teoría la más abstracta y filosófica del mundo", es de una practicidad incomparable, pues sus fieles la viven en sus actos y la enseñorean de su carácter, no como la mayoría de los católicos italianos (¿y españoles?), que dicen profesarla sin verdaderamente cumplirla.
Aquellos días del Kumbh Mela en Allahabad, yo tenía reciente la lectura de Un buen partido, la estupenda novela de Vikram Seth (Anagrama), donde en un capítulo se relata precisamente la tragedia allí ocurrida a principios de los años cincuenta durante una de esas peregrinaciones masivas: el ansia de zambullirse en las aguas del Ganges cuando los astrólogos predicen que es la hora más purificadora provocó una avalancha en la que muchos fueron aplastados y otros se ahogaron al caer en tropel al río, contándose 350 muertos. Por fortuna, los baños rituales de las multitudes fueron ordenados y relativamente pacíficos cuando yo estuve, y tan sólo me extravié en la marea humana que desde el pueblo iba hacia la orilla: cuando quise darme cuenta estaba ya mojándome los pies en el agua. Pero, al margen de que mis pecados quedasen involuntariamente lavados y mi cuerpo adquiriese la inmortalidad en la inmersión, mi experiencia fue gozosa, y en algún momento, de un exaltado misticismo laico, si tal cosa es posible.
En Allahabad (antiguamente llamada Prayag), la importancia sagrada de las aguas está muy realzada porque en esta ciudad el Ganges, a tal altura muy extendido (dos kilómetros de una orilla a otra) y fangoso, pero de poco fondo, se junta con el más limpio, estrecho y profundo Yamuna, y el curso fluvial se hace escenificación de un antagonismo divino. Y es que el Ganges es la hermana del Yamuna (la Ganga, la Yamuna, recordemos la condición femenina de los ríos hindúes), y en su confluencia, algunos textos de las escrituras védicas señalan ciertas rivalidades mitológicas, si bien el papel del Ganges es indiscutido como río de la salvación donde las cenizas de los muertos han de ser sumergidas tras la cremación para quedar aquellos eternamente purificados. Ganga es el río blanco; Yamuna, el río negro emparentado con Yama, dios de la muerte, y ambas divinidades fraternas están representadas en la mayor parte de los templos del norte de la India, esculpidas en relieve sobre las jambas de las puertas: Ganga, montada en el makara o cocodrilo, siempre con sus fauces abiertas, que significan la devoración regeneradora del mundo; Yamuna, reposando sobre su símbolo cosmogónico, la tortuga.
El Ganges no sólo tiene un amplísimo repertorio iconográfico en el arte clásico indio y mucha literatura, antigua y moderna, paralela a su transcurso; también el cine se ha mirado a menudo en él. El río (The river, 1950), de Jean Renoir, es no sólo una de las mejores películas de un extraordinario director, sino el ejemplo de una sincera mirada extranjera a la India a través de las aguas del Ganges, verdadero protagonista del filme. Relatada por Harriett, una adolescente inglesa que vive la plácida existencia colonial de una familia británica numerosa hasta el momento en que se enamora, Renoir dijo en una ocasión que se trataba de un triángulo amoroso entre la muchacha, el norteamericano mutilado de guerra que llega al pueblo y revoluciona a las chicas, y la India.
El país no era entonces un destino turístico, ni existía aún la figura del tour operator, por lo que el director francés se permite algunas pinceladas de color local un tanto ilustrativas, aunque siempre muy esmeradas. Se trataba de su primera película en color, y las tonalidades encendidas de aquel paisaje le permitían ser realista (para Jean, hijo del pintor Auguste Renoir, el blanco y negro cinematográfico era lo irreal) a la vez que espectacular, como en la ceremonia en honor de la diosa Kali que abre la película o, en la parte final, las escenas relacionadas con la fiesta del Holi, el Indian Holi, tan divertida de observar desde la seguridad de una ventana alta como molesta si uno va por la calle inadvertido y queda empapado por las aguas tintadas de rojo o verde que los niños (y no sólo ellos) arrojan a los viandantes.
Basada en la novela autobiográfica de la inglesa Rumer Godden, que escribió con Renoir el guión, El río (disponible en DVD en una excelente edición del FNAC) no cuenta una sola historia, sino que lleva al espectador, al compás de las aguas cambiantes del Ganges, desde la voluptuosidad más gozosa y morosa hasta la precipitación de la tragedia, del relato dentro del relato (la historia de la niña que casa con el dios Krishna), al apunte impresionista, habiendo confesado el director en sus memorias que hizo la película deliberadamente sin principio ni fin precisos, como si confiara en la benevolencia milenaria de esa corriente para llegar a un resultado sin embargo elocuente y conmovedor: una escena última que es una metáfora del renacer eterno que el río representa para los hindúes y también una estampa elegíaca del final de los frágiles sueños adolescentes.
Renoir, a pesar de la temperatura romántica que le impone al relato su joven heroína Harriett (una muchacha sin experiencia previa de actriz que fue elegida en un casting en Calcuta), no pierde el pulso de lo real ni la agudeza del observador que descubre un lugar y una gente al tiempo que los filma. La descripción de las faenas cotidianas nunca incurre en el costumbrismo convencional, y son muy sugerentes los planos de los pescadores "con sus chozas flotantes y sus barcas que parecían iglús", como dice Harriett en su narración. Ahora bien, el cineasta que a mi juicio ha mostrado el Ganges con mayor veracidad es el bengalí Satyajit Ray, particularmente en la primera mitad de su gran película Aparajito (hoy también editada en España, por Divisa, en un pack con las tres cintas que constituyen la obra fundamental del director, su trilogía de Apu).
El Ganges de Aparajito (aquí titulada El invencible) es el de Benarés, con sus famosos ghats o escalinatas, sus abluciones matinales, sus santos filosóficos y sus bellísimos palacios destartalados. Pero como la intención de Ray no es hacer un documental, sino una fábula dramática, en Aparajito no se ve la densidad, a veces agobiante, de las estrechas calles de Benarés, ni el rostro de sus enfermos de lepra, ni la curiosa fila de ciudadanos defecando todas las mañanas en la orilla con un cierto recato corporal, ni la dispersión de las cenizas mortuorias en las aguas a la hora del crepúsculo. El río fluye en Benarés anchuroso pero con lentitud, y la imagen cotidiana de los cientos de adultos y niños que en él se lavan los dientes y la cabeza carece de dramatismo; en Haridwar, población al norte de Uttar Pradesh y muy cercana al nacimiento del río, éste corre impetuoso, formando corrientes que a veces obligan a los hombres que al amanecer hacen allí sus funciones orgánicas a sujetarse a la orilla por medio de cadenas metálicas.
Las impresionantes secuencias situadas en los ghats donde el padre de Apu recita las escrituras a las mujeres y se siente después mortalmente enfermo tienen una luminosidad especial, casi espectral, que resalta la inocente naturalidad del niño, que, aburrido de la elevada función de su padre, juega con su pajarita de papel, se distrae, se aleja por la orilla y queda absorto en los ejercicios gimnásticos de un levantador de pesas. Satyajit Ray escribió todo un libro contando los pormenores del rodaje de la trilogía, y dedicó muchas páginas a averiguar el secreto de la belleza de las orillas del Ganges en Benarés, que filmó casi siempre antes de la salida del sol. "Un escenario verdaderamente inspirador", dice, manifestando a continuación una cierta impotencia expresiva que cualquiera que haya estado en Benarés entenderá bien y le agradecerá, por su modestia, al director indio. "No es suficiente decir que los ghats son maravillosos o emocionantes o singulares. Uno debería ponerse a analizar las razones de su singularidad, de su impacto. Cuanto más se explora, más se revela". Las palabras no sirven de mucho para trasmitir lo que el río le da plásticamente a la ciudad y lo que ésta añade a las aguas sacras, pero me parece que sólo los cineastas o los fotógrafos son capaces de plasmar las misteriosas formas del Ganges a su paso por Benarés: la luz deslizante, las figuras borrosas pero vivísimas, la monumentalidad displicente, el persuasivo silencio de sus piedras. Todo lo que Aparajito capta serena y perspicazmente.
El Ganges es un río con escaleras, y también ellas tienen leyenda, más allá del permanente papel utilitario que desempeñan en la vida de los moradores de su cuenca. En Benarés son majestuosas, pero en innumerables puntos de su recorrido las hay más cortas y de peor piedra: todas poseen una mezcla de domesticidad informal y elegancia sublime. Me parece que hoy no se le lee mucho entre nosotros, pero el escritor, pintor y pedagogo bengalí Rabindranath Tagore, premio Nobel de literatura no sólo traducido, sino difundido al español por otro Nobel (y su devota esposa), Juan Ramón Jiménez, fue en toda su obra un paisajista de lo maravilloso, y en mi opinión, mejor narrador que poeta o dramaturgo. Una de sus piezas magistrales es el cuento Las escaleras del río, perteneciente al libro de relatos breves Mashi, en el que la voz narradora es la del propio ghat del Ganges en una aldea de Bengala. "Si deseáis oír hablar de los tiempos ya idos, sentaos en este escalón mío y prestad vuestros oídos al murmullo del agua ondulante". Así empieza el cuento, a lo largo del cual su insólito narrador impersonal describe las incidencias naturales del río y la fantasmagoría amorosa que tiene lugar -en un pequeño templo dedicado a Siva- frente a sus escalones de piedra que, sólo en número de cuatro, sobresalen del agua del Ganges.
Este minúsculo y humildísimo ghat ha visto el nacimiento, los primeros baños y las ofrendas que Kusum hacía a los dioses bajando por sus peldaños desde que era niña, y cuando Kusum vuelve a la aldea convertida en una viuda de ocho años pobre y desdeñada por todos, parece compadecerse de ella. El río se vuelve un lugar de sombras inverosímiles, de plantas que se agitan con una música de otro mundo, de presencias y sonidos fantasmales; es como si los escalones del ghat se prestasen a favorecer la devoción amorosa que la muchacha siente por un joven santón que ha venido a ocupar el templo ribereño de Siva y tiene un gran parecido con el difunto marido de Kusum. Una noche, la pequeña escalinata que lleva al río une a la pareja en lo alto del parapeto, ve su encuentro sensual y pudoroso, escucha cómo Kusum le confiesa al santón que le ha visto en sus sueños como "al señor de su corazón", pero no tiene más remedio que notar en las vetas del último escalón cómo el sanyasi o asceta descarga nerviosamente la fuerza de sus piernas antes de rechazar a la muchacha y renunciar a lo que él también parece sentir por ella. "Voy a irme de este lugar esta noche, para que nunca puedas volver a verme. Has de saber que soy un sanyasi, y no pertenezco a este mundo. Tienes que olvidarme". Kusum acepta la despedida, se arrodilla ante el santón, recibe el polvo de sus pies en la frente y se queda sola en el escalón, que termina así su relato, no sin antes oír con sus oídos de piedra un chapoteo en el agua.
En uno de los primeros testimonios escritos sobre el Oriente, Viaje al Gran Mogol, Indostán y Cachemira, el médico francés François Bernier culmina su obra, publicada por vez primera en 1670, con una descripción del delta del Ganges: "Esa gran cantidad de islas que se hallan en el golfo de Bengala, en la desembocadura del Ganges, y algunas de las cuales se unen a las otras por sucesión de tiempo y luego al continente, me hacen recordar las desembocaduras del Nilo, donde he observado que se verifica lo mismo, proporcionalmente. De suerte que como se dice, según Aristóteles, que el Egipto es obra del Nilo, así podría decirse que Bengala es obra del Ganges". El río, que a su paso por el centro de Bangladesh ha recibido otras aguas, entre ellas las del Brahmaputra, modifica en efecto y hace colosal o atroz esa zona del oeste de Bengala, donde casi todo roza el exceso.
Pero aquel viajero que quiera tener una visión del Ganges menos desmesurada y orgánica, más a escala con la mirada del hombre, puede -en otro itinerario que no pasa ni mucho menos cerca del río- verlo fijado en la roca en una de las grandes obras maestras del arte indio. El pueblecito de Mamallapuram se halla en la misma bahía de Bengala, pero muy al sur, en el Estado de Tamil Nadu, a 58 kilómetros de distancia de la capital, Madrás. Aquí floreció en el siglo VII una dinastía emprendedora y cultivada, la de los Pallava, y los relieves al aire libre en Mamallapuram, sus cuevas esculpidas y su Templo en la Orilla son las mejores muestras conservadas de este arte pallava refinado y efímero. La obra central del conjunto se llama La penitencia de Arjuna y reproduce en la piedra episodios -como de costumbre intrincados- del Panchatantra: reyes con cuerpo de serpiente, demonios belicosos, eremitas en oración, elefantes y ciervos y ratas que cuesta creer inmóviles en su desfile. Y entre esas figuras de un poderoso naturalismo y un deslumbrante vuelo imaginativo, el prescrito descenso del Ganges sobre las trenzas de Siva, con todas las menudencias de la leyenda divina. Esta zona del golfo de Bengala fue la más afectada de la India por el tsunami de la Navidad de 2005; hubo víctimas mortales y destrozos, que dañaron el Templo en la Orilla. Sin embargo, el nacimiento del río sagrado permaneció incólume en su filigrana. Le pudo a ese mar que también parecía mandado por unos dioses menos propicios.
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