_
_
_
_
STING

Sting: roquero y trovador

La estrella del rock ha caído rendida ante el sonido del laúd, un instrumento medieval, y la música de John Dowland, trovador en la corte de Isabel I de Inglaterra. El resultado ha sido 'Songs from the labyrinth', el disco más intimista de un Sting renovado y totalmente espiritual

Jesús Ruiz Mantilla
Sting encargo un laúd más frande que el clásico para que se adaptara a sus características físicas.
Sting encargo un laúd más frande que el clásico para que se adaptara a sus características físicas.KASSKARA

Lo que da auténtico morbo es pensar en la cara que pusieron los ejecutivos de la discográfica multinacional cuando les fue con el cuento.

Imagínense la conversación, telefónica o en persona. A un lado del escritorio o de la línea, Sting, toda una estrella del rock, superventas, consagrado, guapo, con dominio del negocio y de la escena, con vista comercial desde que ayudaba a repartir leche a su padre en Newcastle, hasta hoy, multimillonario y convertido en todo un terrateniente con viñedos en la Toscana. Del otro lado, los ejecutivos de Universal, su compañía, en un despacho insonorizado y provisto de los mejores equipos de sonido, con un puro o con agua mineral, pulcros y frotándose las manos pensando en ese nuevo proyecto de uno de sus músicos clave, capaz de vender lo nuevo y revender lo antiguo, ya sean sus discos en solitario o todos los lanzamientos con esos otros lazos y envoltorios que ponen cada dos por tres a los discos de The Police, el grupo que se consagró como toda una marca generacional para los jóvenes de los ochenta. Tan sólo cinco títulos -desde Outlands d'amour hasta Synchronicity- les convirtieron en leyenda y en una auténtica marea que a su manera dio un revolcón a la industria pop en su época de vacas gordas, y que además, artísticamente, sigue marcando pauta hasta hoy, con ese mestizaje que entroncaba con el punk, la frescura del reggae y la búsqueda de un sonido moderno que a partir de sus logros fue decayendo en algo mucho más sucio.

Más información
Mary J Blige arrasa en los Premios Billboard con nueve estatuillas

-Quiero grabar un disco con canciones de John Dowland -dijo Sting.

-Muy bien -contestaron ellos con sonrisa de póquer-. ¿Quién coño es John Dowland?

-Un cantante y compositor del siglo XVI que para mí es la primera estrella del rock de la que tenemos noticia.

Silencio sepulcral.

Un silencio que por otra parte viene muy bien para escuchar este nuevo disco de Sting, titulado Songs from the labyrinth y que es su purísimo homenaje a un autor tan marciano para los amantes del rock y el pop como lo pueden ser los Sex Pistols en un convento de clausura. A los ejecutivos de Universal, por supuesto, ya no les dio tiempo a escuchar el resto.

-Bueno, al menos no nos lo encontraremos en la manta -debió de soltar alguno, como queriendo ver el lado positivo del asunto.

Cuando recapacitaron, tampoco debieron de ver que la cosa fuera tan grave, y rápidamente sacaron jugo a las ventajas de trabajar en una multinacional: desviaron el producto a su sello Deutsche Grammophon, especializado en música clásica, y todo quedaba en casa.

Con el shock inicial no les dio tiempo a caer en la cuenta de que la culpa de todo la tuvo un maldito laúd. El que le regaló Dominic Millar, su amigo y guitarrista de la banda que Sting utiliza en solitario. Éste apareció con ese dichoso artilugio con cuerdas que se ha utilizado durante siglos, y que ahora ha desviado a Sting de las presumibles ventas millonarias en su senda del perpetuo estrellato. Pero ¿qué se puede esperar de un tipo curioso, inquieto por naturaleza y enemigo de los caminos fáciles? Ya ocurrió algo parecido cuando dio la espantada en The Police, en el momento en que más discos vendían, y se puso a hacer cosas muy raras, basadas principalmente en el jazz. Aquello también tuvo éxito, pero respondía más a una necesidad creativa que a una estrategia comercial. Era lo que le pedía el cuerpo. Sentía que con The Police había tocado fondo y llegado a un callejón sin salida del que él mismo se buscó una huida propia.

Ahora ha ocurrido algo similar. Cuando el músico vio el laúd, con el laberinto de Chartres esculpido debajo de las cuerdas (de ahí el título Songs from the labyrinth), no lo consideró un mero objeto de adorno y quiso aprender a tocarlo.

Al ponerse a ello aplicadamente se dio cuenta de que sus recias manazas de bajista, que ya le había costado adaptar a las guitarras eléctricas y clásicas, no encajaban en ese galimatías con 13 cuerdas que le trajo Miller sin ser consciente de que provocaba en él un auténtico pique. Así que el mismo Sting encargó a un luthier otro más grande y a medida, para poder aprender a gusto.

Lo de rodearse de expertos vino después, y la obsesión por John Dowland (1563-1626) es una historia antigua que le ha perseguido durante años, desde que un actor, John Bird, se acercara a su camerino hace mucho tiempo y le insinuara que debía adentrarse en su música y cantar las misteriosas, románticas y evocadoras canciones de Dowland alguna vez. Todo habría quedado en una anécdota si no fuera porque, diez años después, la pianista y amiga suya Katia Labèque insistió en que las canciones de Dowland sacarían lo mejor de esa voz de tenor que ella adivinaba escondida dentro del creador de Roxanne y Message in a bottle.

Después llegaron Miller… y aquel laúd. Con ellos, el laberinto donde se escondía el trovador de la corte de Isabel I de Inglaterra, contemporáneo de Shakespeare y expulsado de los círculos de poder por ser católico, se convirtió en dos señales para un auténtico camino de iniciación y descubrimiento de este hombre que se puso a estudiarlo a fondo y que también se adiestró por los caminos del canto antiguo, un arte para el que ha tomado clases en la Schola Cantorum Basiliensis, el templo de los expertos en música antigua y barroca más importante del mundo. Se nota rápido que Sting es todo un buscador de pruebas de superación y un devoto del yoga, un ejercicio que debe de dominar a la perfección a juzgar por los constantes movimientos elásticos que practica a lo largo de la entrevista en su casa de la Toscana, en Italia, a 45 minutos en coche de Florencia a través de la ruta del chianti, en mitad del campo rodeado de olivos, viñedos y plantaciones de lavanda.

En el gozoso retiro de ese paraíso, muy silencioso y a merced de los aires sanos del valle del Arno, Sting pasa largas temporadas con su familia y amigos. En la misma casa, en el palacio más bien, tiene también una oficina con empleados y un estudio de grabación para aislarse del mundanal ruido. Allí, el músico se imbuye, con su ropa cómoda de algodón ecológico y su proverbial pelo rubio casi platino y en punta, en el arte de la música antigua junto a su amigo Edin Karamazov, un laudista bosnio que resulta un auténtico destroyer con la visión alejada y antimarketing que tiene del mundo de la música, al que Karamazov vapulea sin complejos delante de las dos acompañantes de Universal que también son testigos del encuentro. Una de ellas, la inglesa, se muestra implacable con el cronómetro y apenas deja pasar algún segundo de los 40 minutos marcados inicialmente. Curiosamente lo para cuando escucha una pregunta sobre Tony Blair.

¡Riiiiiing! Se acabó.

¡Vaya por Dios! Menos mal que Sting y su laudista punkie han contestado ya a varias cosas en torno a una mesa de madera, protegidos por una sombrilla, en una especie de terraza a la que hemos llegado después de atravesar un ajedrez gigante, casi de tamaño humano, y que da a una enorme piscina con cómodas tumbonas alrededor, donde se pueden apreciar restos del paso de alguno de sus seis hijos, fruto de sus dos matrimonios, el último con Trudie Styler, con la que lleva casado más de veinte años. Acaban de comer debajo de un árbol centenario y esplendoroso. Nos reciben a la hora de la siesta, y Sting se sienta como un gran jefe indio, con las piernas cruzadas y las manos apoyadas en las rodillas.

Con este trabajo de las canciones de John Dowland, ¿siente que ha realizado el ambicioso viaje desde los territorios del estrellato pop hasta los caminos más tortuosos de la música más pura?

Siempre me he sentido un músico, ésa ha sido mi ambición. Y para eso nunca me he puesto techos ni fronteras. Tengo limitaciones, desde luego; no me siento capaz de interpretar a Rachmaninov al piano, no puedo cantar Tosca, pero hay cosas que hago bien. Afino, tengo un sentido rítmico… El caso es que yo elijo mis batallas, y este proyecto es un trabajo de amor, lleno de curiosidad, inspirado por el maestro Karamazov, al que considero el Jimi Hendrix del laúd.

Pero ustedes se conocieron de manera más que curiosa. Fue una auténtica cura de humildad para una estrella del rock. Le invitó a tocar en su fiesta de cumpleaños, y él le contestó que no eran monos de feria, o algo parecido.

Y tenía razón. Fue así totalmente.

En ese momento, Karamazov interviene. "Está olvidado", dice.

La sombra de John Dowland le ha venido persiguiendo hace años. ¿Cómo tuvo noticia de él?

Todavía no recuerdo bien cómo. El actor John Bird y luego Katia Labèque, con años de diferencia, me lo sugirieron. "Deberías cantar a Dowland", me dijeron. Yo me sentía alejadísimo de ese mundo. Pero cuando Dominic Millar me regaló el laúd y conocí a Edin, hablamos de Dowland, y le conté que me había estado persiguiendo durante un tiempo. Así que le sugerí que pasáramos un fin de semana juntos y que probáramos algunas canciones. A partir de esa experiencia me sumergí durante un año en esta música y aprendí a tocar el laúd. Me identifiqué con todo ese mundo; me realicé con ese periodo, su sofisticación, que no es nada primitiva. Dowland era contemporáneo de Shakespeare y John Donne, y su complejidad me resultó toda una revelación.

Incluso aprendió a cantar en dicho estilo en la Schola Cantorum Basiliensis, todo un referente de la música antigua.

Respeto todo lo que se hace y se ha hecho, pero yo no puedo ir por esa senda. Puedo cantar a mi estilo respetando siempre lo que está escrito en el papel, incluso fraseando como yo siento el significado de cada canción; más como lo hacen los cantantes de jazz, que no necesariamente está mal. Interpretando todo en su sitio, sin gritar, la gente lo puede escuchar y juzgar por sí misma. No sabemos realmente cómo la gente cantaba entonces. Sencillamente creo que hemos tenido la oportunidad de hacer algo único, respetuoso y a mi estilo, porque al fin y al cabo suena como algo mío.

Pero esto es toda una provocación. No a la manera pop, artificialmente, como, por ejemplo, ahora Madonna, con toda esa historia de los ortodoxos que se ha montado como una estrategia para penetrar en los países del este europeo; hablo de la provocación puramente artística. Un músico pop cantando a un compositor del siglo XVI, porque sí.

Yo creo que el rock se ha vuelto completamente conservador. Para mí, la música revolucionaria realmente es la de Stravinski. Y es cierto que este nuevo camino en mi carrera no parece lógico, es sencillamente algo instintivo. La razón que me ha llevado a ello es que lo amo y que me produce curiosidad. Para mí es un alivio adentrarme en la música de otros y olvidarme de la mía. ¡Hace un año que no escribo una canción! Lo que espero es que cuando me ponga a componer, algo de toda esta experiencia acabe aflorando. Una sabiduría, una aportación, no sé, no puedo garantizar ni siquiera eso.

¿Siente que ha conquistado algo más trascendente a través de esta música?

Toda la música es espiritual. Para mí, ésta me hace reflexionar interiormente, y eso me conduce a una mayor melancolía, aunque dicha palabra no equivalga a una depresión, que es algo ya que merece tratamiento médico. La melancolía es útil para todos, y la reflexión interior, más, sobre todo para nuestros políticos, que no se apean de su propia verdad. Les vendría bien pensar un poco más de lo que lo hacen.

El disco parece un punto de no retorno en su carrera, como cuando dejó The Police. Entonces alcanzaron una especie de sofisticación que les hizo volver a lo sencillo. Ahora parece que ha ocurrido lo mismo en su carrera en solitario, y de repente se nos presenta usted con un laúd. ¿Por qué?

Puede que sea cierto, que una cosa tenga que ver con la otra. Los cambios bruscos en mi vida siempre han sido ilógicos. ¿Por qué abandoné la banda de rock más famosa del momento? No puedo darle una razón. Quería salir y explorar otras cosas. Quizá sea esto lo mismo, tampoco sé dónde me llevará.

Y usted, Edin, ¿adónde cree que va Sting?

A mí me da exactamente lo mismo. ["Gracias", dice Sting, después de un ataque de risa]. Tampoco ha cambiado mucho. Entre lo de John Dowland y lo suyo no hay gran diferencia: los dos han sido viajeros, famosos, respetados y tocan instrumentos de cuerda; es la misma tradición, la de los escritores de canciones ingleses. ["Él también produjo canciones para el gran público", cuenta Sting].

Era un camino, el de las canciones, que después también transitaron grandes compositores barrocos como Purcell.

¡Purcell! Nunca me lo habían contado. ¿No hacía música para trompetas? [bromea].

Existen canciones antológicas de ese compositor, como 'Oh solitude', que a usted le vendrían como anillo al dedo. [Karamazov apoya la propuesta].

Pues mira, a lo mejor ahí tenemos una pista. Mi instinto me pide volver a hacer un disco de rock and roll. Pero, vamos a ver.

¿Y el público? ¿Su público? ¿Qué ha dicho?

Mi público proviene de sensibilidades muy diferentes. Hasta ahora me han animado, y también me he sentido muy protegido. Por ahora se van confirmando las expectativas. Mire, no hemos hecho trampa. Hemos trabajado con lo que hay sobre el papel.

Pero se sentirá un poco pardillo, principiante.

Siempre me he sentido así. Hoy he construido un muro de piedra, nunca lo había hecho antes. Me ha gustado, puede que deje la música y me dedique a construir muros.

Sus relaciones con el mundo de la música antigua, tan diferente al del pop. Ya sabe, en algunas cosas son como una secta.

Bueno, es todo un mundo. Cuando estuve en la escuela de Basilea comprobé que muchos estaban realmente obsesionados con lo que hacían. Yo traté de adaptarme a sus disciplinas y aportar algo de mi mundo, y creo que hubo un intercambio natural en la forma de ver las cosas entre nosotros.

"Yo no me siento parte de ese grupo", se mete Karamazov. "Para mí no existe la música antigua. Cada vez que interpretas algo, Bach, Dowland o Sting, debe sonar a algo inmediatamente creado, como si lo acabaran de hacer en el mismo instante en que lo tocamos".

¿Dónde queda The Police hoy?

¿Mi grupo?

Sí.

Bueno, hace veinte años que ya no existimos. Conseguimos todo lo que nos habíamos propuesto, y me enorgullezco por eso. Me permite vivir así [hace un gesto señalando el entorno impresionante]. Sigo en contacto con mis compañeros, pero no volvería a dar un paso atrás uniéndonos de nuevo. Me resisto.

Ya, ¿pero dónde cree que ha quedado su grupo en la historia del pop?

No es algo que me quite el sueño. No soy el más indicado para ver eso. Me complace esa parte de mi vida. Si escucho la música que hacíamos en algún sitio, por accidente, creo que no está mal hoy, que lo hacíamos bien, éramos buenos, pero nada más.

Parece que ahora prefiere la vida campestre, pero más como un terrateniente que como un campesino, a juzgar por este pedazo de terreno que vemos.

Estoy feliz aquí, que nadie se ofenda. Me gusta viajar. Tengo dos casas preciosas, una aquí, otra en Inglaterra; el resto lo paso en habitaciones de hotel. He trabajado duro para esto. Me suscribo a la idea platónica de encontrar un lugar y hacerlo más hermoso de lo que es para que alguien pueda heredarlo y continuar la labor. También invierto dinero en la conservación del medio ambiente.

Aunque este pasado verano tuvo sus problemas con grupos ecologistas que se oponían a que usted tocara en un parque natural de la sierra de Gredos. ¿Qué pasó?

El gobierno regional quería que tocáramos en ese parque, los ecologistas se oponían porque iba a ir mucha gente. Movimos el lugar 275 metros, a las puertas del parque, y todo el mundo quedó contento.

Su relación con el laúd está siendo todo un romance. ¿Qué ha encontrado en ese instrumento?

Practico todos los días. Me encanta sentirme un estudiante, me anima. Aunque Edin me azota a veces.

¿Qué tal lo hace Sting, señor Karamazov?

Estupendo. Está haciendo grandes progresos. Pero yo no soy su maestro.

Ah, ¿no?

[Contesta Sting]. Él es una inspiración para mí.

¿Y qué es un maestro, aparte de una inspiración?

Yo creo que enseñar no es algo que ocurra, que prenda. El aprendizaje es lo que finalmente importa más que la enseñanza.

¿Un guitarrista, o un bajista, necesita algunas habilidades especiales para enfrentarse a un laúd?

Al haber tocado guitarra clásica, estaba más o menos entrenado. Pero al enfrentarte a 13 cuerdas encuentras muchas dificultades; la posición de las manos, la afinación…, es todo más amplio, no sólo físicamente, también en los sonidos, los colores.

¿Pero es más una afición o una obsesión?

No es trabajo, es un placer. Eso es lo bueno de mi profesión, disfruto con lo que hago. Preparamos actuaciones en Nueva York, Londres, Berlín… Por ahora. Vamos a ver cómo funciona, y si gusta lo ampliaremos. Pero siempre en lugares pequeños, esta música necesita intimidad.

"Silencio es lo que requiere esta música", tercia Edin Karamazov. "No podemos ir a lugares donde la gente se ponga a beber cerveza".

¿No le tiene miedo Sting al silencio?

Sí. ¿Cómo puedo tocar sin alguien que no me tire las bragas a la cara?

Es toda una experiencia.

El silencio es un concepto interesantísimo para mí. Tengo la teoría de que la música auténtica es el silencio. Lo bueno de Dowland es que creo que entendía lo que era la economía de recursos creativos. Como Miles Davis, también. ["¡Gran músico Miles Davis!", añade Karamazov]. La primera nota de la Quinta sinfonía de Beethoven surge del silencio. Edin y yo hemos hablado de que durante los recitales que hagamos no nos gustaría que las canciones se interrumpieran con aplausos. Queremos buscar un ambiente en el que predomine el silencio hasta el final. No sé cómo conseguir eso sin que resulte pretencioso. Hay mucha gente que acudirá a estos recitales que no ha estado antes en algo parecido, es un reto interesante. Conseguir ese ambiente, esa actitud. Siento mucha curiosidad por el tipo de público al que atraerá esto. No desestimo a mi público habitual, nunca. Lo único es que espero que me acompañen en el viaje, pero algunos no lo entenderán, otros se sorprenderán. Cuando estamos atrapados por la locura y el miedo en el mundo presente, hay algo dentro de esta música muy poderoso, y es el mensaje de la autorreflexión.

Así que con John Dowland le manda usted un mensaje a Tony Blair…

Necesita algo así, y también su amigo George.

"¡Tiempo!", dice la enviada inglesa de la discográfica.

Una más. La industria discográfica, precisamente. ¿Qué cara pusieron cuando les dijo que quería hacer esto en tiempos de crisis?

Se asombraron un poco. Esperaban que hiciera un disco pop, pero al tiempo confían en mi instinto, así que dijeron: "Vale. Lo hacemos en uno de nuestros sellos clásicos".

¿No cree que precisamente para que la industria salga de su crisis necesitan este tipo de retos?

Sí lo pienso, la cosa de otra forma no marcha. Yo también me he sentido en crisis antes de meterme en esto, y me he dicho: ¿adónde voy? Y he elegido volver atrás para poder moverme hacia adelante. ¿Cómo saltas ese muro? No lo sé. Quizá retrocediendo para coger carrerilla.

Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_