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Reportaje:Al rescate de los bosques amazónicos

Voracidad sin límites

Las talas ilegales, la devastación de tierras, las extorsiones, las apropiaciones y la mano de obra esclava no han sido erradicadas

Juan Jesús Aznárez

Un fueraborda en navegación nocturna por el Amazonas capotó hace poco más de un año al chocar contra un tronco a la deriva en un tramo de islas fluviales, y sus ocupantes cayeron al río. Todos ganaron la orilla a nado, pero un temerario braceó de vuelta para rescatar la cartera con su documentación personal. Le salió al paso un cocodrilo. Era de noche y los náufragos a salvo nada pudieron ver. Solamente escucharon un violentísimo fragor de aguas, y después, el silencio, el impresionante silencio selvático. "A la mañana siguiente fue encontrado un cadáver mutilado a dentelladas", recuerda Muriel Saragoussi, de 47 años, ingeniera agrícola, secretaria de Estado para el Amazonas del Gobierno brasileño.

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Marineros de una flotilla de cinco buques en travesía científica, patrocinada por el patriarca ecuménico Bartolomeo y la ONU, con la misión de concienciar sobre la incidencia de la destrucción de la Amazonia en la inestabilidad climática, abroncaron a Muriel porque se zambulló muy cerca del lugar donde, meses antes, había sido devorado el imprudente de la cartera. "No hay peligro. Llevo toda la vida aquí y los motores de los barcos grandes ahuyentan a los cocodrilos. Los verdaderos problemas de la región no son los animales, son otros", subraya Saragoussi: talas salvajes, masiva devastación de tierras, expulsiones, mano de obra esclava, contaminación de las aguas, corrupción oficial y asesinatos.

La alta funcionaria brasileña observa desde cubierta las frondosas márgenes del río más caudaloso del planeta: una vía de agua de 6.785 kilómetros de largo, con más de 3.000 especies de peces, que fecunda ocho millones de kilómetros cuadrados en Brasil, Perú, Colombia, Bolivia, Venezuela, Guyana, Surinam y Ecuador.

La Amazonia contiene la producción de oxígeno y de agua potable más importante del mundo, la tercera parte de los bosques tropicales, la biodiversidad más rica; y una sucesión de delitos contra la naturaleza y las personas, todavía en desarrollo pese a los esfuerzos de la presidencia de Lula da Silva. Siete días de navegación por el Amazonas, intercalados con vuelos y desembarcos en comunidades ribereñas, permiten identificar los problemas a los que se refiere Saragoussi. "La destrucción de sus bosques hace de Brasil el quinto país emisor de carbono. Hay que habilitar créditos para evitar todo esto", alerta en Manaos el economista Hylton Philipson, de Trustee Global Canopy.

La Amazonia brasileña es una superficie de cinco millones de kilómetros cuadrados, el 24% en manos privadas, habitada por 22 millones de personas: el 12% del total nacional: 180 millones de habitantes. Los 220.000 indígenas censados acusan, con especial incidencia, el deterioro de su hábitat y las carreteras de acceso, en lugar de permitirles aprovechar el progreso, les acercan a sus lacras. El control de los abusos es arduo porque las distancias son enormes. En Cujubim, un territorio del tamaño de Israel, viven 290 personas, en 56 familias, separadas unas de otras. Y sólo en el Estado de Amazonas, con tres millones de habitantes, y salarios inferiores a los 80 euros mensuales, caben juntos 11 países europeos, entre ellos Alemania, Francia y el Reino Unido. "Luchamos frontalmente contra la impunidad, la deforestación y la apropiación ilegal de tierras. También se liberó a numerosos trabajadores esclavos. Pero el reto que se nos pide, conservar la naturaleza y abatir la pobreza, no es fácil", subraya Muriel Saragoussi. No sorprende la preocupación de la funcionaria, porque gran parte de los problemas ambientales de la Amazonia derivan de la falta de empleo y educación.

La pobreza facilita la existencia en Brasil de 25.000 a 40.000 trabajadores en régimen de esclavitud, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Este año fueron liberados 2.199, en el 2005, un total de 5.300 y durante la década 1995-2005, otros 17.983. La aberrante práctica continúa porque 42 millones de brasileños, el 22,7% de la población total, son indigentes, analfabetos y susceptibles de engaño. Capataces y matones de grandes hacendados, conocidos como "gatos", recorren los enclaves nacionales de la miseria ofreciendo empleo bien remunerado. Las peonadas son transportadas por los enganchadores hasta la profundidad de la jungla para derribar árboles, recoger carbón vegetal o desbrozar tierras donde cultivar soja o criar ganado. Son alojadas en barracones insalubres, o bajo toldos de plástico, sin dispensario, ni agua corriente, en un entorno tórrido y extenuante.

Las carreteras de la Amazonia son los ríos y alcanzar algunas ciudades, en el caso de requerirse atención médica, puede llevar semanas. Los braceros esclavizados pueden llegar a comer restos de vacas enfermas o beber en envases que contuvieron pesticidas. El día de pago se topan con una deuda insospechada: deben al patrón el viaje, el alojamiento, la alimentación, el machete, los pantalones, la camisa, el sombrero y los guantes de trabajo. Prácticamente no cobran. "El peón percibe que está prisionero, esclavo, rendido y vigilado por pistoleros fuertemente armados", según Zeu Palmeira, doctor en Ciencias Sociales y juez de trabajo.

Brasil es un país donde estancieros bajo investigación como Carlos Medeiros y Cecilio do Rego Almeida reclaman la posesión de extensiones equivalentes al tamaño de Holanda y Bélgica. Los abusos perpetrados por la ambición del hombre son muchos. A vista de pájaro, desde una avioneta que sobrevuela la municipalidad Santarém, en el Estado de Pará, son visibles los miles y miles de hectáreas de bosques laminadas por las motosierras de terratenientes sin escrúpulos, las trochas donde circulan sus camiones con troncos de cedro, jacoba, elondo o ipé y las casuchas de gente paupérrima. "Si tienes las armas, aquí tienes la ley. Y hay gente poderosa con muchos rifles y pistolas. ¿Cuánta gente tendrá que morir para que cambie todo esto?", subraya el activista brasileño Marcelo Marqués. Hasta ahora han perdido la vida más de 1.000 personas comprometidas contra las mafias o en defensa de sus tierras, como la monja estadounidense Dorothy Stang, asesinada en febrero de 2005 en una emota región del estado de Pará.

"A la gente que siempre vivió en la selva le es difícil entender el porqué de tanta degradación y codicia", dice Benke, jefe indígena ashaninka, en un seminario sobre la modernidad y su relación con los pueblos originarios de Brasil. La explicación es simple: los beneficios arrebatados a la naturaleza son rápidos y multimillonarios. Un ejemplo: las exportaciones madereras hacia Estados Unidos, la Unión Europea (UE), incluida España, multiplicaron su valor hasta sumar, el pasado año, más de 8.000 millones de euros. "El 80% de los embarques fueron cortados ilegalmente, pero a los países y empresarios que los compran no les preocupa comprobar la autenticidad de documentación que se presenta como buena", agrega Marqués.

El 14% de la Amazonia brasileña, una superficie mayor que toda Francia, ha sido deforestado en los últimos 30 años. Y aunque el plan del Gobierno de Lula redujo el ritmo de pérdidas al nivel de hace 10 años, según fuentes oficiales, durante su Administración han desaparecido cerca de 70.000 kilómetros cuadrados: el equivalente a ocho campos de fútbol por minuto, según organizaciones no gubernamentales. Lo lamenta Marina Silva, de 48 años, ministra de Medio Ambiente, que fue compañera de lucha del activista ambiental Chico Mendes, asesinado en el año 1988. Nieta de negros y de portugueses, reconoce que "aunque estamos trabajando mucho, hay lugares en los que no podemos hacer nada. De todas formas, se tala menos, hemos metido gente en la cárcel y hemos cerrado empresas que cometían delitos". El pasado año fueron encarceladas 300 personas, incluidos funcionarios corruptos, se cerraron 1.500 negocios y quedaron confiscados 600.000 metros cúbicos de madera.

Para luchar contra el delito medioambiental nació, en el año 2004, el Plan para Prevenir y Controlar la Deforestación del Amazonas, que la redujo en un 31% entre los años 2004 y 2005, según destaca la ministra. El Instituto de Investigación Especial (INPE) calcula que 18.900 kilómetros cuadrados fueron talados en ese bienio, contra los 27.364 kilómetros cuadrados entre los años 2003 y 2004, una extensión como Bélgica. La destrucción más grande fue cometida en el año 1995: más de 29.000 kilómetros cuadrados pelados de punta a punta. Tres cuartas partes de las talas fueron ilegales. Frecuentemente se efectúan en tierras federales o robadas. "En el Estado de Mato Grosso se han detectado 60.000 propiedades ilegales, cuyos apropiadores no podrán tener acceso a créditos oficiales", señala el obispo brasileño Mauro Morelli, con 20 años de activismo en defensas del medio ambiente y los derechos humanos. Pero la fuerza disuasoria de la prohibición crediticia es nula comparada con el botín maderero y agrícola en juego, con fecha de caducidad si la destrucción prosigue a este ritmo.

Pierde Brasil y pierde la humanidad, porque el aire que respira se purifica principalmente en la Amazonia, a través de plantas y bosques que caen como fichas de dominó cada minuto, cada segundo. "Y no estamos tomando ninguna medicación, ninguna contramedida, contra lo que se nos viene encima", afirma Philip M. Fearnside, profesor del Instituto de Investigación del Amazonas.

El turbulento Estado de Pará se erigió en símbolo de la violencia y el delito. Registra una tercera parte de la deforestación brasileña: un área mayor que la superficie de Austria, Holanda, Portugal y Suiza. Durante cuatro decenios sus aserraderos trabajaron impunemente, las pistolas dirimieron los conflictos, y el patrimonio amazónico se desplomó, escoltado por la cultura de la impunidad y la ausencia del Estado de derecho. Bertha Becker, miembro de la Academia de Ciencias de Brasil, resume la compleja situación de una geografía donde los delitos, contra el hombre y la naturaleza, guardan relación: "La sociedad amazónica quiere la presencia del Estado, quiere educación, carreteras, empleo, salarios dignos. En suma: salir de la exclusión, el problema más importante de Brasil".

"Esos puntos son vehículos"

Muy cerca del teatro de la Ópera de Manaos, levantado en plena selva con mármoles de Carrara y lámparas de Sévres, el militarizado Sistema de Protección del Amazonas (SPA) procesa los movimientos sospechosos comunicados por los radares y satélites geoestacionarios encargados de vigilar la Amazonia. Un equipo escruta los datos y fotografías aparecidos en las pantallas de sus ordenadores. "Esos puntos negros son vehículos", explica Luciano Laybauer, director operativo del centro, al grupo de científicos y académicos que visita las instalaciones. "Las patrullas que vigilan una zona tan inmensa para castigar a los delincuentes reciben nuestros datos en tiempo real a través de las 300 maletas portátiles que llevan en camiones, helicópteros, aviones o barcos. Y no importa que haya nubes. Hay satélites que las traspasan".

Sobran los satélites para comprobar que la deforestación no sólo persigue la venta de la madera y el acondicionamiento de pastos para el ganado y la producción cárnica. Desde hace dos años, comenzó a documentarse una devastadora industria en las zonas taladas: el monocultivo de soja para fabricar harinas, aceites o pienso. Tres gigantes estadounidenses dedicados a la producción agrícola, Archer Daniela Midland (ADM), Bunge y Cargill, sentaron sus reales en la Amazonia y edificaron una infraestructura que les permite operar a pleno rendimiento y controlar el 60% de las exportaciones de ese cereal procedente de Brasil. Durante el periodo 2004-05 se deforestaron 1,2 millones de selva para su sembrado. Europa importa casi 18 millones de toneladas. Bajo presión, las tres corporaciones anunciaron en octubre una moratoria de dos años en las talas que venían promoviendo para ampliar el cultivo de la semilla.

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