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SIMON SCARROW

Una de romanos

El soldado Cato y el centurión Macro viven sangrientas batallas contra los bárbaros en el siglo I. Y logran enorme éxito como protagonistas de apasionantes novelas de nuestro siglo -Edhasa acaba de publicar en España 'La profecía del águila'-. El responsable: este fornido escritor británico

Jacinto Antón
El escritor británico presenta a sus 44 años un aspecto sano y juvenil, alto y duro.
El escritor británico presenta a sus 44 años un aspecto sano y juvenil, alto y duro.JORDÍ ADRIDÁ

La llegada de un joven recluta a una fortaleza de la segunda legión, la poderosa Legión Augusta, en la frontera del Rin, en el umbral de los hostiles bosques germanos, es el punto de arranque de una de las más emocionantes creaciones de la literatura de aventuras de los últimos tiempos. Ese recluta, Quinto Licinio Cato, y su superior y luego amigo, el curtido centurión Lucio Cornelio Macro, soldados romanos de la época del emperador Claudio (siglo I de nuestra era), viven peripecias asombrosas y afrontan tremendos peligros sirviendo bajo las águilas en diferentes campañas militares. Sus aventuras, plenas de salvajismo y violencia, pero también de valor y amistad, las cuenta el británico Simon Scarrow (Lagos, Nigeria, 1962), el último gran valor anglosajón de la narrativa histórica, en una serie de novelas de las que ya se han publicado seis en España (editorial Edhasa) con gran éxito. Scarrow describe como si las hubiera presenciado las batallas entre legionarios y bárbaros, y hace que el lector experimente la vida en el ejército romano con toda su dureza. Sanguinarias batallas en las que se resbala con las tripas del vecino, emboscadas, motines, la invasión de Britania, la instrucción bajo un centurión adecuadamente llamado Bestia… El escritor es capaz de conjurar grandes escenas, pero también de evocar detalles como el rechinar de una silla de hierro sobre un suelo de mosaico. No es extraño el éxito de sus novelas si se piensa además que las legiones romanas han resucitado en nuestros días y marchan de nuevo por toda Europa merced a la proliferación de grupos de reconstrucción histórica, gente que se dedica a recrear la indumentaria, el armamento y los usos de los soldados del pasado, como la activa asociación inglesa Ermin Street Guard, que incluye caballería, o la catalana Legio Gemina de Tarragona.

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La cita con Scarrow es un lugar muy pertinente: en la sección dedicada a la ocupación romana de Britania del Museo de Londres. El museo es un edificio feo y moderno rodeado de una arquitectura inhóspita. Sin embargo, guarda tesoros como la lápida de Celsus, un policía militar (speculator) de, precisamente, la Legión Augusta, o el cráneo de un legionario decapitado durante la revuelta de Buodica. Y se alza junto a los restos de la antigua muralla romana, parte de los cuales pueden observarse desde el interior del centro. El día es asquerosamente lluvioso, así que uno llega a la entrevista tan empapado como si los druidas lo hubieran arrojado al Támesis para sacrificarlo a sus ásperos dioses.

Scarrow, un individuo de aspecto insultantemente sano y juvenil, fornido, alto y duro -aunque luce unas incongruentes gafas de cristales gruesos-, observa a su interlocutor con inicial aprensión.

Perdone que le diga, así de entrada, que tiene usted aspecto de manejar con destreza el 'pilum', la lanza arrojadiza de los legionarios.

Lo he probado, con un grupo de reenactment, de recreación histórica. Era un arma impresionante, muy efectiva.

Que se doblaba al impactar para que no pudiera arrojártelo a su vez el enemigo.

No; verá, esa es una teoría antigua, de escuela; la realidad, al probar pila diseñados como los de los romanos, nos ha demostrado que estaban construidos así para penetrar una línea de escudos, atravesarlos y herir a los que se protegían detrás.

No hay nada como la práctica. Recuerdo a un profesor de historia griega que hacía correr desnudos a sus alumnos varones para demostrar que los atletas helénicos utilizaban algún tipo de suspensorio. El dolor de testículos hacía inolvidable la lección.

Toda la experiencia con la gente de los reenactment me ha sido fundamental para escribir con realismo. Aprendes que si una sandalia militar romana, una calligae, se raja tienes que quitártela, porque si no produce cortes en la piel. Detalles así te hacen escribir con pertinencia.

Pues no quiero imaginar cómo se documentó para la terrible escena de una de sus novelas en la que los britanos destripan a un grupo de legionarios, no sin antes castrarlos. ¿Qué cree que sorprendería más a una persona de hoy si se la dejara caer en medio de una batalla de la antigüedad?

El choque, la escala de la carnicería. Las batallas modernas son dispersas. En las antiguas, los combatientes luchaban cuerpo a cuerpo; esa proximidad, el ensañamiento, la desesperación… Incluso Waterloo, con 45.000 muertos en sólo seis kilómetros cuadrados, no fue tan impresionante como debió de ser Cannae, donde murieron 60.000 romanos, la mayoría por arma blanca, en un espacio mínimo.

Se están haciendo cosas interesantes en la excavación de los lugares relacionados con la actividad militar romana.

Sí; por ejemplo, en Rochester, donde hay un importante fuerte romano (Bremenium), y donde, precisamente, está atestiguada la presencia de una cohorte de hispanos.

Pensaba en el extraño cementerio romano excavado en York: 56 esqueletos de tipos corpulentos, posiblemente legionarios, y la mitad decapitados. Parece algo de sus novelas. Nadie sabe que les pasó a esos hombres.

En realidad, es magnífico para un novelista que no sepamos qué sucedió exactamente en el pasado; permite inventar libremente. No obstante, ir a los sitios, recorrer los antiguos escenarios históricos es muy útil; te da el sentimiento. Para mi nueva novela he estado en Jordania, con la familia, visitando las ruinas de un campamento romano.

En su quinta novela de la serie, 'El águila abandona Britania', hay una escena terrorífica en la que legionarios romanos exterminan a los habitantes de un poblado britano de una manera que recuerda la matanza de My Lai. ¿Pensaba en las guerras modernas, en Irak?

Es difícil no sentirse impactado por lo que ocurre en Irak, incluso cuando la propaganda del Gobierno sigue insistiendo en que hacemos una guerra preventiva, justa, cuando en verdad es una guerra senatorial. La guerra es horror y masacres de población, aunque el ejército de EE UU se ha empeñado desde Vietnam en la absurda teoría del blanco seguro.

¿En qué se basaba el poder de las legiones? ¿Tecnología?

No hay una razón única. Pero la primera es que eran el mayor ejército profesional de la época. El Decus Belli, el verdadero Símbolo de la Guerra encarnado. Se nos olvida muy a menudo que los legionarios eran profesionales, a diferencia de sus enemigos. Los persas, por ejemplo, se reunían en gran número, pero sólo para una campaña, y luego se desmovilizaban. Los combatientes celtas eran algo más estables, pero su ética de la guerra los hacía buscar el cuerpo a cuerpo individualmente para realizar proezas heroicas conforme a su ideal. Los legionarios romanos luchaban en orden cerrado y con enorme disciplina, y eso marcaba la diferencia. La organización era además muy efectiva. El romano era un ejército muy grande, pero estructurado en unidades muy pequeñas, de menos de cien hombres.

Se les venció a veces: Aníbal; Arminio, en la selva de Teoteburgo…

Fueron excepciones. Normalmente los enemigos de los romanos parecían empeñados en presentar batalla de la mejor manera posible para el rival: grandes batallas en espacios abiertos y sin más estrategia que el ataque en masa. La forma correcta de vencer a los romanos no era plantarles cara, sino hostigar sus líneas de aprovisionamiento y someterlos a una costosa y enervante guerra de guerrillas. Así se hizo algunas veces en Britania y dio buen resultado.

En última instancia, en las batallas de la antigüedad lo que contaba era el físico: si tienes que abalanzarte sobre un tipo y matarlo a base de golpes y tajos con un arma blanca, tienes que estar en forma.

Bueno, de nuevo la profesionalidad ayuda mucho. El modo de acercarse en la batalla es muy importante. El legionario tenía mucha sangre fría, no acometía ciegamente jamás. El uso del escudo, que era de muy buen diseño y calidad, estaba perfectamente regulado. El equipamiento en general era excelente. Iban bien protegidos. Estamos acostumbrados a su imagen, pero un legionario romano era algo impresionante: casco, coraza, gran escudo. Llevaba una panoplia de armas variada y testada durante siglos. En el hombre contra hombre sucedía a menudo que el enemigo era físicamente superior, lo dice el propio Tácito comparando a los legionarios individualmente con los germanos, pero en la batalla cuentan mucho más otros factores. La instrucción, la capacidad de pelear en equipo, la calidad del armamento.

Gente correosa los legionarios…

Esa imagen homogénea y pulida de las legiones a que estamos acostumbrados es una visión de Hollywood que yo odio. La coraza musculada, por ejemplo, que se ve tanto en las películas, es un adorno muy tardío, debía de ser poco menos que una extravagancia. La única pieza básica igual que llevaban los legionarios era el escudo, el scutum, básico para la manera romana de hacer la guerra. Los escudos debían encajar para hacer la testudo, la tortuga. Algunas unidades llevaban la loriga segmentada, más fácil de manufacturar que la cota de mallas. En cuanto al resto del equipo, irían de forma más o menos semejante, pero con un alto grado de customización. Estamos hablando de profesionales que servían largos años bajo las águilas, capaces de marchar 30 kilómetros en un día con la implementa completa de campaña y los pertrechos. Irían adaptando el equipo a sus necesidades hasta un nivel de efectividad brutal. Parte del éxito de los romanos es que eran muy pragmáticos, no se dejaban sujetar por las tradiciones.

La espada no cambió.

No, el gladius era corto, lo tomaron de los hispanos. Cuando reconocían que algo funcionaba lo incorporaban a su equipo sin problemas.

En muchas cosas el ejército romano recuerda al británico de otras épocas. Lo que escribió Onasandro sobre las legiones de Quintus Veranius Nepos (motivación, etcétera) podría aplicarse a las tropas de Slim o Montgomery.

Efectivamente, muchos de mis lectores, algunos ex soldados, me lo han señalado. Había un código de unidad, honor y orgullo muy similar detrás. Eran ejércitos en el extranjero, que luchaban en primer lugar por los compañeros, con fuertes vínculos de camaradería; en segundo lugar, por su bandera -sus águilas-, y en tercero, por la misión divina de expandir su patria y el modelo de sociedad de ésta.

¿Qué les animaba? Usted describe muy bien el tipo de horror cruel y sangriento que era cada lucha: cabezas que se abren como una sandía, chorros de sangre brotando de cuellos lacerados… Por no hablar del tétanos y la gangrena que aguardaban indefectiblemente a la mayoría de los heridos.

Hace poco hablaba con un oficial estadounidense y estaba deseando ir a Irak, aunque sabía el pozo de mierda que es aquello. Es un espanto, pero los militares profesionales saben que esa es su razón de ser. Los legionarios romanos conocían perfectamente la atmósfera del combate. Además, eran producto de una férrea ideología, y todas las ceremonias y tradiciones del ejército iban encaminadas a reforzarla.

Ayudaría mucho el riesgo a que los diezmaran si la legión no funcionaba, una brutal penalización que, por cierto, aparece en 'El águila abandona Britania'…

Ese castigo existía, efectivamente. Marco Antonio, por ejemplo, diezmó dos cohortes que se arrugaron durante la invasión de Partia en el 36 antes de Cristo. Lo explica Frontinus en su Estratagemas.

¿Qué le llevó a escribir novelas de romanos?

Desde que era pequeño me atraían. En la escuela, el Kent College de Canterbury, tuve dos profesores de latín extraordinarios. Soy negado para el latín, como para todos los idiomas en general, pero me encantaba la cultura romana. Y desde siempre quise ser novelista; leía a Bernard Cornwell, Patrick O'Brian, Lindsey Davis, y eso era lo que deseaba hacer. En especial, escribir algo parecido a las novelas de Cornwell, pero ambientado en el mundo de Roma.

¿Por qué escogió la aproximación militar, y no, en cambio, no sé, el mundo de las vestales?

Siempre me ha fascinado el mundo militar. Incluso estuve a punto de alistarme en el ejército. No me refiero a las batallas, sino a ese mundo particular, cerrado, con su disciplina. Me interesaba especialmente la figura de los suboficiales, y su lenguaje propio. No me alisté finalmente porque, por supuesto, no quería ir a luchar a ningún sitio. Pero la fascinación por lo militar, por sus códigos, ha persistido, aunque me produce horror la guerra y estoy en contra de ella.

¿No cree que eso que dice es bastante contradictorio?

No. La atracción por lo militar y el espanto a la vez por la guerra es algo que sienten bastantes personas. Mire, yo viví en África de niño, por el trabajo de mi padre, y observé la guerra de cerca. El chico que ayudaba en la cocina en casa, un día cogió un machete y se fue a matar gente. La guerra saca el monstruo que llevamos dentro. Soy plenamente consciente de eso. Pero a la vez me interesan los soldados, tengo buenos amigos entre ellos. Me parece que una parte de los que se alistan son gente muy idealista, aunque, por supuesto, también hay tipos sórdidos, que a través de lo militar muestran su lado bestial. Me parece también muy interesante todo ese mundo de brillantes uniformes y desfiles cuando el propósito, en última instancia, es herir y matar a otra gente, a veces de la forma más cruel.

Sus novelas consiguen transportar al lector a la antigüedad, lo cual, en el caso de las batallas, es considerablemente acongojante.

Tengo la sensación de ver a través del papel. Cuando me dejo llevar por la historia me siento arrebatado: percibo olores, sonidos, veo imágenes. No digo que sea un médium de la antigüedad, pero ésta fluye de una manera natural ante mis ojos. Me es muy útil, por supuesto; como le he dicho, toda la experiencia con la gente de los reenactments: ver cómo se monta y dispara una ballesta ayuda mucho a describirlo en los libros.

Uno de los secretos de lo bien que funcionan sus novelas es no sólo la calidad de los secundarios -el emperador Claudio, el general (y futuro emperador) Vespasiano, el intrigante Narciso, el malvado (y también futuro, aunque breve, emperador) Vitelio-, sino especialmente la química entre los protagonistas: el joven, culto y nervudo Cato, demediado entre su honestidad natural y su condición de soldado, y el veterano centurión Marco, primitivo pero decente a su manera. Un tipo que cuando le preguntan qué tal es servir en las legiones en Britania, donde se ha enfrentado a la salvaje revuelta de Caractaco, responde lacónicamente: "Frío". La verdad es que usted podría ser muy bien Cato.

Es cierto que es un poco como yo. A Macro lo imagino, en cambio, con los rasgos de Bob Hoskins.

Ha necesitado cinco libros para que sus personajes llegaran a Roma. No es hasta el sexto título, 'La profecía del águila' (recién aparecido en Edhasa), cuando Cato y Macro ponen los pies en la urbe. ¿Le daba miedo Roma?

Muchos escritores la han descrito. No haré estar a Cato y Macro mucho tiempo allí. No me interesa mezclarlos en el mundo de intriga de la capital.

Otra novedad es que no sólo cambia de escenario -hasta ahora, Britania; en el nuevo título, Italia y las costas de Illyricum, en el Adriático-, sino de medio: de combates en tierra a la lucha en el mar, contra los exasperantes piratas ilirios, que se han hecho con una de las reliquias más preciadas de Roma.

Ha sido muy interesante adentrarse en la guerra naval antigua; la organización de la flota romana, la forma de maniobrar de los trirremes, el uso de las catapultas o del corvus, la plancha de abordaje. Ha sido un reto porque es un marco mucho menos conocido.

Le queda a usted una marina romana muy nelsoniana: los marinos contestan "aye, sir" a los oficiales, y el cirujano de a bordo se refiere a la lista de bajas como "la cuenta del carnicero".

Es cierto, son guiños. Pero la descripción de las naves y de la navegación es fruto de mucho trabajo documental.

En la novela nos reencontramos con el 'portisculus', el tipo que marcaba con un tambor el ritmo de los remeros, personaje inmortalizado en 'Ben-Hur'.

Se le denominaba más comúnmente pausarius, porque los remeros bogaban o dejaban de hacerlo de acuerdo con sus órdenes. Y por cierto, los remeros romanos no eran todos esclavos, como muestra Hollywood, sino una mezcla en la que había hombres libres a los que se pagaba un salario.

No hay muchas mujeres en sus novelas, lo que parece lógico dado que están centradas en el mundo masculino del ejército. Pero hay alguna importante, como la madre de Macro, Portia, en 'La profecía del águila'.

Me ha sorprendido saber que hay muchas lectoras de la serie. En Gran Bretaña y Estados Unidos son casi la mitad de mis lectores. En el nuevo libro, el séptimo, que está centrado en la rebelión de Judea, aparecerá otro carácter femenino fuerte. No tengo nada en contra de las mujeres; de hecho, me he casado con una.

A causa de 'La profecía del águila' ha tenido una sonada bronca con la querida Lindsey Davis, a la que no le gustó que hiciera aparecer al padre de su héroe, el detective romano Marco Didio Falco, como un borracho que pega a su mujer y a sus hijos, y al propio Marco como un mocoso que "mete la nariz donde no le llaman".

Recibí varias cartas de lectores que me decían que por qué, dado que me movía en una época sólo un poco anterior, no introducía una mención al detective romano de Davis, y yo, que soy un fan de Falco, lo hice como un homenaje. No podía imaginar que Lindsey Davis reaccionaría así: se puso furiosa. Tuvimos que retirar las dos páginas en que aparecía la referencia. (En la edición española se han cambiado los nombres).

Su última novela, 'The eagle in the sand', transcurre en la provincia de Siria, vaya cambio de escenario…

Cato y Macro son destinados allí, en lo que más o menos es hoy Jordania, para poner orden en unas tropas indisciplinadas, pero se encuentran con una revuelta. Viajé a la zona para documentarme, con toda mi familia, y tuve la excepcional oportunidad de visitar un campamento romano que acababan de excavar. Una experiencia romana de primer orden.

Sus héroes viven en un peligro constante. Probablemente era así la vida en las legiones, pero que acaben siempre salvando la piel, incluso en situaciones tan límite, ¿no atenta contra la verosimilitud?

Es cierto, esa es una de mis principales preocupaciones. Cuando deje de ser creíble su supervivencia, acabaré la serie. De todas formas, hay que recordar que Cato y Macro son guerreros, lo normal es que afronten crisis habitualmente. Y yo espero no haber dado soluciones inverosímiles para salvarlos.

Los soldados aparecen como peones sacrificables por un mando duro, despiadado, ambicioso o corrupto, o todo a la vez.

Eso era así, y así sigue siendo.

¿Puede sobrevivir psicológicamente Cato, un joven culto y sensible, tras matar a tantos hombres con sus propias manos?

No lo sé. Eso depende del individuo. Conozco personas reales que llevan una vida familiar perfecta y han hecho pedacitos a gente. Con Cato, realmente no lo sé; no sé qué precio va a pagar por vivir envuelto en luchas y masacres. Un vecino mío fue soldado en la II Guerra Mundial, estuvo en Dunkerke, El Alamein, en decenas de combates terribles. Una noche, en Montecassino, salió de patrulla y fue el único del pelotón que regresó. Tardó años en hablarme de lo que había ocurrido. Creo que Cato tiene una inteligencia moral, y ésa es una de sus ventajas en la batalla. Pero algún día tendrá problemas con su oficio. Lo de Macro, un tipo más simple, es más fácil.

Sus dos personajes hacen gala de un valor sorprendente, de un valor nada habitual, vamos. Son lo que se dice dos héroes de tomo y lomo.

De hecho, eso pasa en la vida real. Se puede explicar la existencia del valor, del heroísmo en la guerra, de dos maneras: unos dirán que es por fidelidad y lealtad entre compañeros; otros, porque los soldados actúan como un rebaño. El sentimiento de grupo juega en todo caso un papel muy importante para no salir corriendo. En el valor en batalla hay una extraña mezcla de miedo y disciplina. Sea como fuere, los soldados no se interrogan sobre el particular. Es su oficio.

¿De dónde cree que procede toda la fascinación por el mundo romano que vivimos ahora mismo? Ahí están los grupos de 'reenactments', que se popularizan por toda Europa; las películas de éxito como 'Gladiator', las series televisivas como 'Roma', las novelas como las suyas…

Hay algo bizarro, lejano, extraño, en el mundo romano; algo que fingimos que no entendemos y que nos sorprende, y nos atrae. La mezcla de lujo y violencia, crueldad incluso. En el fondo se trata de que nos reconocemos nosotros mismos: los romanos somos nosotros, pero con límites morales más laxos.

Simon Scarrow da muestras de nerviosismo. Pero no es porque se avecine un ataque celta, sino porque se le hace tarde para el tren de regreso a casa. Así que uno se queda con las ganas de comentar algunas cosas que han quedado en el tintero, como el uso del pesado escudo romano que se utilizaba para ultimar con su afilado borde a los enemigos caídos.

El escritor se ha ido, pero sus palabras quedan flotando entre los vestigios de antigüedad que se exponen en el museo, inyectándoles nueva vida. La sombra de un aquilifero, el soldado que cargaba el águila símbolo de cada legión, se alarga en la penumbra de las salas mientras el museo se dispone a cerrar. En el silencio resuenan los gritos de las remotas batallas de Roma y el recuerdo de Lucius Petrosidius, el portaestandarte de César que pereció por salvar su emblema en la lucha contra los eburones de Ambiorix en el año 54 antes de Cristo.

Viejas y salvajes aventuras escritas con sangre y hierro en las asombradas páginas de la historia.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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