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La isla de oro del modernismo

El retorno de la discordia

Historia y desventura de tres casas que reflejan el cénit del mejor modernismo barcelonés

La 'Manzana de la Discordia,' en el paseo de Gràcia.
La 'Manzana de la Discordia,' en el paseo de Gràcia.JOAN SÁNCHEZ

La polémica desatada por SOS Monuments y la Reial Acadèmia de Belles Arts de Sant Jordi a raíz de la discutible rehabilitación del sobreconstruido inmueble del paseo de Gràcia número 45, propiedad de Hines y Barklays Banc -que no ha mejorado la imagen agresiva con relación a la vecina Casa Batlló- vuelve a poner en el candelero la célebre Manzana de la Discordia.

Hace 100 años la arquitectura gustaba mucho en Barcelona, incluso se hacían postales de las construcciones recientes -de la capital y del resto de Cataluña-, como un souvenir interesante, y se tenía plena conciencia de que todo aquello que se estaba construyendo tenía valor, eran los monumentos de una nueva era. Y justo en 1906, la acera del paseo de Gràcia, subiendo a mano izquierda, entre Consell de Cent y Aragó, se había convertido en el principal punto de mira de los ciudadanos, pues varios de los mejores arquitectos del momento estaban levantado allá obras emblemáticas, todas diferentes y compitiendo entre sí. Por eso el lugar se denominó popularmente, y de forma cariñosa, la "manzana de la discordia" en referencia al origen de la Guerra de Troya (Paris debía ofrecer una manzana a la diosa más hermosa, lo que provocó las iras de las perdedoras). La polémica que levantaba no tenía ningún rastro de agresividad, sino de atenta expectación, y el resultado final sería tan espectacular como respetuoso con el entorno por más diverso y disparatado que fuera.

El acoso de la Casa Carbó a su vecina la Casa Batlló comenzó en la década de 1940
Los bajos de la Casa Lleó Morera fueron aniquilados de forma bárbara
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Una manzana jugosa

El primer culpable sería Josep Puig i Cadafalch, cuando, entre 1898 y 1900, decidió convertir una de las discretas construcciones, de 1875, de aires medio neoclásicos típicos de la época de Cerdà, obra de Antoni Robert Morera, en un vistoso palacete neogótico muy sui géneris que alteraba de forma absolutamente radical la rigurosa y ordenada monotonía cerdaniana que Puig odiaba a muerte. Nacía así la Casa Amatller del célebre chocolatero, cuya hija fundaría el Institut Amatller d'Art Hispànic, que aún se ubica en este hermoso y policromado inmueble. Como casi todos los bloques del Eixample, el edificio consistía en plantas nobles para los propietarios, viviendas de alquiler en los pisos superiores y local comercial en los bajos, que en este caso ocupó la Mutual Franco Española, y, en la década de 1940, la joyería Bagués, que practicó una reforma muy escrupulosa, guiada por Josep M. Gudiol, en la que simplemente se convertían dos ventanas geminadas en una integrada y nítida puerta de acseso.

En 1904, era Antoni Gaudí quien transfiguraba, aún más radicalmente, la vecina Casa Lluís Sala, de Emili Sala Cortés, también de 1875, para convertirla en la maravillosa Casa Batlló, terminada en 1906 y destinada a unos conocidísimos fabricantes textiles. A pesar de que la arquitectura de Gaudí era absolutamente opuesta a la de Puig, el arquitecto reusense valoró la originalidad de su vecino y estableció un diálogo fascinante entre ambos edificios. Creó una síntesis entre la policromía cerámica del piso superior y los finos esgrafiados de la finca Amatller convirtiéndolos en una espléndida superficie vidriada y ondulante, claro precedente la pintura abstracta. También en el estrambótico coronamiento de la Casa Batlló, Gaudí tuvo muy en cuenta el de la de Puig y como su edificio tenía una planta más de altura, reculó amablemente la parte de fachada que sobresalía de su vecina creando un delicioso balcón, coronado por un hermoso pináculo oriental, como una elegante ironía al mundo gótico y nacionalista puigicadafalchiano. Pero Gaudí también supo respetar la construcción impersonal del otro lado de su delirante fachada y dejó que el cuerpo de su estrafalario dragón o dinosaurio de la cubierta reposara suavemente en la anodina balaustrada clasicista que coronaba la Casa Enric Carbó, también de Emili Sala, construida en 1879. Este dialogo, inteligente y ejemplar, se mantuvo hasta terminada la Guerra Civil.

En 1941, Eusebi Bona, representante del noucentisme monumentalista que había hecho las delicias de la Dictadura de Primo de Rivera y hacía ahora las del franquismo, añadía dos plantas a la Casa Carbó, iniciando así el acoso a la magna obra gaudiniana. Era sólo el principio, pues durante la década de 1960, el gran Porcioles se erigía en aras del progreso en el maestro destrozador de la Barcelona modernista con la ayuda de constructores y de arquitectos mercenarios. Fue entonces cuando Enric Soteras Mauri, antiguo benjamín del Gatpac, añadió un par de sobreáticos a la Casa Carbó, eso sí, algo reculados tal como siguen impunemente en la actualidad. De hecho, la actual polémica se centra de nuevo en esta casa, en manos ahora de la constructora estadounidense Hines que la ha reformado para situar allí apartamentos de lujo.

La Casa Batlló, también en la posguerra, albergó en sus bajos la galería Syra que reformó con discreción y sabiduría Alexandre Cirici i Pellicer, principal vindicador del modernismo. La planta noble fue años sede de Iberia y, si bien se conservaron intactas sus paredes, se desmanteló la estupenda decoración y se trasladó buena parte del mobiliario a la Casa Museu Gaudí, en el parque Güell. Aparte de la Casa Torruella, construida en 1887 por Jaume Brossa Mascaró y convertida en Casa Delfina Bonet en 1915 por Marcel·lià Coquillat, y de la Casa Ramón Comas de 1868, obra de Pau Martorell, que reformó Enric Sagnier en 1906 para convertirse en Casa Mulleras -ambas bastante aburridas y muy del gusto de laburguesía más conservadora-, la otra gran obra de la manzana de oro sería la Casa Lleó Morera, de Domènech i Montaner, construida casi al mismo tiempo que la Batlló y, como ésta y la Amatller, pasaría a ser uno de los edificios más bellos y emblemáticos de su autor. Morera era un médico de fina sensibilidad que dejó campar a sus anchas a Domènech, igual que los Amatller y los Batlló con sus arquitectos respectivos. Esta casa, tal como recuerda Valentí Pons, autor del Inventario General del Modernismo (Ediciones del Serbal, Barcelona 2006) también era una reforma, en este caso de un edificio de Joaquim Sitjas construido en 1864. El exterior fue ricamente ornamentado con bellas esculturas femeninas de Eusebi Arnau y los interiores fueron decorados por el exquisito Gaspar Homar, habitual colaborador de Domènech. En el coronamiento de la esquina se colocó un delicioso y epicúreo templete que dialogaba a lo lejos con el minarete gaudiniano de la Casa Batlló. Finalmente, quien se llevó la mítica manzana de oro fue la Casa Lleó Morera, que fue premiada por el Ayuntamiento barcelonés como el mejor edificio del año.

El inmueble fue cambiando de propietario, pero, por suerte, gran parte de las paredes interiores se han conservado. El mobiliario, sin embargo, ya no está en su emplazamiento original, pero una buena representación ahora figura en la colección permanente del MNAC. Pero, por desgracia, la magnífica planta baja de la Lleó Morera sufriría un malvado e inacabable tormento. En su origen, fue sede del conocido fotógrafo Audouard, y la fachada del establecimiento fue concebida ya desde un principio por el propio Domènech, con elaboradísimas aberturas, siendo uno de los bajos comerciales más bellos de todo el modernismo. Audouard, por su parte, encargó toda la decoración interior al otro gran interiorista de la época, Joan Busquets, quien no desmereció en absoluto la extraordinaria obra que Homar hacía en las plantas superiores. La Casa Morera sobrevivió en perfecta salud hasta la Guerra Civil; entonces sufrió algunos daños y perdió el templete, pero además muy pronto se ceñiría sobre ella una rara y fatal venganza. La madrileña firma Loewe decidió instalar en ella su flamante sede barcelonesa y aniquilar la obra de Domènech. Para ello contrató a un magnífico arquitecto, Antoni Duran Reynals, perteneciente como Soteras al heroico Gatpac, pero con un pasado y un presente posnoucentista y, por tanto, enemigo acérrimo del fenómeno paranormal, y demoníaco del modernismo. Entre Loewe y Duran Reynals se pusieron las botas en destrozar bárbaramente las esculturas de Arnau, como hiciera Hernan Cortés con los ídolos de Moctezuma.

En 1988, Loewe quiso limpiarse un poco la cara y contrató a Óscar Tusquets para reformar la reforma de Duran Reynals y construir algo nuevo que se aproximara más a lo que había destrozado, a la vez que se restituía el templete de la cubierta. Pero en lo que refiere a la planta baja, sólo se logró crear un pastiche posmoderno más.

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