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Tribuna:El nuevo Estatuto de Autonomía
Tribuna
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¿Es autonomista el nuevo Estatuto de Autonomía?

Desde hace más de dos años asistimos a un ambicioso conjunto de reformas en la estructura territorial del Estado. Reformas que afectan tanto al nivel local como al autonómico, si bien en el primero de los casos las importantes modificaciones en perspectiva -nueva Ley básica del Gobierno y la Administración Local que sustituirá a la de 1985- están siendo ensombrecidas por las diversas actualizaciones estatutarias, ya finalizadas en Valencia o Cataluña y a punto de concluir en el caso de Andalucía. Este proceso de aprobación de nuevos Estatutos, al haberse convertido en una puja siempre al alza sobre el supuesto texto más autonomista posible, parece consistir en un juego de suma cero en el que las comunidades autónomas ganan lo que pierden el centro y, de paso, los gobiernos locales. Se ignora así que la Constitución propicia un modelo sustancialmente federal con tres niveles de gobierno, central, autonómico y local, sin que ninguno de ellos esté sometido ni subordinado a los demás. Y, una vez que la autonomía de los municipios -y por tanto de las provincias- está constitucionalmente afirmada, corresponde al resto de la legislación concretar su alcance competencial; lo que ha de hacerse respetando siempre esa autonomía local originaria que se refiere a un ámbito político pleno y propio.

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Municipalismo a la carta

Ahora que el proyecto de Estatuto andaluz termina su trámite parlamentario nos encontramos en el momento crítico en el que empezar a redefinir el autogobierno que disfrutarán ayuntamientos y diputaciones en Andalucía con el nuevo modelo. Aunque el proyecto, que parece ya definitivo, tiene aspectos positivos en lo que se refiere al municipalismo, debe censurarse con rotundidad la redacción de su artículo 96.4 según el cual la Junta coordinará todas las competencias provinciales. La idea de coordinación, máxime si es obligatoria, casa muy mal con la de autonomía pues implica el condicionamiento indeterminado de un ente sobre otros -las Diputaciones, o lo que es igual los municipios pequeños- cuyas competencias pasan a ser delegadas, sujetas a control de oportunidad y, en el fondo, a la jerarquía de quien tiene la capacidad de emitir directrices imperativas. Es más, al tratarse de una coordinación genérica, ni siquiera se concibe con carácter excepcional, ni se estima necesario motivarla caso por caso en las distintas leyes sectoriales.

Cierto que el normal funcionamiento de los poderes públicos en una estructura territorial compleja como la española conduce a la concurrencia de intereses y exige que lo local no resulte excluyente de lo supralocal, pero el deber de coordinación del ente territorialmente superior no puede derivar sin más en el despojo de las funciones que corresponden al inferior. Al contrario, lo que debe instrumentarse es la integración de todos los intereses públicos sobre una materia implicándolos efectivamente en la toma de decisión final.

Cierto también que la coordinación obligatoria y genérica de las diputaciones figura ya en una ley del Parlamento de Andalucía de 1987 pero ahora lo que se pretende es elevar a un rango legal muy superior la desafortunada idea, desconociendo que hoy existe un elenco normativo y jurisprudencial de protección del gobierno local que debería tenerse en cuenta. Al contrario, el proyecto de Estatuto extiende el deseo de control de la Junta, afectando no sólo a las escasas competencias materiales que las diputaciones puedan mantener, sino también al núcleo duro de su razón de ser que, según el Tribunal Constitucional, está identificado con las competencias funcionales de cooperación con los municipios. De este modo, el proyecto no sólo se aleja del espíritu de la Constitución o la Carta Europea de la Autonomía Local, sino que incluso supera las previsiones de los Estatutos valenciano y catalán en esa cuestión y resulta difícilmente conciliable con el antes mencionado proyecto de nueva ley básica estatal de régimen local que acertadamente pretende fortalecer las diputaciones como garantes de la autonomía local.

El problema, además de la aludida tentación de las comunidades autónomas a aumentar su poder a costa del que en buena lid correspondería al nivel local, es que persiste en determinados ámbitos una idea antipática de la diputación que niega que provincia y municipios constituyen en realidad una misma comunidad política local y que, por tanto, ambos deben estar dotados de autonomía. La diputación como gobierno instrumental al servicio de los municipios, sobre todo los más pequeños, ha de tener reconocida una capacidad propia de actuación y negársela supone negar también la autonomía municipal. Precisamente el valor añadido de las diputaciones es lograr que aquellas competencias que los municipios no pueden desempeñar por sus escasos recursos, o por la naturaleza de la materia, permanezcan en el ámbito local o se les añada valor en forma de economías de escala de forma que la subsidiariedad favorezca al gobierno más cercano pues de otro modo la competencia, aun siendo local, pasaría a ejercerse desde el nivel autonómico.

Tal vez sea ya tarde para que el conjunto de reformas territoriales emprendidas resulte totalmente coherente desde el punto de vista teórico, pero pueden aún evitarse algunas incoherencias cuando se apliquen en la práctica. Como todo precepto jurídico, este artículo 96.4 es susceptible de diversas interpretaciones -más o menos leales con la autonomía provincial- y sería lamentable que se impusiera una versión cicatera con las diputaciones. Esperemos, en fin, que nuestros políticos sean consecuentes con la reclamación de mejora del autogobierno andaluz y se tomen la tarea en serio aplicándola con convicción federal también a lo local.

Mayte Salvador Crespo es profesora de Derecho Constitucional en la Universidad de Jaén.

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