La regulación injusta y rancia de un gremio insolente
Mantiene el autor que la planificación a la que están sujetas las oficinas de farmacia es el pretexto para restringir la apertura de nuevas boticas, y que las farmacias ejercen un monopolio territorial y de precios que perjudica al consumidor
Hace pocas semanas, la Comisión Europea requirió al Gobierno español para que suprimiese las restricciones todavía existentes a la apertura y la propiedad de las oficinas de farmacia. El Gobierno rechazó el requerimiento (sin razones; sólo alegó vulgaridades, que además no venían al caso: la amplitud de la red de farmacias, la calidad del servicio y la satisfacción de los ciudadanos, como si en los países con libertad de establecimiento y competencia la población estuviera menos atendida o menos satisfecha) y defendió "firmemente" el actual estado de cosas en España. El Gobierno, pues, no ha dudado en oponerse a la Comisión Europea para mantener nuestra regulación injusta y rancia que otorga a las farmacias privilegios inadmisibles y hasta insolentes en una sociedad democrática asentada en el libre mercado y en la igualdad de derechos de todos los ciudadanos. Privilegios económicos y gremiales como los siguientes:
La normativa protege mucho más la actividad regulada que al consumidor
1. Barreras de entrada. Las oficinas de farmacia están sujetas a planificación con el fin, declarado en las leyes, de asegurar la igualdad de acceso a los medicamentos de todos los españoles.
Un fin tan artificial y absurdo que obliga a preguntarse por qué se confía a la libertad de comercio, tan ajena a la equidad, la oferta de otros productos (alimentos, casas, ropas, combustibles) casi siempre mucho más necesarios que los farmacéuticos.
En realidad, la planificación no es más que el pretexto para restringir las nuevas boticas, una especia de cánula de gota a gota en provecho, claro, de las ya establecidas, cuyo valor de traspaso o venta es muy elevado y aumenta sin cesar. La escasez y las condiciones con que se conceden las licencias de apertura constituyen injustificables barreras de entrada al sector.
2. Monopolios territoriales. Cada farmacia es una expendeduría monopolista semejante a los estancos de la antigua Tabacalera, con un territorio propio medido con minuciosidad: se cuenta el número de habitantes, se fijan las distancias con otras farmacias y se regula incluso la misma práctica de la medición.
Así a cada farmacia se le agracia con una parcela exclusiva del mercado y los consiguientes beneficios, de tal modo que no hay noticia de que alguna haya suspendido pagos. ¿Qué derecho a tan confortable seguridad pueden tener las farmacias que no tengan las carnicerías, o las pescaderías, o los bufetes de abogado, o las clínicas médicas privadas, etcétera, que han de vivir cada día en la incertidumbre?
3. La propiedad atada al título. Cualquier hombre o mujer que disponga de los recursos precisos es libre de comprar la propiedad de cualquier negocio lícito, sea de lo que sea. Excepto el de farmacia, del que únicamente los farmacéuticos pueden ser propietarios.
Con el evidente propósito de reforzar el gremialismo y extremar las cortapisas a la competencia, las leyes farmacéuticas españolas atan la propiedad al título y, como consecuencia, prohíben a todos los españoles que no son farmacéuticos invertir en el comercio minorista de medicamentos.
Recortan la libertad constitucional de los ciudadanos a la vez que crean un coto financiero fuera de la normalidad profesional, laboral y económica del país. Un disparate. ¿Cabe siquiera pensar en una sociedad donde, como sucede ahora con los boticarios y las boticas, sólo los titulados de cada profesión pudieran ser propietarios de los negocios y empresas dependientes del ejercicio de esa profesión? ¿Los arquitectos, por ejemplo, de las compañías constructoras, o los marinos de las navieras, o los pilotos de las de aviación?
4. Precios máximos. El poder de monopolio de las farmacias, manejado con habilidad por los colegios de la profesión ha hecho creer a los ciudadanos que los precios de los medicamentos son inalterables.
A nadie se le ocurre esperar y menos pedir rebajas en la farmacia. Sin embargo, esos precios son los máximos y son flexibles: el farmacéutico si quiere puede reducirlos con descuentos (Tribunal de Defensa de la Competencia, La competencia en España, 1995, páginas 231/247).
Flexibilidad que el Ministerio de Sanidad y Consumo nunca ha hecho saber a los consumidores. Los ha dejado en la ignorancia y el error con un silencio que es oro para las farmacias.
En España, las leyes de ordenación farmacéutica componen un rotundo ejemplo de lo que los americanos llaman regulatory capture: cuando la normativa protege más -en este caso, mucho más- a la actividad regulada que al consumidor. Miman a las farmacias con insólitas prerrogativas a costa del dinero y la independencia de los consumidores.
El Sistema Nacional de Salud, pagador de más del 80% del gasto nacional en medicamentos, es el principal damnificado.
Que el Gobierno socialista y democrático de una nación de economía liberal niegue, en amparo de los privilegios privados de 20.000 farmacias, la libertad y la transparencia en el comercio farmacéutico que la Comisión Europea requiere en beneficio de 40 millones de ciudadanos y de la sanidad pública es, además de inútil (véase la OPA de E.ON), escandaloso y ridículo.
Enrique Costas Lombardía es economista.
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