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Reportaje:EL MADRID QUE NO FUE

Desventuras del mausoleo de una revolución gloriosa

Un concejal madrileño diseñó en 1868 un gran monumento en honor al levantamiento que trajo la Primera República

La Gloriosa es el nombre dado a la revolución que entre septiembre de 1868 y el año 1874 instauró el sufragio universal masculino, obligó a Isabel II a exiliarse de España, forzó un cambio dinástico a favor de Amadeo I de Saboya e inauguró la Primera República. Madrid fue principal baluarte de aquella rebelión -uno de cuyos detonantes había sido la asignación a los párrocos, independientemente de su grado de instrucción, de la enseñanza primaria de todos los niños en los pueblos pequeños-, y un concejal de Madrid quiso corresponder proponiendo un gran monumento en honor de los revolucionarios, que nunca llegó a erigirse.

El desconcierto político en 1868 afectaba a la mayor parte de las instituciones, señaladamente la Corona. El rechazo popular al absolutismo, sin conjurar del todo desde la muerte de Fernando VII en 1833, hizo que la revuelta se consumara con éxito gracias al empuje popular en las grandes ciudades. Los generales Francisco Serrano y Juan Prim, llegados desde Southampton, se dirigieron hasta la plaza de Gibraltar en una flota guiada luego por el almirante Topete, que incluía el buque Villa de Madrid y que levantó contra la reina Isabel II las guarniciones de importantes ciudades costeras.

Un viaje en tranvía en un día gélido del Madrid revolucionario costó la vida a Bécquer

El 28 de septiembre, el general Serrano batalló a campo abierto en la plaza cordobesa de Alcolea, donde el régimen borbónico había enviado un ejército al mando del Marqués de Novaliches. Éste fue derrotado. Entre 1.500 y 2.000 combatientes perecieron. Para celebrar la victoria revolucionaria, el tenor Tamberlick, en plena Carrera de San Jerónimo, cantó una memorable Marsellesa, que congregó tanta gente como para transformarse en una gran manifestación patriótica.

En aquel clima de euforia, un edil madrileño propuso la erección de un colosal monumento en paraje singular de Madrid, que aunara todos los anhelos acariciados entonces y expresara con efigies, trofeos, columnas y pedestales el vigor cívico y patriótico que, a juicio de sus protagonistas, alentó aquella revolución.

El concejal se llamaba Manuel Balmira y Bermudo y, el 28 de noviembre de 1868, presentó su propuesta monumental ante el Consistorio que, en el sexenio siguiente, tendría hasta siete diferentes alcaldes (el más famoso, Nicolás María Rivero). El Ayuntamiento barajaba entonces un presupuesto de 23 millones de pesetas, moneda recién estrenada por la revolución, al igual que la expansión de la iluminación con gas de las calles y las primeras pruebas públicas de corriente eléctrica.

La propuesta de Balmira era de evidente grandilocuencia. Esta desmesura servía tanto para inflamar la pasión cívico-patriótica de los revolucionarios como para detener, mediante la declamación, a las turbas que intentaban ajustar cuentas a algún edil sospechoso de contrarrevolucionario. Emilio Castelar, uno de los grandes tribunos de todos los tiempos, en una ocasión en que el pueblo de Madrid cercó a un ex alcalde que había intentado suprimir una prueba electoral, desactivó aquella protesta mediante una declamación vibrante.

En Madrid, tres batallones de milicianos apodados del agua de colonia, formado por aristócratas; del aguarrás, nutrido por comerciantes; y del aguardiente, integrado por pueblo llano y gentes del toro, fueron creados como fuerza militar-policial especial. Los mítines cívicos, las arengas patrióticas, la vida toda se hallaba inflamada por la pasión de un tiempo en el que casi todo estaba cambiando a marchas forzadas: desde las costumbres y las ideas hasta los precios, en medio de un despliegue industrial inusitado.

Madrid contaba al estallar La Gloriosa con 340.061 habitantes. Su alfoz no incluía por el norte Chamberí ni Cuatro Caminos; tampoco Prosperidad, por el este, ni al oeste el barrio de Pozas, hoy en Argüelles, ni los de Doña Carlota y el puente de Vallecas, en la zona meridional. Estaban poblados, pero sólo mantenían unión con Madrid a través de transportes de tracción animal.

Por cierto, los primeros 24 coches de tranvías con 120 caballos y mulas y capacidad para 20 viajeros sentados y 16 de pie cada uno, datan de aquella época y unían, los primeros, la Puerta del Sol y el barrio de Salamanca.

La terminal de la línea estaba en la hoy llamada calle de Diego de León. Por viajar un gélido 21 de diciembre en el estribo de uno de estos tranvías, el famélico poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer, afincado en Madrid y vecino de la calle de Claudio Coello, contraería una afección pulmonar que le llevaría a la sepultura. El poeta, durante las jornadas revolucionarias, había perdido el original de sus Rimas, ya que lo había enviado a su protector, el político Luis González Bravo, cuya vivienda fue saqueada e incendiada por la multitud, que lo consideraba oportunista y tránsfuga. A Valeriano Bécquer, pintor folclorista y hermano de Gustavo Adolfo, se le atribuye la ilustración de un libelo de gran osadía, titulado Los Borbones en pelota, que vio la luz durante aquellas jornadas. Ambos hermanos coquetearon con la revolución.

En 1868, los ensanches madrileños, proyectados por el ingeniero Castro en 1860, se hallaban estancados. Su sucesor, Alejo Gómez, transigió con numerosas presiones para rebajar algunas de las más importantes directrices urbanísticas del plan inicial y, según expertos, buena parte de los actuales males capitalinos datan de aquella etapa, al reducir, por ejemplo, de 20 a 15 metros la anchura de las avenidas.

El madrileñista José del Corral, en una monografía para el Instituto de Estudios Madrileños, escribe que, en el comercio, la libra de pan costaba 15 céntimos; 35 la de garbanzos; dos reales, es decir, 50 céntimos, la libra de chuletas de carnero, y 75 céntimos la de vaca. Acababa de entrar en vigor un nuevo sistema métrico, el decimal. El proletariado urbano y los empleados municipales de correos y barrenderos protagonizaban las primeras huelgas, mientras Madrid era la sede de la Asociación Internacional de Trabajadores.

El fervor emancipador llevó al pueblo de Madrid a quemar el tablado del cadalso donde se ejecutaba a los reos a muerte, que se hallaba en las inmediaciones del mercado de la Cebada. La revolución abrió las cárceles, atestadas como estaban de disientes políticos. La esclavitud fue abolida por decreto legislativo, medida que causó enorme impacto en las colonias españolas de América.

El 7 de octubre de 1868 fue firmado el decreto de cesión del Retiro al Ayuntamiento. En los 18 teatros que la capital tenía se representaban obras como Abajo los Borbones, de Arrieta. Pese a aquel clima exaltado, o no hubo tiempo o escaseó el dinero, o un cúmulo de cosas impidió que el monumento madrileño a La Gloriosa prosperara. Una vez más, los planes inducidos desde el pueblo fueron arrinconados y cayeron en el olvido. Un general disolvió las Cortes; otro espadón, Martínez Campos, repuso en el trono a Alfonso, hijo de Isabel II. El sexenio tocaba a su fin en 1874.

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