Conciencia en el caos
No podríamos asegurar convincentemente que la obra Grito y susurro del coreógrafo japonés Saburo Teshigawara, vista en el teatro Albéniz de Madrid anteayer, responda a una versión definitiva. El espíritu cambiante del artista nos da un presupuesto de movilidad constante y justificada.
Dividida en tres partes y asumiendo además de la redacción coreográfica la escenografía, luces y vestuario, Grito y susurro empieza desde una organicidad reiterativa que se arma espacialmente sobre círculos aéreos invisibles, y donde la tensión establecida por la distancia entre los cuerpos permite la definición del dibujo. Es una suerte de viñetas extemporáneas que, una vez yuxtapuestas, devienen en ritualización del caos.
La segunda parte, en agudo contraste, es un recitativo en continuo, amargo y como un dúo de fatalidad y consenso en la derrota comunicativa, y donde hay un trasunto erótico muy leve, como un perfume lateral y sugerente que nunca se impone. Tampoco encontramos aquí ningún crescendo en sentido estricto, sino un proceso cambiante sobre la gráfica del contraste de luz rasante que dramatiza y recorta la dinámica.
La tercera y última sección consiste en una revisión de la primera donde el estallido energético y vital se convierte en un cuidadoso ensemble, que con elegancia retoma las motivaciones y transformaciones del principio, siempre sobre la poderosa música de Neil Spencer Griffiths y Sand.
La plantilla de colaboradores estrechos y antiguos del coreógrafo tiene tres personaldidades destacadas. En primer lugar, Kei Miyata que llega a la hilaridad y la caricatura como figura de contraste; la aparentemente frágil bailarina Rihoco Sato, que entiende profundamente los rigores estilísticos y la concentración interpretativa de este trabajo y finalmente, el checo Vaclav Kunes, que con un físico apolíneo que roza la perfección, se complace y deleita al resto en formas y composiciones que derivan desde la axialidad clásica a la contorsión expresiva.
Babelia
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