Cámaras y máscaras
El día 2 de noviembre, Día de Difuntos, todos los candidatos a las elecciones al Parlamento catalán proclamarán que han tenido excelentes resultados, dadas las circunstancias. De hecho, uno de los momentos más apreciados en cada convocatoria electoral es este balance inmediatamente posterior, casi siempre positivo. Tenemos, al respecto, imágenes imborrables. Una de las más espectaculares, hace un par de años, mostró a la pareja formada por Rajoy y Aznar celebrando con ojos vidriosos, de boxeador noqueado, una derrota tan injusta que debía ser considerada una victoria. Tampoco podemos olvidar los saltos de alegría de Maragall por un triunfo que no había obtenido o las explicaciones esforzadamente optimistas de Obiols tras cada desastre: la extraña sonrisa de Felipe González después de lo que el mismo denominó dulce derrota.
El día después de las elecciones todos habrán ganado, como así viene ocurriendo en las sucesiones convocatorias. Pero esta vez la fecha exige mayor imaginación. Una de las últimas humoradas de Pasqual Maragall, y quizá la mayor, ha sido convocar las votaciones de manera que la valoración de los resultados deberá hacerse en el Día de los Muertos. Como es de presumir que nadie conseguirá una mayoría holgada, también podemos aventurar que en esta fecha tan especial se intensificarán las maniobras de amor y odio políticos que llevarán hacia estos pactos y desplantes de los que los ciudadanos apenas sabemos nada.
Esta vez, por tanto, dado el simbolismo del día, los candidatos habrán de esforzarse de un modo muy especial. Y ahí es donde los asesores de imagen, los responsables de propaganda y los parodiadores pueden tener un papel especialmente decisivo. En realidad ya lo han sido, como viene siendo habitual, a lo largo de toda la campaña, gracias al permanente juego entre máscaras y cámaras en el que se ha convertido la política.
¿Alguien duda de la importancia de los parodiadores? Los primeros que no tienen ninguna duda son los propios políticos que acuden a los programas de radio y televisión dispuestos a ser ridiculizados hasta donde haga falta, incluso hasta lo grotesco, con tal de satisfacer el ingenio de los parodiadores. Y realmente este ingenio, en algunos casos, es muy notable de manera que a ojos y oídos del público a menudo el parodiador está tan encima del poseído que acaba sustituyéndolo en la imaginación popular. Este éxito progresivo de las máscaras no deja de ser, paradójicamente, una denuncia del enmascaramiento de la democracia. El parodiador, una máscara él mismo, desenmascara irónicamente a los participantes en el baile de disfraces. Pone de relieve la primacía de los gestos sobre las ideas y de la astucia sobre la verdad. Esto es duro para el político profesional pero como éste sospecha, con razón, que el parodiador tiene el favor del público, tiende a reírle todas las gracias aunque en ellas pueda contenerse un alto grado de descrédito y crueldad. El político profesional, con su olfato para detectar las oscilaciones de la opinión, sabe que, en el fondo, su parodiador es quien le comunica con sus votantes.
Los reyes tenían a los bufones para que se rieran de todo el mundo, incluso de ellos. Nadie como los bufones se atrevía a denunciar la brutalidad, la ignorancia y la arbitrariedad de su época. Los parodiadores -los grandes parodiadores, artistas de la ironía- son ahora nuestros bufones. Seguramente deberíamos preguntarnos hasta dónde ha llegado la democracia para que los bufones deban ser, de nuevo, y como en tiempos tiránicos, los críticos más incisivos del poder. La respuesta nos proporcionaría mucha información sobre nuestra calidad democrática. De momento, en nuestro teatro, agradezcamos a estas máscaras -los parodiadores, nuestros bufones- su benéfica utilidad en la representación.
Sin ellos nuestra democracia aparecería aún más enmascarada de lo que está. O esta es la sensación que se propaga campaña tras campaña. Como los bufones, los candidatos también son máscaras, pero dónde aquéllos desnudan éstos camuflan. Las campañas electorales se han transformado, en gran medida, en campañas de camuflaje en las que los más hábiles son los mejores calamares que desprenden la tinta más intensa.
¿Y quiénes son los responsables de esta habilidad cefalopódica? No los políticos, por supuesto, suficientemente atareados en hacer de máscaras, sino los que imaginan la máscara y la hacen pronunciarse, los asesores de imagen y los responsables de propaganda. Es decir, los campeones de la persuasión. No se trata tanto de decir la verdad sino de persuadir o, como se les escapa a los más zafios, "de vender".
Esta última campaña electoral no ha sido muy distinta de las anteriores, pero ha agudizado la preponderancia de la persuasión o venta. Cada vez que se ha producido una aproximación a los peligrosos terrenos de la verdad se han producido algunas escaramuzas y rápidas retiradas. El día del único debate de televisión -que los periódicos han encontrado sorprendentemente interesante- se anunció con solemnidad un debate sobre la inmigración. Pero no se habló de ello. Tampoco se habló de la miseria educativa, de la especulación inmobiliaria, de la inseguridad civil, de la corrupción (era un buen momento para aclarar lo del "tres por ciento"), de la cultura y, después de tantas polémicas, tampoco, apenas, de la tríada Cataluña-España-Europa. Por supuesto, por falta de competencias tampoco se habló de la situación del mundo, aunque la seguridad y el terrorismo, la energía y la guerra también nos competen, y más que muchas tonterías.
Fuera de las arriesgadas zonas de la verdad, los persuasores, los que ponen la máscara a los políticos, se sienten más a gusto y, asimismo una vez más, hemos tenido que avergonzarnos con consignas que asesores y publicitarios han encontrado magníficas. Nos han explicado que los políticos amaban a la patria (¿de qué amor hablamos?), o que había una manera de ser inteligente (¿cuál?), o que los hechos eran más importantes que las palabras (antes las palabras eran importantes), o que ellos, los políticos, también son humanos, quizá el mejor mensaje de la campaña, pues no sé si con él se nos quiere convencer de que los políticos son tan subhumanos como algunos pensaban o tan sobrehumanos -nietzscheanos übermench- como algunos otros podían temer.
El Día de Difuntos se verán todas estas cualidades mientras las máscaras se atribuirán la victoria, dadas las circunstancias. Amantes, inteligentes, coherentes, humanos. Y luego aparecerán las otras máscaras, los bufones, para reírse de tantas victorias pírricas.
Rafael Argullol es escritor.
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