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Columna
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Palomos

El cierre de una empresa, en este caso la planta que la multinacional Reckitt Benckiser mantiene en Güeñes (Vizcaya), es siempre una pequeña tragedia, ciertamente, y sobre todo, en el plazo más inmediato, para sus 190 empleados. Pero también, en una perspectiva menos inmediata, para el conjunto del País Vasco.

Toda empresa encierra un capital intangible de conocimientos, tecnologías propias, equipos humanos y relaciones comerciales que se dispersan y tienden a desaparecer con el cierre, para no mencionar el achatarramiento frecuente de costosas instalaciones. Por muy paradójico que parezca, hasta la empresa más amenazada, como el tubo agotado de pasta de dientes, puede producir algo útil cuando se presiona en el punto adecuado. Buena prueba de ello es que empresas que en un momento dado estaban al borde del cierre han llegado a transformarse en líderes sectoriales cuando se les ha aplicado la receta adecuada, sea esta financiación, nuevos socios o equipos directivos.

Sorprende que algo como el cierre de Reckitt haya podido sorprender en una sociedad tan institucionalmente vigilada

No se trata de rechazar el liberalismo económico imperante, ni mucho menos la denostada globalización, culpable probablemente de revelar de una forma escandalosamente cruda diferencias de riqueza que hasta ahora quedaban pudorosamente entreveladas. Deslocalizaciones y relocalizaciones se han producido siempre y se van a seguir produciendo: unas veces a nuestro favor (sobre todo en el pasado) y otras (actualmente, las más) en nuestra contra. En tanto que el coste de una hora de trabajo de un empleado medio en el País Vasco sea de 21 euros y en Portugal, por ejemplo, a poco más de 700 kilómetros, de 8 euros, habrá una razón económica de peso para mover cierto tipo de plantas.

Pero hay algunos detalles que llaman la atención en este caso, tres sobre todo, y que permiten salirse del duro campo de la economía global e ironizar un poquito sobre nuestro paisito.

El primero es la sorpresa de nuestras propias instituciones. La noticia de la marcha de Reckitt ha pillado por sorpresa a todas ellas: Gobierno vasco, Diputación de Vizcaya y Ayuntamiento de Güeñes. Sorprende que algo así sorprenda en una sociedad tan vigilada desde el punto de vista institucional (para no hablar de otro tipo de vigilancias, mucho más peligrosas) como la vasca, donde casi nada se mueve sin que nuestros grandes timoneles se enteren.

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Quién sabe si la función política, que nació tan apegada al terreno en los pasados años 80 de la mano de profesionales que -no podía ser de otra manera- procedían del mundo privado, ha pasado a ser ejercida por una nueva clase de personas que no ha trabajado nunca fuera de la Administración y que viven en clave burocrática, con valores cotizantes que no son el contacto con la realidad, la iniciativa y el riesgo, sino la discreción, la fidelidad y la vigilancia del propio asiento.

Y qué decir de las facilidades que el Ayuntamiento de Güeñes parece haber dado a la multinacional para financiar el cierre mediante la recalificación residencial de unos terrenos propiedad de la empresa. No hubiera estado mal que la recalificación hubiera estado condicionada a la continuidad de la planta, a su modernización, a inversiones que la hubieran hecho más competitiva o a la incorporación de nuevos productos que vinieran a sustituir a los deslocalizados. Es decir, que la especulación inmobiliaria, al menos por una vez, viniera en ayuda de la industria y no en su contra.

Por último, ¿no parece suavísima la reacción, si es que ha habido alguna, de las instituciones públicas afectadas? ¿Es posible que estén tan acostumbradas a salir del paso apuntando siempre con el dedo a Madrid, que hayan acabado por caer en una especie de hermafroditismo político, siendo a la vez gobierno y oposición, que les esté conduciendo a una irremediable esterilidad?

Los halcones que un día sí y otro también amenazan con tomar medidas y movilizar al pueblo ante decisiones de los tribunales o de cualquier órgano de la Administración central, parecen haber pasado de puntillas al lado del problema de Reckitt- Benckiser. Como si no fuera con ellos o no tuvieran nada que objetar. Nuestros halcones, en este caso, se han comportado como palomos.

Rafael Jiménez Larrea es economista.

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