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Reportaje:

La dignidad del último tránsito

La Seminci presenta un estremecedor documental sobre la agonía de un médico

Se titula Las alas de la vida y es uno de esos escasos ejemplos por los cuales el cine se justifica sobradamente como herramienta para mejor conocer la fragilidad de la vida. Narra, con las formas del documental, una muerte inminente y, sin embargo, es un hermoso, poético canto a la resignación ante la idea de que toda existencia se termina irremediablemente un día; y que es preciso saber asumirlo. Ayer iluminó con poderosa luz, en la sección Tiempo de Historia, una programación vallisoletana que este año está resultando particularmente mortecina.

Hasta 2003, Carlos Cristos parecía tener la vida de cara. Médico de familia, casado con otra médico, de origen gallego y residente en Mallorca, Cristos trabajaba en el servicio de salud balear, y era conocido por su ardiente defensa de la sanidad pública; se dedicaba a volar en ala delta, era un más que pasable compositor y guitarrista, ayudaba a una ONG que trabaja en Ruanda y hasta tenía tiempo para colaborar en programas de divulgación científica en Radio Nacional de España. Hasta que tuvo que pasar, como paciente, por lo mismo que él tantas veces viviera como médico: el ser diagnosticado como víctima de una atrofia de múltiples sistemas, rara enfermedad neuro-degenerativa sin cura conocida, y que reduce a quien la sufre, con el tiempo, a una ataxia mortal. Entonces, tomó una decisión radical: pidió a su amigo, el cineasta valenciano Antoni P. Canet, que filmara su lenta, persistente agonía, casi como un ejercicio de comprensión de su propia decadencia. Y para mejor adaptarse a recibir la muerte.

El filme australiano 'Jindabyne', de Ray Lawrence, destacó en la sección oficial

El resultado es un documental que realiza el prodigio de no caer jamás ni en la conmiseración ni en la lágrima fácil. El responsable es tanto Canet, comedido hasta en el más emotivo de los planos del filme (que no son pocos, por lo demás), pero sobre todo el propio Cristos. Dotado de una mente poderosa, con un discurso de estremecedora clarividencia (aunque le dificultó la fonación, su enfermedad no le afectó en ningún momento al cerebro) y de una entereza moral inquebrantable, el médico da una auténtica lección de humanidad, pero también de lógica fragilidad ante lo terrible de su destino. Su deseo de saber más sobre su propio calvario, la manera tan tierna, pero también tan discreta, de irse despidiendo de todo lo que le importaba en la vida, terminan por conmover hasta al más pétreo espectador: en este caso, el llanto resulta tan liberador como éticamente necesario.

Del resto de la programación vista ayer, sólo merece mencionarse el pase a concurso del filme australiano Jindabyne, de Ray Lawrence, con una espléndida Laura Linney, y basado, al igual que uno de los fragmentos de Vidas cruzadas, la obra maestra de Robert Altman, en uno de los desgarradores cuentos de Raymond Carver, Tanta agua, tan cerca. Altman sólo necesitó unos pocos minutos para contar la ligereza moral de unos amigos que, de excursión por la montaña, encuentran un cadáver y en lugar de comunicarlo a las autoridades, deciden seguir con su acampada. Aquí las cosas se complican un poco más (la muerta ha sido víctima de un psicópata y es, además, aborigen en una comunidad dominada por australianos blancos), se intenta crear un clima de pesados augurios siniestros pero, en todo caso, se antoja un exceso el emplear para la ocasión nada menos que 130 minutos sin agregar nada a lo ya tan bien mostrado por Altman.

Finalmente, y con la presencia de los actores Concha Velasco, María Barranco y José Sacristán, del guionista Juan Antonio Porto, del productor Andrés Vicente Gómez, del escritor Diego Galán y de Alberto López Echevarrieta, la Seminci brindó el primero de sus dos homenajes al director Pedro Olea, una mesa redonda en la que los participantes glosaron la singular trayectoria del realizador bilbaíno.

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