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La comedia con dinamita

Santiago Segurola
Nino Manfredi, a la izquierda, en <b><i>El verdugo, </i></b><b>película dirigida por </b><b>Luis García Berlanga con guión de Rafael Azcona
Nino Manfredi, a la izquierda, en El verdugo, película dirigida por Luis García Berlanga con guión de Rafael Azcona

Nadie sabe en qué pensaban los censores franquistas cuando permitieron la circulación de El verdugo. Rafael Azcona suele decir que no pensaban en nada. La película venía etiquetada como comedia y los cancerberos dieron su aprobación sin ningún obstáculo. La comedia era para los comediantes, no para los sinuosos cerebros que pretendían erosionar los valores sagrados del franquismo. El verdugo no los atacaba, los dinamitaba como ninguna otra película del cine español. Claro que había escenas cómicas insuperables, pero toda la película está presidida por el lúgubre ambiente de una España triste, deshumanizada, de una pequeñez desesperante, donde los ciudadanos no tienen el control ni sobre su destino más cotidiano. Cualquier película en la que aflore tanta miseria es un artefacto político de primer orden. En el caso de El verdugo se trata de algo más, de una obra maestra que visita casi todos los territorios del cine con la mayor desenvoltura y sin ningún cinismo. En la terrible peripecia de Nino Manfredi, cuya voluntad se dobla ante todo aquello que detesta o simplemente no desea -casarse, sufrir a su cuñada, convertirse en verdugo por el afán administrativo del suegro-, se observa la metáfora de una época miserable: la dramática existencia del hombre privado de libertad.

Cualquier película en la que aflore tanta miseria es un artefacto político de primer orden

Parece muy rara la catalogación oficial de El verdugo como comedia, pero de alguna forma también hay motivos para exonerar a los censores por su escaso celo. Es indiscutible que la angustia se impone sobre cualquier otro elemento desde el comienzo de la película. La primera mirada de Manfredi denota su inexorable destino de perdedor. Es una mirada triste para la más triste de las películas. O quizá por eso mismo se trate de una admirable comedia. Cuando la maquinaria de un gran guión, una excelente dirección y un puñado de fabulosos actores se pone en marcha, la comedia es un arma nuclear. No hay críticas más duras contra el mundo de la violencia, la mafia, la inmoralidad, el servilismo, la indecencia moral o los totalitarismos que las abordadas por Billy Wilder o Ernst Lubitsch en El apartamento, Con faldas y a lo loco, En bandeja de plata, Ninotchka o Ser o no ser. La risa es el saludable vehículo que permite digerir tanta inmundicia, pero el efecto no se disuelve con una carcajada. A este puñado de durísimas comedias pertenece El verdugo, que añade otra característica: no tiene ningún apremio por arrancar la carcajada, necesaria en las trepidantes películas de los dos magos del cine americano.

La inteligencia de Rafael Azcona reside, entre otras cosas, en su ojo clínico para desentrañar al hombre común. Su aportación supone la apoteosis de la humanidad. Azcona tiene el mérito de elegir casi siempre a uno de nosotros, a un cualquiera, sujeto a los problemas cotidianos de la hipoteca, el fastidio del matrimonio, los incumplidos deseos sexuales, la insatisfacción profesional, la falta de grandes horizontes, en definitiva, para transformarle en un héroe. Un héroe sin ningún aire de importancia, pero un coloso de verdad. ¿Qué otra impresión nos produce el pobre Nino Manfredi en su inevitable destino? Nos puede parecer débil o pusilánime, nos puede molestar su incapacidad para rebelarse contra la mediocridad que le rodea, pero resulta casi imposible no identificarse con él. Es uno de los nuestros. Es uno de nosotros. Azcona suele decir que algunos califican de costumbrista a este tipo de cine, y siempre agrega que también Ingmar Bergman hace costumbrismo. Costumbrismo a la sueca: "Allí arreglan sus conflictos frente a un psiquiatra. Aquí, en el bar frente a un camarero y un plato de boquerones".

El verdugo es, en este aspecto, un perfecto ejercicio costumbrista. Aparecen todos los signos que definieron la España franquista: el peso de la maquinaria administrativa, el horizonte oficinesco que servía de objetivo a la inmensa mayoría de la población, el peso de la Iglesia, la represión sexual, la mezquindad predominante, el chanchullo como ejercicio de supervivencia, el apunte de un mundo hedonista al que sólo tenían acceso unos pocos privilegiados -Azcona anticipa certeramente el placentero efecto del turismo- y, sobre todo, la angustiosa ausencia de libertad. El verdugo transforma este paisaje lunar en una película llena de matices, de una humanidad desbordante. Cuenta, por supuesto, con una colección insuperable de actores, encabezados por Pepe Isbert, el primero de la lista de gigantes que interpreta la más hiriente y eficaz crítica que pudiera hacerse del franquismo y sus mediocres alrededores. Una trágica comedia que perdurará siempre.

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