Líbano, cien días después
Los más atacados, los chiíes, son ahora los más optimistas. Pero en las otras comunidades que forman el agitado y vitalista Líbano, desde cristianos hasta drusos, cunde el desánimo por tanta guerra y tanta injerencia externa. Así piensan los libaneses a los 100 días del estallido de la guerra con Israel
Desde las alturas que dominan Beirut se divisa nítido el suburbio de Haret Hreik. No porque sea sencillo distinguir este barrio chií en medio del enorme enjambre de torres de la capital libanesa. Una nube de polvo se eleva sobre este populoso vecindario, donde incontables excavadoras trabajan a destajo para retirar miles de toneladas de escombros. Edificios de diez plantas fueron derribados hasta los cimientos por la aviación israelí durante la guerra de 34 días que enfrentó al Estado judío con Hezbolá en verano. Cien días después del estallido del conflicto, dos sentimientos predominan entre los libaneses, sea cual sea el credo que profesen entre las 18 confesiones religiosas que a duras penas conviven en el azotado país árabe: ansiedad e incertidumbre. "Ahora tenemos que limpiar el polvo en la vida política interna. Debemos mantenernos unidos, como lo estuvimos en la guerra. Los cristianos han de abrir sus puertas a los chiíes, como hicieron durante los ataques israelíes", afirma Ghassan Youssef, un ejecutivo bancario, cristiano de 37 años, que ha trabajado en EE UU, Canadá y Arabia Saudí.
Así fue, pero muchos sospechan que no será. Cientos de miles de chiíes abandonaron el sur de Líbano durante las batallas. Fueron acogidos en zonas cristianas, drusas, suníes Reinó la solidaridad. "Durante la guerra, los hospitales, los bancos, la prensa funcionaron mejor que en tiempos de paz. Demostramos que sabemos manejarnos en las crisis. En eso somos líderes", apunta Youssef, que despliega un optimismo siempre teñido de buena dosis de realismo. Pero la guerra concluyó, y las eternas disputas sectarias florecen. Limpiar ese polvo político es una tarea ciclópea. Muy pocos creen que vaya a desatarse una guerra civil como la que desangró Líbano entre 1975 y 1990, pero todos auguran que la vida política será muy turbulenta. Y no sólo por la incapacidad de la clase dirigente -una amalgama de antiguos señores de la guerra reacios a abandonar sus hábitos feudales- para pactar el destino de este pequeño y atribulado país, sino porque EE UU, Irán, Francia, Siria e Israel están metiendo sus zarpas. Los 1.200 muertos, las 15.000 casas destruidas y los daños por 3.000 millones de euros causados por la aviación israelí -80 puentes destrozados, carreteras llenas de socavones, fábricas e industrias arrasadas- serán superados. Son expertos los libaneses en remontar tragedias.
Hoy se abrazan el pesimismo y el optimismo, la amargura y la alegría. Sólo es común el desconcierto en este Estado del tamaño de Asturias y cuatro millones de almas que goza de una vitalidad irreductible, aparentemente incompatible con tanto sufrimiento. Demasiados, sobre todo los jóvenes alejados del virtuosismo religioso, ven las orejas al lobo y desean emigrar de este pedazo de tierra mediterránea.
Los creyentes no se rinden. Paradójicamente, los más golpeados, los fieles chiíes, ven claro un futuro promisorio, aunque sea lejano. Mohamed Mehdi es a sus 25 años dueño de una pequeña pero coqueta peluquería en el barrio beirutí de Shiyya, donde tantas mujeres chiíes lucen escotes y vestidos ajustados a la vera de otras ataviadas con velo. Mohamed viste a la última y fuma sin respiro mientras explica que hace tiempo que abandonó la idea de emigrar. "Sé que muchos jóvenes se están yendo". Firme partidario de Hezbolá, sólo cerró su negocio durante los primeros diez días de la guerra.
Después abrió bajo las bombas. "Llegaron muchos refugiados, y tuve mucho trabajo", dice ahora que la destrucción ha concluido y escasea una clientela que no está para atusarse los cabellos. Convencido de que no habrá otro conflicto con Israel a corto plazo, Mehdi atisba una batalla entre las tribus libanesas. Otra más. "Será una pelea entre los chiíes y las fuerzas del 14 de marzo", señala en alusión a la coalición de partidos contrarios a las maniobras del Gobierno sirio, que desde la trastienda quiere seguir moviendo los hilos libaneses. "Tengo amigos drusos y cristianos con los que me reunía con frecuencia. Desde hace semanas no les veo. Tienen miedo de acercarse por aquí". Mohamed no tiene miedo y no pierde la mirada escrutadora, ni la media sonrisa. De esas que reflejan determinación y convencimiento. ¿Es optimista? "Sí. Sabemos que al final ganaremos. Alá está con nosotros".
La tensión se palpa en una ciudad en la que cualquier comercio mantiene la televisión encendida desde la mañana. Miran y escuchan los canales de noticias y debates políticos. Como si un nuevo sobresalto fuera siempre inminente. La avenida de Tarik Saida, que separa el barrio chií de Hejeij del cristiano de Ein el Remmene, es sólo uno de los ejemplos de los inmensos obstáculos a la convivencia. Los vehículos blindados del Ejército montan guardia permanente. Una noche de mediados de septiembre, seguidores de ambas confesiones se enzarzaron a guantazos. A la siguiente ya había armas por medio. El 22 de septiembre, cientos de miles de personas, llegadas desde el sur y del valle de la Bekaa, celebraron en un suburbio beirutí "la Divina Victoria" contra Israel y la reaparición del líder carismático de Hezbolá, Hasan Nasralá, cuyo apellido significa precisamente la victoria de Alá. El retorno al centro de la ciudad fue un caos. Los militares cortaron el paso a los barrios cristianos. Cualquier chispazo puede encender el polvorín. El atasco fue de órdago.
Comienzan a reverdecer disputas en cualquier escenario. En un reciente partido de fútbol entre el club Nejme y un equipo de Malaisia valedero para la Copa de Asia sucedió algo poco habitual. Los aficionados suníes y chiíes ocuparon gradas separadas. Pronto comenzaron unos y otros a insultar a los líderes políticos rivales. Los suníes arremetieron contra Nasralá. Los chiíes, contra Saad Hariri, hijo del ex primer ministro asesinado en febrero de 2005. La investigación del crimen por expertos de Naciones Unidas promete traer secuelas si la responsabilidad apunta a Siria. En las escuelas estaba previsto el comienzo del curso el 9 de octubre. Pero los alumnos acuden a clase desde el día 2. Esa semana se dedicó a charlar sobre la guerra y a tratar de que los escolares de diferentes confesiones se entiendan.
"Soy pesimista sobre el futuro. Mi padre siempre me decía que no pasaba nada. Pero veo la tristeza en sus ojos. Con el conflicto interno que tenemos no puede haber paz. Ha sido en esta guerra en la que he pasado del optimismo al pesimismo. Siempre dicen que van a mejorar las cosas, pero ya no me lo creo. Dentro de diez años puede estallar una guerra de nuevo. Somos 18 sectas, y sus líderes sólo piensan en el poder y el dinero utilizando la religión como pretexto", relata Taghrid Choucair Vizoso. A sus 18 años, esta joven se preparaba para marchar a estudiar arte dramático en Londres. Ya vive en la capital británica. De padre libanés y madre española, habla envidiablemente árabe, español, inglés y francés. Es el arquetipo de jóvenes que están haciendo las maletas. Una sangría. Su padre, Mahmud, comenta: "Esperábamos más de un millón de turistas, llegaron un millón de refugiados y ahora emigra medio millón de personas".
"Cuando me preguntan qué quiero estudiar y digo arte dramático, me dicen si es porque he suspendido, cuando yo sacaba las mejores notas en el colegio", cuenta Taghrid, que actúa en obras de teatro desde los 13 años. "Aquí", añade, "no se fomentan las carreras artísticas. Las universidades se centran mucho en los estudios de ingeniería, derecho, económicas, medicina Y eso que hay artistas excelentes". Taghrid ha tenido mala fortuna. Estaba entusiasmada con la obra La vida secreta de la mujer, que versa sobre la sexualidad femenina, tema tabú en el mundo musulmán. La estrenaron en diciembre y levantó polémica. Pero un día después, el 12 de ese mes, fue asesinado el diputado Gibran Tueni, director del diario An Nahar y feroz opositor a los manejos del régimen sirio en Líbano. Se suspendieron las funciones. Sólo se habían escenificado tres de las siete previstas. El 12 de julio participó en un estreno musical en el Festival de Baalbek junto a la prestigiosa cantante Fayrouz. Horas antes, milicianos de Hezbolá habían capturado a los dos soldados israelíes. Y estalló la guerra. Mala suerte otra vez. "Las cinco funciones restantes en el templo de Júpiter fueron suspendidas", se lamenta. Cuatro días después fue evacuada a España con parte de su familia.
No sólo huyen los jóvenes, que siempre podrán retornar y rehacer su vida si los avatares políticos y bélicos lo permiten. El hastío se extiende. Alrededor de 14 millones de personas, libaneses o con derecho a la nacionalidad, viven en los cinco continentes y su pericia comercial es conocida en las costas del oeste de África, en América Latina, EE UU, Australia Jamal Bizri, dentista de 48 años, suní, originario de Sidón y portador de larga coleta, es la viva imagen de la frustración. "Nos sorprendió la guerra. Vivíamos un momento político bueno, había muchos proyectos y planes de inversión. Todo se ha hundido", comenta en su clínica del barrio beirutí de Hamra. Durante la guerra no pensó en huir. "Mis hijos de 9 y 5 años estaban conmocionados. Me preguntaban si los israelíes llegarían hasta Beirut. Yo les decía que la resistencia les frenaría. Se acostumbraron, pero ahora me preguntan cada día si Israel volverá a atacar". Jamal sólo espera el instante de abandonar Líbano. Su clínica está huérfana de clientes. La guerra estalló en el momento más inoportuno, cuando se esperaba más de un millón de turistas, potenciales pacientes, procedentes de los acaudalados países del golfo Pérsico. "Ya no pienso en mí, pero quiero que mis hijos, Wissam y Ahmed, tengan lo que no tuve. Estoy pensando en Australia, Canadá. En Grecia tengo amigos que pueden ayudarme. Haré todo lo que pueda por marcharme. Estoy harto".
Gahda Radwan comparte la idea del dentista. Es fisioterapeuta, adora vivir en Líbano, pero, a sus 25 años, esta drusa asegura que se "iría a cualquier lugar". "Rechazo la política basada en las sectas y el sistema político tradicional. Y eso no va a cambiar. He perdido la fe". Cynthia Badry, cristiana maronita de 28 años y graduada en ciencias económicas, toma copas en una discoteca de la calle Monot, a cuyas puertas, espléndidos vehículos, incluidos algún Ferrari y Porsche, circulan por las estrechas calles del barrio cristiano de Yessoueiye. Ha pasado la medianoche del sábado y los bares están atestados. Permanecieron cerrados durante la guerra, como el 95% de los restaurantes, pero el primer fin de semana, tras el alto el fuego forzado por Naciones Unidas el 14 de agosto, renacieron, y las chicas -la cirugía estética tiene adeptas hasta límites desconocidos en Europa- y chicos tienen hambre de juerga. Cinthya celebra su última noche en Beirut. "No encuentro trabajo. Apenas hay empleos para los recién licenciados. Antes de la guerra tampoco había trabajo, el mercado laboral es muy pequeño. Mañana vuelo a Francia".
Cunde el desasosiego y el fatalismo en la cosmopolita Beirut, en cuyos distritos chiíes se cebaron los brutales ataques aéreos israelíes. Mucha gente pudiente, la gran mayoría cristianos, observó la guerra a salvo desde las piscinas de mansiones de lujo y gusto refinado en la zona montañosa al noreste de la capital. Los barrios habitados por cristianos, suníes o de población mixta de Beirut no están intactos. Pero los boquetes en los edificios, de proyectiles de todo calibre, son de guerras pasadas. En las localidades fronterizas del sur -Bent Jbeil, Aita el Chaab, Jiam, Markaba, Taibeh, zona donde ahora patrullan los soldados españoles- es el mundo al revés. Son pueblos que parecen sacudidos por terremotos. En el centro de Bent Jbeil, nada quedará en pie. Nada. Las escasas viviendas que soportaron los misiles sin desplomarse deben ser demolidas. No aguantan los cimientos. Se oye el ruido de las excavadoras retirando cascotes. La polvareda hace irrespirable el ambiente. A pesar de la devastación, sus lugareños, que regresaron a casa en cuanto cesaron las hostilidades, exhiben confianza desmedida.
Maitham es un veinteañero de Aita el Chaab -un pueblo lindante con la frontera israelí arrasado por el fuego de los hebreos- que observa cómo familias enteras se encaraman en coches destartalados camino de Baalbek, otro bastión de Hezbolá en el valle de la Bekaa, al este de Líbano. Allí esperarán a la reconstrucción de sus viviendas para regresar a este pueblo plagado de campos de tabaco e imágenes del ayatolá Jomeini y los próceres de Hezbolá. "Nos da igual que destruyan todo. Si Israel ataca de nuevo, volveremos a vencer. Aquí, el 95% de la gente apoya a Hezbolá, pero durante la guerra, muchos se trasladaron a Rmeish. Nos llamaban por teléfono los vecinos de este pueblo para que fuéramos a vivir a sus casas. Nuestras relaciones con ellos son excelentes", cuenta Maitham. En Rmeish no hay chiíes. Es un pueblo cristiano maronita a tres kilómetros de Aita el Chaab. Tres mil metros en los que se pasa de la devastación absoluta a la normalidad. En Rmeish, ni una casa sufrió un desconchado. La aviación hebrea, precisa, sabía dónde golpeaba.
Empleado en el hospital Bellevue de Nueva York, donde reside desde los 33 años, Ibrahim Saad, que acaba de cumplir 65, visitaba su ciudad natal por segunda vez desde 1990. Acaba de llegar a Bent Jbeil, la capital de Hezbolá en el sur de Líbano, donde piensa jubilarse. Tiene ciudadanía estadounidense; habla maravillas de los norteamericanos y echa pestes de la Administración de George W. Bush. "Invertí 35.000 dólares para arreglar mi casa. Ahora tenemos que derribarla y empezar de nuevo. La gente en Estados Unidos es estupenda, pero su Gobierno Hezbolá son las personas que viven aquí. Si defienden su país, se les tacha de terroristas. Pero terrorismo, al cien por cien, es lo que ha hecho Israel. Cuando se retiraron en el año 2000 también secuestraron a 25 civiles y fueron canjeados por israelíes. Pero si hace lo mismo Hezbolá, mire lo que pasa", comenta Ibrahim apesadumbrado.
Pero Hezbolá también provoca animadversión en amplias capas de la población. Lucha por el poder a brazo partido con aliados como el arribista general maronita Michel Aoun, y sabe que el tiempo juega a su favor. De los cuatro millones de libaneses, alrededor del millón son chiíes. No existe censo oficial; es la fórmula elegida para que nadie ose tocar el sistema de reparto de poder entre las confesiones religiosas, sin importar su peso demográfico. Pero el índice de natalidad de esta comunidad supera con creces a cualquier otra. Serán clara mayoría, es cuestión de años.
Gran parte de los drusos, suníes y cristianos discrepan de Hezbolá, más todavía tras la guerra. Afirman sus contrincantes que el Partido de Dios pretende bloquear la vida política porque no desea que el actual Parlamento, con mandato hasta 2009, elija a finales de 2007 al sucesor del presidente, el prosirio Emile Lahud. Los recelos hacia la alianza de Hezbolá con el régimen de Damasco son notorios. Circula este chiste por Beirut: "El palestino grita 'viva Palestina' y se lanza a morir contra Israel; el libanés chilla 'viva Líbano' y también se lanza a morir; el sirio dice 'viva Siria' y lanza al libanés a morir contra Israel". Alegan también los adversarios del partido-guerrilla que tras la destrucción que ha sufrido el país no puede hablarse de triunfo. Y también es cierto que el despliegue de los cascos azules de la ONU en el bastión de Hezbolá resta capacidad de maniobra a la milicia. Pero el grupo islamista lo ve de otro modo.
Israel anunció, al principio de la contienda, que sólo terminaría su ofensiva cuando los dos soldados capturados -la chispa que encendió el conflicto- fueran devueltos y se cumpliera la resolución 1559 de Naciones Unidas, que exige el desarme de la guerrilla. "Tenemos más de 20.000 cohetes", clamó Nasralá durante la masiva celebración del 22 de septiembre; los uniformados hebreos difícilmente serán entregados sin un canje por los prisioneros libaneses. Sin olvidar que fueron capaces de mantener paralizado y desierto, mediante el lanzamiento de casi 4.000 cohetes Katiusha, el norte del Estado judío durante un mes. Hasta sus más acérrimos adversarios conceden méritos al disciplinado Partido de Dios. Reconocen que sólo ellos pusieron los muertos para lograr la expulsión de Israel en mayo de 2000 tras más de dos décadas de ocupación. Y su maquinaria propagandística es de lo más eficaz.
Por todo Beirut y en las carreteras y pueblos del sur salta a la vista el aluvión de carteles, en árabe y en inglés, con el sello de Hezbolá. En infinidad de esquinas se observan enormes pancartas con fotografías de edificios derruidos y varias leyendas: "Made in USA. Trade mark" ("Hecho en EE UU. Marca registrada"); "The new middle Beast", un juego de palabras con el proyecto para Oriente Próximo que pregona Washington y la palabra bestia; "Un avión contra un niño", y se ve a un chaval con el rostro lleno de heridas de metralla; "Habéis destrozado los puentes, pero nosotros pasamos a través del corazón de la gente". Son las banderas de la resistencia. La ocupación -esgrimen Hezbolá y también el Gobierno libanés que Israel aún ocupa un pequeño territorio en las granjas de Chebá- es explotada al máximo por Nasralá. El odio al Estado judío es denominador común.
Salvo la excepción que confirma la regla, ninguno de los libaneses con quienes se ha conversado se mostraría dispuesto a reunirse con un israelí, al margen de que la legislación libanesa lo prohíbe. "¿Hablar con un israelí? Definitivamente, no. Sé como actúan. Me lo contaron mis abuelos, mis padres, y ahora lo he comprobado yo mismo", afirma tajante el peluquero Mohamed, leal a Hezbolá. "Ni aunque se solucionara el conflicto entre Israel y los palestinos", agrega, "ni aunque nos devolvieran las granjas de Chebá y a los prisioneros, ni aunque nos entreguen los mapas de los campos minados. Hezbolá debe mantener las armas". El dentista Jamal coincide: "No puedo olvidar las matanzas que han perpetrado. Podemos perdonar, pero llevará muchísimo tiempo. No creo posible un acuerdo. Los israelíes no quieren la paz, siguen el lema de 'si quieres la paz, prepárate para la guerra".
"Los judíos merecen vivir en paz, pero el problema son las decisiones de sus Gobiernos", sostiene Ghassan, el directivo bancario. "Ocuparon durante 25 años parte de este país y sus agresiones crearon la resistencia. Han mostrado al mundo que son unos criminales. La intensidad de su ataque es un acto de cobardía, porque asesinaron a mujeres y niños sabiendo que podían acabar con Hezbolá. Están perdiendo la imagen de país inteligente que tenían. No estoy de acuerdo con sus planteamientos, pero Hezbolá es un movimiento de resistencia y, desafortunadamente, Occidente lo ve como una organización terrorista. Eso sí, tenemos que conseguir que se desarme, lo que no significa abandonar la resistencia. Debemos resistir, pero a través de la educación, construyendo una economía fuerte y mediante los lobbies. Jerusalén es el epicentro de donde brotan los problemas de la región y de donde debe surgir la solución".
A merced de lo que se decida en Washington, Teherán, París, Damasco y Tel Aviv, atrapados entre todos los fuegos, los libaneses tienen los nervios a flor de piel. "Hope is unbreakable" ("La esperanza es inquebrantable"), reza una enorme pintura en la pared de una nave comercial en la capital. Para muchos, la esperanza ya se ha evaporado.
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