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Columna
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Lo incomprensible

Sigue la fabricación final del nuevo Estatuto andaluz en Madrid, en el Congreso, y aún queda alguna diferencia menor entre el PP y el PSOE: no coinciden en el asunto de la realidad nacional, pero sí en que Andalucía es una nacionalidad. Es difícil entender esto. Los socialistas parece que, por lo pronto, cambiarán algo la redacción tomada del Estatuto de Cataluña: "La Constitución Española, en su artículo 2, reconoce la realidad nacional de Andalucía como una nacionalidad". Y harán bien los socialistas, porque esta frase es una inexactitud, una prueba para las generaciones futuras de que a los legisladores del año 2006 la precisión les importaba poco.

La Constitución no reconoce en su artículo segundo ninguna realidad nacional, ni de Cataluña, ni de Andalucía. Se limita a decir que "reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones", en general. Es verdad que las nacionalidades tienen realidad, realidad nacional, supongo, como supongo que las regiones la tienen regional, y el Estatuto andaluz de 1981 considera a Andalucía, de acuerdo con la Constitución, una nacionalidad, que, pasados 25 años, ya es histórica. (Creo que el 25 aniversario del referéndum estatutario se cumplió silenciosamente este viernes, 20 de octubre.)

La alusión a la historia no mira hacia el pasado, sino al futuro: otras nacionalidades o regiones podrían sacar ventaja por considerarse históricas, es decir, propietarias de derechos históricos, con deudas históricas pendientes. Así que, para PP y PSOE, Andalucía es una nacionalidad histórica. Pero, si hoy mismo, según el Estatuto que rige, Andalucía es ya una nacionalidad y, según mi impresión, esto es real y no es un sueño, ¿por qué el PP se empeña en negar la realidad nacional de la región? Y, si ya se ha dicho que es una nacionalidad, histórica además, ¿por qué hay que repetir inapelablemente que la nacionalidad es una realidad nacional, como quiere el PSOE? Sé que todo parece un trabalenguas, una contradicción o una redundancia, pero así son nuestros partidos, incomprensibles o estériles.

Hay aspectos en los que se ponen de acuerdo. La crónica de Lourdes Lucio y Anabel Díez en este periódico, desde el Congreso, incluía el viernes la nueva redacción que se ha dado al artículo 21, sobre la educación, del futuro Estatuto: "La enseñanza pública, conforme al carácter aconfesional del Estado, será laica. Los poderes públicos (...) tendrán en cuenta las creencias religiosas de la confesión católica y de las restantes confesiones existentes en la sociedad andaluza". Así, entre un estupendo lío cacofónico sobre el Estado aconfesional con confesiones, han metido a la Iglesia católica en el futuro Estatuto. Y es otra redundancia, porque, inmediatamente antes de lo citado, se decía, repitiendo palabra por palabra la Constitución: "Los poderes públicos (...) garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones". ¿Había que añadir más?

Lo añadido es un logro del izquierdismo decorativamente laico. Hubiera valido más remitirse sólo al artículo 27 de la Constitución, sobre la libertad de enseñanza. Ahora, a cambio de meter una frase propagandística ("La enseñanza pública... será laica"), nuestros legisladores laicos han acabado reconociéndole a la Iglesia católica un papel jerárquico, de superioridad en la sociedad andaluza, sobre cualquier otra convicción o confesión religiosa, algo que no se dio en el viejo Estatuto de hace 25 años. Y la realidad nacional es que la enseñanza pública ni es laica, ni se prevé que sea laica: muchos colegios religiosos son públicos por su financiación con fondos públicos. Nuestros políticos laicos, impacientes e irrelevantemente habladores, han conseguido catolizar el Estatuto, un Estatuto para el siglo XXI, como dicen ellos. Es el siglo de la religión, y la religión católica es aquí la primera, la única que tiene nombre o merece ser nombrada, a pesar de que su moral la compartan pocos en Andalucía.

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