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Primera gran exposición del pintor en Reino Unido
Columna
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La pasión británica por el genio

Se exhibirá en la National Gallery, de Londres, la que podemos considerar, sin duda, una de las mejores retrospectivas sobre Velázquez. Lo es, en primer lugar, por el número de obras reunidas, que suman casi el medio centenar, una cifra realmente copiosa si tenemos en cuenta la corta producción del genio sevillano y que ésta estuvo prácticamente monopolizada por su exclusivo protector, el rey Felipe IV, lo cual convierte hoy al Museo del Prado en una especie de santuario velazqueño, a la vez que desanima a otros museos para emprender una iniciativa como la que ahora lleva a cabo la National Gallery. Pero, además del número, se trata de una muestra muy representativa de todas las etapas de Velázquez, lo cual significa el empeño, porque completa de esta manera la que fue también excelente exposición de Velázquez en Sevilla, que tuvo lugar, hace diez años, en la National Gallery de Edimburgo. Por todo ello, hay que felicitar, de entrada, al museo londinense y al comisario Dawson Carr, conservador de pintura española y tardoitaliana, de la National Gallery.

La obra ofrece la aguda comprensión de la modernidad del artista

Por lo demás, hay que advertir que esta querencia británica por Velázquez tiene un fundamento histórico de mucho peso, pues fueron los críticos y aficionados británicos los primeros en llamar la atención sobre la excepcional calidad del pintor español y, en consecuencia, en coleccionar su inalcanzable obra. Pero la admiración británica por Velázquez no se limitó a ser el puntual descubrimiento precoz en el siglo XIX, sino que constituyó una tradición que se ha mantenido viva hasta la actualidad. Tras esta acendrada pasión, hay no sólo la manifestación de un criterio muy selectivo y el correspondiente buen gusto, sino la aguda comprensión de la modernidad del artista español, que supo extraer toda la sustancia del revolucionario naturalismo, pero no sin confrontar éste con el clasicismo italiano remozado a partir de la década de 1620. No en balde Velázquez visitó, por lo menos, dos veces Italia con sendas largas estadías y en dos momentos cruciales de su trayectoria personal: cuando respectivamente cumplía treinta y cincuenta años; esto es: en la plenitud de su juventud y de su madurez. Antes del primer viaje, ciertamente Velázquez ya había dado probadas manifestaciones de su genio. Después del segundo, pintó una sucesión de obras maestras, como, entre otras, Las hilanderas y Las Meninas. No obstante, el paso de Velázquez por Italia fue decisivo y lo fue porque ahormó allí su estilo, bebiendo inteligentemente de las fuentes clásicas y de su renovada actualización del XVII.

Esta enriquecedora sucesión de experiencias de Velázquez, que, en primer lugar, interpretó como nadie en España la influencia de Caravaggio, y, en segundo, la transfiguró en clave clasicista, explica la singularidad del pintor sevillano, el cual, sin embargo, poseyó además una perspicacia humana que le capacitó para ahondar en el sentido más profundo de la existencia y de la representación artística moderna. Cultivó Velázquez, con suprema excelencia e innovación, todos los géneros. En el caso del retrato, hizo contribuciones decisivas, como su forma de tratar la infancia y la monstruosidad, rescatando a ambas de su estigmatización caricaturesca. A través de estos temas límite, se aprecia mejor cómo Velázquez, a pesar de su aislamiento cortesano, supo trascender las apariencias y reflejar el trasfondo existencial del ser humano.

La magnífica exposición londinense está dividida en cuatro estancias y cinco capítulos, estos últimos organizados según una secuencia cronológica. El primero, Velázquez en Sevilla, como cabía esperar, es soberbio, con, ni más ni menos, 15 cuadros del inicial despuntar del genio; el segundo, titulado En la Corte y en Italia, es menos abundante, pero de una contundencia apabullante, porque allí cuelgan La túnica de José y La fragua de Vulcano, junto a Cristo tras la flagelación contemplado por el alma cristiana y La tentación de Santo Tomás de Aquino; el tercero, Corte y Campo, que se adentra cronológicamente en las décadas de 1630 y 1640, exhibe un buen muestrario de los retratos cinegéticos y ecuestres; el cuarto, Retratando dos Cortes, la española y la papal, contiene algunas de las piezas maestras en este género, como el retrato de Inocencio X o el del Príncipe Felipe Próspero, y el quinto, Retratando los antiguos, contiene los de la Sibila, la Venus del espejo, Marte y Esopo.

Imagino que con este extractado recorrido el lector se podrá hacer una justa idea de la trascendencia de esta convocatoria, a cuyo éxito han contribuido, generosamente, los museos españoles. Tiene el especial interés para el visitante español de hallar allí reunidas muchas obras que no se ven en nuestro país, la mayoría procedentes de los mejores museos de todo el mundo, pero también de museos poco frecuentados y de colecciones privadas. Por todo ello, se puede afirmar que se trata de una exposición imprescindible sobre Velázquez, el cual, por su parte, es, a su vez, uno de los más imprescindibles artistas de todo los tiempos.

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