Reacción en cadena
No es una resurrección de los años sesenta, los de los Uno y Mil Vietnams, que profetizaba un asmático revolucionario argentino y que nunca pasaron de ensueños, pero los problemas se multiplican para la diplomacia norteamericana y en menor medida, también occidental. El último avatar es la prueba nuclear de que hoy se ufana groseramente Corea del Norte. Con esta última inclusión, la lista de quienes temen un día hallarse entre los damnificados por una acción militar norteamericana cobra espesor: Irán, Siria, Venezuela, la decana Cuba, y el peor librado de todos, Irak, en plena guerra interior en todas direcciones.
No sirve a ningún fin respetable. Pyongyang, dictadura bárbara e incapaz de alimentar a sus hijos, está mejor sin bomba que con ella; Seúl y Tokio tienen sobradas razones para preocuparse, aunque el nacionalismo japonés se sirva de la detonación para acelerar la conversión de su país en una potencia militar normal; y Pekín, para irritarse de la desenvuelta libertad con que actúa el régimen norcoreano. Pero no hay que pensar que se haya dotado del arma atómica con serias pretensiones de usarla o de venderla a intereses terceros, salvo en el caso de una extrema amenaza. Es el pánico, en cambio, lo que ha impulsado al jefe del Estado Kim Jong-il a seguir ese camino. Todo empezó con el fin de la Unión Soviética.
Por mucho que molestara a Moscú la obstinación de Pyongyang de obrar por su cuenta, la sola existencia de la URSS extendía un manto protector sobre el país. Ni los norcoreanos debían aspirar a más armas que las convencionales, ni Occidente a poner en entredicho su dominio al norte del paralelo 38. Pero en 1991 la URSS exhaló el último suspiro y comenzó una época de tanteos de EE UU en procura de un nuevo acomodo internacional que le adjudicara el mayor grado concebible de hegemonía universal. Bush padre estuvo en esa línea con su intervención limitada para reparar la ocupación iraquí de Kuwait, y le siguió el doble mandato de Clinton para castigar dentro de una cierta moderación geoestratégica los primeros atentados atribuidos a Al Qaeda.
La intemperie a la que la desaparición del patrón soviético se sumía a Pyongyang bastaba para hacerle temer a sus dirigentes lo peor. De ahí surgió el proyecto norcoreano de permutar su capacidad nuclear por un tratado que garantizara la intangibilidad de su soberanía, además de ricas subvenciones económicas. Clinton nunca quiso comprometerse por escrito a la preservación del régimen norcoreano, y así, en 2001 llegó el segundo Bush con su pretensión de democratizar Oriente Próximo; en su estela, la invasión de Irak, al parecer, para castigar a Sadam Husein por no tener armas de destrucción masiva; la intentona fallida de aliar a todos los regímenes llamados moderados de la zona contra Irán; y, precedido todo ello, como declaración general de intenciones, por la identificación de un Eje del Mal en el que figuraba Corea del Norte. La carrera de Pyongyang hacia la fisión del átomo tenía que ser la prenda con la que pignorar la inviolabilidad del régimen. Y la negativa de Washington a dar esas garantías explica aunque no justifique la fuga hacia adelante de un dirigente, bárbaro pero no loco, que amenaza con ser peligroso si se lo acorrala. Por ello, es importante que las medidas que se adopten contra Corea del Norte sean de la comunidad internacional, a través de la ONU, y no un empeño particular de EE UU, que menos que nunca puede ahora entablar diálogo para que no parezca que cede al chantaje.
Hoy, como en una cascada, cada problema que se le plantea a EE UU hace como de paraguas del siguiente: el error Irak le hace de cobertura a Irán, también a vueltas con un desarrollo nuclear que podría conducir a la posesión de la bomba; de Irán sobre Corea del Norte, estratégicamente mucho menos significativa y, pese al desaire que ha sufrido Pekín, aún protegida por su gran vecina; de Pyongyang sobre Caracas, donde reina Hugo Chávez, otro fabricante de quebraderos de cabeza para Bush; y todos ellos gravitando sobre una Cuba que parecía amortizada en su socialismo, campeón mundial de la ineficiencia, pero que con los achaques de Castro recobra una actualidad que permite pensar en un cambio por vía sucesoria.
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