Maldición telefónica
Era una grosería casi insultante atender el teléfono sin preocuparnos de quienes nos rodean, pero ahora, con los teléfonos móviles, es lo normal, lo aceptado por todos. Así piensa el dibujante de cómics Clay Riddell, de visita en Boston para vender una historieta, héroe de Cell, la última novela de Stephen King. Y de pronto la mala educación alcanza la categoría de crimen: quienes hablan por teléfono enloquecen. La locura, a través de alguna señal misteriosa, se transmite por teléfono móvil, y el hombre de negocios arranca de un mordisco la oreja a un perro, la colegiala rompe el cuello de la bibliotecaria, los coches se lanzan contra la pared, los aviones se empotran en las casas, la gente se tira por la ventana y arden las ciudades del mundo.
CELL
Stephen King
Traducción de B. Blanch Tyroller
Plaza & Janés. Barcelona, 2006
459 páginas. 21 euros
Stephen King ha inventado un modo de terror: lo más amenazante es lo más próximo, lo más familiar, los compañeros de clase, el payaso que alegra el cumpleaños de los niños, el perro, el coche, la mancha de alquitrán en la laguna donde nos bañamos, el párroco, el padre poseído o simplemente alcohólico, el teléfono móvil. Es un miedo americano, de normalidad a la americana, igualitarismo falso y receloso, paraíso infernal en potencia. Estamos en un puesto de helados. Hay niños con la cartera del colegio, chicas con auriculares, una señora con traje de chaqueta y caniche. Suenan los teléfonos, histéricamente se suceden tres asesinatos, y la mano que hunde el cuchillo en la garganta se llena de "sangre casi tan caliente como el café recién hecho".
Estas cosas se apoyan en referencias bíblicas: habíamos levantado la Torre de Babel, y la Torre ha caído, dice Clay, el dibujante de cómics. Es la confusión de las lenguas: los que enloquecen al oír el teléfono hablan un idioma incomprensible, además de matar y morder. Lo peor son los bocados de adolescente con aparato dental. A los usuarios del móvil les han borrado y reprogramado el disco duro del cerebro, se nos explica en términos infantil-informáticos, y ahora viven en manada, impulsados por una conciencia colectiva y telepática, rotos, heridos y alérgicos al baño. Se meten en tus sueños. Son los muertos vivientes de George A. Romero, la humanidad-vampiro de Richard Matheson, el de Soy leyenda y El hombre menguante. A Romero y a Matheson está dedicada Cell.
Las historias de supervivencia en el caos practican una estética del reciclaje, como decía Jean-Patrick Manchette. Aquí se mezclan todas las variantes del cine y la novela de aventuras: marcianos, pieles rojas, zombis, colonos de Colt 45 hacia el hogar o la tierra de provisión. La literatura de terror es la ferial barraca de los monstruos, sugirió una vez Stephen King, y Cell tiene algo de diversión infantil, con el dibujante Clay y sus peregrinos fugitivos cargados de bolsas de merienda, como para un pic-nic. El cataclismo puede haber sido causado por un gobierno, una banda terrorista o dos gamberros en un garaje, según la lógica de nuestro tiempo, y los supervivientes sanos se baten en guerra de guerrillas contra la locura telefónica. Son la Resistencia, marcados como Caín. Atacan con gasolina y coches bomba detonados por móvil. Usan como referencia la guerra de Irak.
La espectacularidad ("inmensas salpicaduras de sangre", "inmensa columna de fuego") convive con minucias cotidianas como la dificultad para dar con la llave de los depósitos de combustible. Los zombis telefónicos han de ser exterminados en masa, industrialmente, en ferias o campos de fútbol. No son humanos, o sólo son monstruosamente humanos, a pesar de que se sientan atraídos con fervor por los centros comerciales y su incesante música ambiental. Son el enemigo, seres malignos de videojuego. Los niños tienen gran autoridad moral, intelectual y física en esta novela, pero el humorismo de King es adulto, cínico: uno de los peregrinos, al cabo del tiempo y el viaje, se reencuentra al fin con sus seres queridos, que han mutado en idiotas y arpías, lo que quizá habían sido siempre, aunque el interesado no lo notara en la costumbre de la intimidad doméstica.
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