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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Corrupción municipal

La presunción de que el ejercicio de la política se sustenta sobre la honradez de los cargos públicos y su credibilidad ante los ciudadanos sufre una dura erosión en España, donde puede comprobarse con frecuencia que el descubrimiento de cohechos, malversaciones, favoritismos, percepción de comisiones en las obras públicas y demás delitos de corrupción administrativa ni arredra a los partidos ni les incita a aplicar escarmientos o medidas disciplinarias a los militantes sorprendidos en tales prácticas.

Las listas de candidatos para las elecciones municipales de 2007 presentadas por los principales partidos españoles incluyen casi una docena de altos cargos -seis del PP, cuatro del PSOE y uno del Andalucista- implicados en casos de corrupción que investiga la justicia. Los pretextos que de forma mayoritaria esgrimen los partidos para explicar esta tolerancia son la presunción de inocencia y que "hay que esperar a la condena firme de los jueces"; con semejante excusa y habida cuenta de la complejidad y duración de los procesos judiciales, los cargos imputados por corrupción suelen mantenerse en sus sillones durante años.

La doctrina que relaciona las destituciones o dimisiones con la sentencia firme del juez quizá tiene razón de ser en algún caso muy concreto, bien porque el delito no esté claro, bien porque el imputado no pueda defenderse o pida tiempo para ello. Pero su aplicación automática a la gran mayoría de los políticos implicados en casos de supuesta corrupción revela lisa y llanamente que los partidos no están dispuestos a exigir responsabilidades a sus militantes pillados con las manos en la caja. Puede ser por cálculo político -no reconocer los fraudes ni promover dimisiones cuando los partidos competidores no lo hacen- o por temor a los escándalos derivados de las filtraciones de información. Pero el hecho es que los partidos no aplican sus propios códigos éticos y dilapidan la cada vez más escasa confianza que los ciudadanos depositan en la gestión pública en las administraciones locales y autonómicas. Lo correcto es que los altos cargos sorprendidos en un escándalo presenten su dimisión o se les obligue a ello, de forma que todos los partidos aprendan la lección y entiendan que viven de la confianza de los votantes en su pericia y honradez.

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Los casos de Marbella, ejemplo de un Ayuntamiento convertido en máquina de delinquir, o de Orihuela, Alicante y Telde (Gran Canaria) demuestran que la corrupción municipal, exacerbada por el boom inmobiliario, la falta de controles independientes internos del gasto y el desmesurado coste de los partidos políticos, pueden ser un grave peligro para la democracia. Los ciudadanos empiezan a identificar gestión municipal con corrupción y se desentienden de los gobiernos locales. Así surgió el GIL en Marbella. La desidia actual puede conducir todavía a peores pesadillas.

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