Cuando Felisa bajó las ventanas
Los padres del niño muerto por inanición se conocieron por la sección de contactos del teletexto
La sección de contactos del teletexto unió las vidas de Antonio y Felisa: él, gallego de una remota aldea de la provincia de Pontevedra; ella, navarra de Arguedas; ambos, padres de Aarón, el niño de dos años que agonizó de hambre hasta la muerte el pasado domingo en Ponteareas (Pontevedra). Lo que comenzó hace cuatro años como un feliz encuentro entre dos tipos humildes y solitarios acabó en una tragedia a la que nadie encuentra explicación. Se buscan culpables: la juez que lleva el caso ordenó el ingreso en prisión de Antonio C. G., el padre, de 28 años, por un delito de homicidio por omisión. En cuanto Felisa B. B., la madre, de 24, se recupere de su desnutrición y pase los exámenes psicológicos, será interrogada y presumiblemente seguirá los pasos de su marido. Las dos familias intercambian acusaciones, mientras no falta quien vea en el drama de Ponteareas un desastre al que no fueron ajenos los servicios sociales ni los vecinos, que dejaron sin denunciar un abandono familiar generoso en indicios.
La de Antonio y Felisa es una historia de desarraigo y autodestrucción, en la que las drogas o el alcohol no han tenido nada que ver. Él es el cuarto de los ocho hijos de un humilde ex trabajador de una cantera, un chico al que en su aldea tienen por insociable pero trabajador, acostumbrado a buscarse la vida desde pequeño; ella, la menor de cuatro hermanas de una familia no más desahogada, que dejó su pueblo para criar a sus dos hijos a un millar de kilómetros de su casa, en la tierra de su marido. "Es una chica normal, con problemas en los estudios como tantos otros jóvenes, de pocos novios y no muy sociable, pero normal", relata Germán, su cuñado. El del bautizo de la hermana de Aarón, de tres años, que ahora se recupera en un hospital de Vigo, fue el único día en que las dos familias tuvieron ocasión de conocerse. Ana María, madre de Felisa, no acierta a recordar si aquella noche los padres de Antonio se quedaron a dormir en Arguedas. Sí sabe que no los volvió a ver. Después de que naciera la niña, su hija y Antonio viajaron a Galicia con la pequeña para ganarse la vida, y poco a poco Ana María fue perdiendo el contacto con Felisa.
Vivieron unos meses en una aldea de Fornelos de Montes (Pontevedra), el municipio donde él había nacido. Tras el nacimiento de Aarón, un constructor para el que Antonio había trabajado les cedió en Ponteareas -a unos 50 kilómetros de distancia de Fornelos- Villa Esther, la modestísima vivienda donde agonizaron Felisa, Aarón y su hermana. Para poder ocuparla, Antonio tuvo que derribar el muro de ladrillo con que había sido tapiada, a la espera de su derribo para ser reemplazada por un bloque de viviendas. Aquella sería la cárcel y la tumba de Aarón. Sólo cuando la extenuación del niño resultó irreversible, se decidió la madre a arrastrarse con los pequeños por la corta rampa que conduce al centro de salud. Los tres presentaban claros síntomas de desnutrición. Sólo Felisa y su hija salvaron la vida.
La madrugada en que se agotaron las resistencias de Aarón, su padre no estaba en casa, como era habitual desde que la pareja del teletexto comenzó a naufragar. Había pasado el verano como temporero lejos de Ponteareas, y no se enteró o no quiso hacerlo del sórdido deterioro de su familia en Villa Esther. Desde que llegaron allí, hace año y medio, la siempre esquiva pareja y la vida que le daba a sus dos hijos provocaron los recelos del vecindario, que ya entonces pensó en poner la situación en conocimiento de los servicios sociales. Nadie lo hizo.
Fue a raíz de la separación cuando la mente de Felisa se precipitó al vacío con sus dos niños. Bajó las persianas, se encerró con los pequeños y dejaron de comer. La última vez que la vieron por el pueblo, la chica con problemas de obesidad se había transformado en un escuálido espectro. Los vecinos siguieron sin avisar.
"¡Denuncio públicamente al vecindario por no prestarle ayuda a mi hija!", clamó el pasado jueves entre lágrimas la abuela materna de la víctima, que también cargó las tintas contra los servicios sociales. "No avisamos a nadie porque, en el fondo, con nosotros no se metían", se justifica Manolo Márquez, dueño de un restaurante situado enfrente de la vivienda de Felisa y Antonio, al que Ana María señaló como uno de los responsables del desastre. Márquez y el resto de los vecinos no dudan en referirse a la pareja como "gente rara". No se saludaban con nadie, apenas sacaban a los niños a la calle y nadie sabía con certeza de qué vivían. Últimamente, de la casa sólo salían los sollozos de los pequeños. Si en algo coinciden las dos familias, conmocionadas por el suceso, es en censurar "la pasividad" de los vecinos de un pueblo de 20.000 habitantes, que actuaron como se espera de los de una gran ciudad.
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