'Lehendakari' y jefe del Gobierno español
La oferta a José Antonio Aguirre pretendía potenciar la lucha antifranquista
Pese a todo este temor por el desangramiento de la patria española, fue Martínez Barrio el hombre clave del exilio republicano español que más decididamente impulsó la cooperación con los nacionalistas vascos en general y con Aguirre en particular. Indudablemente, lo hizo porque conocía la fortaleza y el poder del Gobierno vasco y de su presidente, y sabía que sin los vascos la lucha antifranquista quedaría coja. Pero el hecho de que un nacionalista español como [Diego] Martínez Barrio [presidente de la República; Sevilla, 1883-1962] se convirtiera en el principal avalador de una política republicana en gran parte marcada e incluso liderada por dirigentes nacionalistas como [Manuel] Irujo [Estella, Navarra, 1891-1981] y [José Antonio] Aguirre [Bilbao, 1904-1960] no se puede entender sin tener en cuenta la confianza y la simpatía que le inspiraban estas dos personas, a lo que habría que añadir una cierta veneración melancólica que el político andaluz sentía con respecto a lo que él llamaba la "desbordante vitalidad vasca", tal y como confesó [1941] a Irujo:
El profeta pragmático.
Ludger Mees. Editorial Alga
Diego Martínez Barrio, presidente de la República en el exilio: "Aguirre conserva su optimismo de joven feliz, para el que la vida tuvo siempre una buena sonrisa"
Fue Irujo el encargado de convencer a Martínez Barrio de la escasa probabilidad de que Aguirre aceptara la oferta por la incompatibilidad entre las dos presidencias
Irujo llegó a la idea de que tras los sendos fracasos de un Gobierno republicano y otro socialista, era la hora de formar un Gobierno liderado por nacionalistas catalanes y vascos
Tras la negativa de formar gobierno por parte de Pi i Sunyer y Aguirre, Barrio recurrió a Álvaro de Albornoz, de Izquierda Republicana, del que no tenía buena opinión
"En las ligas internacionales de fut-bol (sic) ha llegado a constituir un tópico la furia española, modalidad de juego que distingue a nuestros equipos y que los hace peligrosos para sus adversarios. Sospecho que la furia española no es otra cosa que furia vasca elevada al cubo, y que los mejores specimen [sic] del futbol español son ustedes. Así en política. Ni la testarudez leonesa, ni la sobriedad castellana, ni la exuberancia andaluza se igualan o parecen a la desbordante vitalidad vasca, que sabe conciliar el excelente apetito de sus naturales con el panorama romántico de las montañas floridas y de las danzas sagradas. ¡Guárdeme Dios de colocar mis puños frente a los de Vd., y mi prosa desmañada en competición con la suya ardorosa!".
Los dos vascos con los que mayor trato tenía Martínez Barrio eran Irujo y Aguirre. Irujo era un encantador de serpientes que conseguía que, pese a sus frecuentes erupciones de visceralidad, la persona con la que trataba casi siempre acababa al menos estimándole o incluso considerándole como amigo. Martínez Barrio mantenía con él una "buena amistad desde 1936", aunque también admitía que lo que muy diplomáticamente llamaba "ciertas excentricidades de carácter" del navarro dificultaba a veces esta relación. Pero lo que realmente pesaba en el fondo era esa sensación de rectitud y confianza que transmitía Irujo hasta en los escritos donde expresaba opiniones políticas a veces frontalmente opuestas a las de su contertulio. (...)
Aguirre, aun teniendo un carácter completamente diferente al del navarro, producía el mismo efecto en sus interlocutores; también en Martínez Barrio. Quizá influyera en esta particular relación entre estos dos hombres también el factor generacional. En 1945, el presidente de la República ya había cumplido 62 años; Irujo, con sus 54, no quedaba tan lejos, pero Aguirre, con sólo 41 años, ya pertenecía a otra generación. Así, el máximo representante de la República española, un hombre mayor, curtido en muchas batallas y en la recta final de su vida, padeciendo ya los achaques cada vez más frecuentes de una muy dolorosa ciática, tuvo que reconocer en Aguirre poco menos que un hijo prodigioso, joven, luchador, bien situado y rebosante de vitalidad y energía, algo que él ya no podía ser, pero también algo que era imprescindible en la lucha por la democracia. El comentario -transcrito a continuación- recogido en su diario tras una visita del lehendakari revela muy bien esta típica reacción paternalista de un hombre maduro fascinado por el exuberante optimismo de otro hombre más joven, una fascinación cuyos límites se encuentran en la sabiduría de un viejo político escarmentado que ha aprendido la lección de que la política es el arte de lo posible y que el producto resultante, por mucho optimismo que uno ponga en el empeño, generalmente no solía satisfacer ni de lejos las expectativas generadas por las pretensiones iniciales. Pero en el caso de Aguirre, ni siquiera este posible desvío a la "región de los sueños" parecía constituir mayor problema, puesto que Martínez Barrio le creía capaz de encontrar soluciones hasta por este lado más irreal de la política. No se puede expresar mejor la admiración que el presidente de la República sentía por el presidente vasco que en este canto [1946] al optimismo del líder vasco:
"Entre las numerosas visitas que recibió hoy Don Diego, la más destacada fue la de Don José Antonio Aguirre, Presidente del Gobierno Vasco. Aguirre conserva su optimismo de joven feliz, para el que la vida tuvo siempre una buena sonrisa.
"Contagiarse de optimismo es tratamiento recomendable, sobre todo si evitamos caer en la inconsciencia. Los pesimistas, dolientes de un sentido crítico exasperado, se revuelven sistemáticamente contra las cosas y las personas juzgándolas con acrimonia y severidad. Para el pesimista intelectual, la pequeña quiebra de un día sin sol constituye sacrílego atentado a la armonía de la naturaleza, necesitada de luz. Consuela de ellos únicamente cierta propensión a comprender y justificar la flaqueza propia, válvula de escape puesta por Dios a estos caracteres descontentadizos, mediante la cual admiten que haya algo grato y estimable en nuestro pícaro mundo.
"José Antonio Aguirre, por el contrario, se complace de todo. Oírle, regocija y conforta. Quizás sus manos lleven a la región de los sueños, donde lo irreal toma engañosos caracteres, pero aun por tales senderos el espíritu alborozado y tranquilizado busca, y a veces halla, la razón de lo que debe y puede ser.
"Hoy discurrió lúcidamente. Dijo que la única falla de nuestra posición política consiste en la lucha interna de los partidos, de la que se lucran los adversarios de la República. Como logremos congregar lealmente bajo la bandera republicana a todos los grupos y organizaciones de la emigración, quedarán fuera de cotización estimable la solución monárquica y la peligrosa del plebiscito. Ofreció su concurso personal para la acción inmediata y afirmó que se halla pronto a trasladarse a Londres o París, si se estimara necesario.
"El Presidente, que le había escuchado con interés y simpatía, tomó nota de los ofrecimientos, resuelto a que sean utilizados".
Crisis de Llopis
Con este trasfondo humano caracterizado por excelentes relaciones personales, confianza e incluso admiración paternalista, resulta más fácil entender las ideas y decisiones poco ortodoxas promovidas por el presidente de la República española Diego Martínez Barrio en el verano de 1947. Recuperemos, pues, el hilo conductor de nuestra narración para situarnos de nuevo en el mes de julio del mencionado año. Durante estas fechas, y tras pocos meses de precaria existencia, el Gabinete de [l socialista Rodolfo] Llopis había entrado en crisis al perder definitivamente el beneplácito de los socialistas afines a [Indalecio] Prieto. Para los nacionalistas vascos, se planteaba otra vez el desagradable debate sobre su postura ante la crisis y el nuevo Gobierno que saldría de la misma. Esta vez, empero, la decisión se había complicado, puesto que, por una parte, Prieto, cuyo concurso se necesitaba para asegurar la permanencia y la cohesión del Gobierno vasco, se había posicionado abiertamente en contra de la formación de un nuevo Gobierno. Por otra parte, los catalanistas, aliados imprescindibles para la estrategia de los nacionalistas vascos, estaban divididos ante la cuestión de cómo actuar en esta situación. Pero incluso antes de que entrara en crisis el Gobierno de Llopis, fue otra vez [el delegado del Gobierno vasco en Londres José Ignacio] Lizaso quien intentó convencer a Aguirre de que la única posibilidad de avanzar realmente en la lucha antifranquista con un apoyo más decidido de las potencias occidentales pasaba por la colocación del presidente vasco a la cabeza del Gobierno de la República.
Intuición analítica
Lizaso había observado con su agudo sentido analítico que la guerra fría estaba jugando a favor de Franco y que las democracias no mantendrían su postura de marginación del dictador durante mucho tiempo. Por ello, veía necesaria una acción contundente para arbitrar "la fórmula de sustitución rápida de Franco" conforme a la Nota Tripartita. En opinión del delegado en Londres, sólo "una acción violenta" en el Interior podía obligar a los aliados a intervenir más directamente en contra de Franco, pero esta hipotética intervención sólo tenía visos de llevarse a cabo si los aliados tenían la seguridad de que la violencia no degeneraría en "caos y la imposición de una minoría comunista". Y esta garantía no podría ofrecerla nadie más que "un gobierno fuerte al frente del cual estuviera una persona de mayor relieve, prestigio personal y dureza que Llopis". La conclusión de este razonamiento, consultado con círculos del Gobierno británico, fue contundente: "Creo que la única persona que los anglosajones considerarían para esta eventualidad serías tú. Te lo digo como lo siento". La gran huelga general de Bizkaia, impulsada por Aguirre y su Gobierno y organizada por el Consejo Delegado en coordinación con los sindicatos en la primavera de 1947, era una clara señal de que la idea de basar la estrategia de la lucha antifranquista en un mayor activismo de la Resistencia como catalizador de una intervención internacional y en un Gobierno puente presidido por Aguirre no carecía de cierta lógica en julio de 1947. El presidente vasco compartía estos puntos de vista expresados por Lizaso y los trasladó -no sabemos si junto con la posibilidad de hacerse cargo del Gobierno republicano- al presidente [del Gobierno] francés Georges Bidault en entrevista personal.
Cuando Aguirre se entrevistó con Bidault, los días del Gobierno de Llopis ya estaban contados. Se abría la crisis para la formación del nuevo Gobierno y entre los nacionalistas vascos el primero en posicionarse fue su ministro, Manuel Irujo. El navarro, que ya había abandonado por completo su fase aislacionista para convertirse en un ferviente defensor de la vía republicana a la libertad, anticipaba con clarividencia lo que podría ser el desenlace de esta crisis si no se conseguía salir de ella con un nuevo Gobierno compacto y de amplio apoyo: la desaparición de facto de las instituciones republicanas. Su conclusión no dejó lugar a dudas: después de sendos fracasos de un Gobierno de "cabecera republicana" y otro de "cabecera socialista", había llegado la hora de formar un Gobierno liderado por los nacionalistas catalanes y vascos. Irujo propuso a [l nacionalista catalán Carles] Pi i Sunyer para la presidencia, un nombre que ya había sonado como posible sucesor de [l republicano José] Giral. El EBB, en cambio, estimó que la crisis era más grave que la anterior por la oposición frontal de Prieto, volcado en la propagación de su plan plebiscitario, y por la división de los catalanistas. En consecuencia, Irujo fue maniatado y obligado a abstenerse de hacer cualquier gestión que comprometiera al partido. La reacción del navarro, quien se veía rebajado a un "mero buzón para recibir noticias y trasladarlas", fue muy suya: un monumental enfado y el aviso al EBB de que pasaba de todo: "Conste que tengo un humor excelente. Me voy a cenar y después al cine. Ya discurriréis vosotros por vuestra cuenta y por la mía".
Sin embargo, la propuesta de Irujo, encaminada no sólo a asegurar la continuidad de los nacionalistas catalanes y vascos en el Gobierno, sino a intensificarla desde los puestos de mando, no pudo ser parada por la orden del EBB. Al navarro pronto se le pasó el enfado y se volvió a meter de lleno en la cocina política donde se estaba preparando el desenlace de la crisis. El ministro vasco gozaba de una relación privilegiada con Martínez Barrio, el presidente de la República, y sabía que en esta ocasión las ideas de Barrio y las suyas no diferían demasiado. Si conseguía un posicionamiento del máximo representante de la República a favor de una mayor presencia de catalanistas y nacionalistas vascos en el Gobierno, habría dado un paso importante para vencer las reticencias de su partido. El 10 de agosto, Martínez Barrio recibió a Irujo y a Julio Jauregui, quien a la sazón ya trabajaba en su nuevo puesto como secretario general del EBB. Los dos vascos se llevaron una buena sorpresa al escuchar los planteamientos del presidente de la República. Éste les comunicó la negativa de Giral al requerimiento de volver a la cabeza del Gobierno. Ante esta situación, Barrio había adoptado la firme decisión de llamar a un líder catalán -no mencionó nombre alguno- para este cargo. Exhortó en reiteradas ocasiones a los dos vascos a presionar, incluso a "coaccionar", a los catalanistas para que aceptaran este encargo. Barrio pensaba que esta presión era factible y fructífera, ya que los vascos ejercían "sobre los catalanes una influencia mucho mayor que cualquier otro grupo republicano". Esta gestión favorecería a ambos grupos, puesto que "Cataluña y Euzkadi tienen mucho que esperar de la República, y nada que esperar de una cooperación nacional fuera del ámbito de la República". Si, en cambio, esta operación fracasara, Barrio ya tenía decidida la alternativa:
"No he de ocultar a Ustedes que, si el requerimiento a los catalanes no da resultado, entonces lo haré a los vascos. Los catalanes tienen menores inconvenientes para ejercer las funciones de presidencia del Gobierno que los vascos. Levantan menos recelos. Tienen además varias personalidades con capacidad para poder hacerse cargo de la jefatura del Gobierno. Los vascos, en cambio, cuentan con una persona que reúne condiciones de tal manera preeminentes, por su carácter, nombre internacional, prestigio y autoridad, que podría compensar de esas otras circunstancias. Esa persona es el Sr. Aguirre. Ya sé las dificultades que se oponen a que el Sr. Aguirre acepte el cargo. Pero, por eso pueden Ustedes hoy presionar sobre los catalanes, porque, si el intento catalán no da resultado, entonces tendría que pedir a Ustedes que presionaran para que Aguirre lo aceptara".
Halagados y atónitos
Los vascos se quedaron atónitos, pero a la vez no pudieron disimular un cierto sentimiento de halago. Fue Irujo el encargado de convencer a Martínez Barrio de la idoneidad de Pi i Sunyer y de la escasa probabilidad de ser aceptada la oferta a Aguirre, esto último empleando el argumento basado en la tesis de la incompatibilidad entre las dos presidencias (vasca y republicana) y en el deseo de mantener a Aguirre como líder nacional y "Presidente indiscutido de todos los vascos". Esta posición suprapartidista privilegiada correría el riesgo de quedar erosionada y quebrada en su autoridad si Aguirre se decidiera a lanzarse de lleno a la política republicana española ocupando el máximo puesto del Gobierno: "No queremos que el cargo del Presidente de Euzkadi ni su persona se vean expuestos a la discusión, a las incidencias y fracasos que son inherentes al Jefe del Gobierno en cualquier momento, pero sobre todo en el actual". Tal y como estaban las cosas, con Prieto en la oposición, [el socialista Juan] Negrín alejado del Gobierno y los catalanes divididos, también Irujo había comprendido que la decisión de hacerse cargo de la jefatura comportaba el más que previsible peligro de que Aguirre -como antes Giral y Llopis- terminase quemado, lo que evidentemente tendría efectos negativos también para la política vasca. Pese a estos argumentos de envergadura, Martínez Barrio no dio su brazo a torcer: "Yo debo cumplir un imperativo de responsabilidad histórica llamando al Sr. Aguirre, en el caso de que la personalidad catalana no acepte. Comprendo los motivos que pueden excusarle, que Ustedes me refieren. Pero yo tengo los míos, a los que no puedo renunciar. Por el contrario, me veo obligado a pedir a Ustedes su ayuda".
Finalmente, como es sabido, ni Pi i Sunyer ni Aguirre aceptaron el encargo del presidente de la República. Al ser recibido por Barrio, el vasco, "luego de agradecer el encargo, respondió que le era imposible aceptarlo, porque todos los partidos políticos de su país le habían pedido, ante la eventualidad de cualquier ofrecimiento, que no abandonara el puesto que actualmente ocupa". Tras esta negativa, Martínez Barrio tuvo que recurrir a Álvaro Albornoz, de Izquierda Republicana, un hombre del que no tenía una opinión demasiado favorable.
La encrucijada política en el exilio
EL TEXTO desarrolla la crucial labor mediadora de Aguirre que culmina con la formación del Gabinete de Giral (agosto de 1945) y la incorporación del nacionalista Manuel Irujo como ministro en el nuevo Gobierno. A partir de este momento, Aguirre se convierte en una figura clave de la política republicana que, junto con Irujo, determinará buena parte de la política y de las finanzas del nuevo Gobierno. Esta centralidad, sus buenas relaciones con todos los sectores republicanos, su prestigio internacional, así como su química con hombres políticamente tan opuestos como el presidente Diego Martínez Barrio, explican la sorprendente decisión tomada por este último de ofrecer en dos ocasiones al líder de los nacionalistas vascos la presidencia del Gobierno republicano en el exilio.
El autor, Ludger Mees, nacido en Essen (Alemania) en 1957, es licenciado en Ciencias Sociales y Pedagogía por la Universidad de Bielefeld y doctor en Historia por la misma universidad. En la actualidad es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco (Euskal Herriko Unibertsitatea), de la que desde 2004 también es vicerrector. Ha publicado El péndulo patriótico. Historia del Partido Nacionalista Vasco, I: 1895-1936, y II: 1936-1979 (Crítica).
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