Montesinos evoca el color y la tierra valencianos
Ángel Schlesser recuerda la costura francesa de los sesenta y recrea la tranquila línea clásica de Madeleine Vionnet
La primera jornada de desfiles de Cibeles con las propuestas para la primavera-verano de 2007 no entusiasmó demasiado a nadie y se mantuvo en un discreto tono gestionado a la baja, y que sólo tuvo su momento de exaltación y lirismo en Francis Montesinos.
Abrió Antonio Pernas con una colección poco argumentada donde la inspiración se hace calco del pasado; es como si las konsomolas de Solojov abandonaran precipitadamente la ribera del Don apacible y se convirtieran en lolitas sesenteras, que a pesar de querer ser fuertes y urbanas se quedan sin mucha sustancia ni atractivo.
Le siguió el trabajo en voz baja de Lemoniez, con algunos vestidos meritorios y apuntándose a la combinación del negro y el blanco, en la que el agregado de botonaduras, pasamanería de recurso y recortes no logra alzar el tono de las prendas, donde también hubo una cierta confusión estacional al usar tejidos invernales que llevaban a una tranquilidad tristona.
Y por fin llegó Montesinos con su espectáculo, que tampoco crea unanimidad entre público y especialistas: hay a quien le parece excesivo y a otros, simplemente valenciano. Partiendo de una evocación marinera con blanco, rojo y azul, su colección de tela vaquera con gráfica se sumó a las faldas masculinas, los pareos sensuales y los camiseros desmangados. Usando una gama clara para el hombre y un punto fresco de algodón multicolor, Montesinos satura la colección con la logomanía y llega a la ternura con el punto de cruz sobre lino blanco. Debe citarse su colección de accesorios, desde los portatrajes de un día al minicapazo mochila.
Ya en la tarde, Ángel Schlesser comenzó con el negro, el blanco y el turquesa y en la corrección que le es habitual, un hacer que abarca desde el patrón al terminado y que es su marchamo principal. Sus novedades no eran muchas pero tenían buen gusto: el minipantalón abombachado y los recuerdos o citaciones a la costura francesa de los sesenta, dejando para el final su homenaje a Madeleine Vionnet, en una larga serie de trajes de noche o de fiesta donde gama, tratamiento del tejido y efecto del conjunto remiten quizá demasiado literalmente a la gran modista parisiense.
Tras Ágatha Ruiz de la Prada cerró la jornada el decano de los diseñadores españoles, Elio Berhanyer, con un desfile en el que se imponían también el blanco y el negro con su maduro uso ocasional del rojo y el verde. No es fácil hablar de la triste decadencia de un maestro, pero la realidad de los tiempos se impone y no pueden confundirse con aquello de "eterna elegancia" elementos que, simplemente, hablando en el argot profesional, es tan demodé. De alguna manera, su intención de reinterpretar la prenda deportiva resulta alambicada y la ropa de más peso tampoco se inserta en los límites más amplios del gusto moderno.
Volviendo a Lemoniez, puede también ser analizada con esta misma óptica su revisión de las líneas básicas en las que vemos a Pierre Cardin o Courrèges como presencias de obligado cumplimiento en un exceso de literalidad; así, su uso del color o el detalle al relieve también es parte de ese proceso de revival que inunda la moda, y que trata de ocultar de la manera más amable posible la falta de una verdadera creación original y de una inspiración de cepa propia que lleve a hallazgos formales y significativos en el estilo.
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