"La máquina que hay que reparar ya tiene 80 años"
Con sus colaboradores más cercanos recorrí el pasillo como en un travelling cinematográfico donde el visitante ve intensificarse la realidad a medida que avanza: al comienzo los hombres de su custodia vestidos de verde oliva, luego su médico personal siempre derrochando bonhomía, al final del largo corredor un trío compuesto por dos mujeres y un hombre alto, los tres de guardapolvo blanco. ¿Médicos, enfermeros? Por fin una señora muy amable que me introdujo en la habitación. Un cuarto austero, blanco, totalmente despojado de adornos. Fidel, que estaba sentado en una cama, con una mesa blanca y móvil por delante, se puso de pie para darme un abrazo.
Vestía una bata color vino y un pijama haciendo juego y, por suerte, era el Fidel de siempre. Más delgado, es verdad, pero no tanto como lo habían mostrado unas fotos recientes.
"Chávez ha ido creando un modelo indestructible. Además, no es extremista"
"Perdí 41 libras", me recordó, "pero estoy recuperando peso. Ya casi la mitad de lo que perdí". Muchos kilos para quien ya parecía un hidalgo español de prosapia cervantina y ostenta ahora un perfil quijotesco.
Nos sentamos para charlar. Eran las once y media de la mañana habanera de ayer [por el pasado miércoles] y afuera reverberaba la canícula. El nudo que yo traía en la garganta se aflojó de golpe: puede sonar increíble, pero Fidel estaba tan lúcido y filoso como siempre. El mismo tono confidencial de conspirador que el oyente debe desentrañar, las mismas señas misteriosas o las acentuaciones gestuales de algún hallazgo verbal, alguna orden a sus colaboradores en voz bien alta, para demostrar que puede regresar a la oratoria en cualquier momento.
"Ves", subrayó, "puedo hablar en voz bien alta si quiero". Arrancó como siempre, apasionado por los hechos colectivos, políticos. Estaba entusiasmado con el hecho de que Venezuela gane la batalla para ocupar un puesto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. "No van a poder bloquear el ingreso", aseguró. Y subrayó que su gran amigo Hugo Chávez Frías se ha convertido en un líder mundial. "Chávez ha ido creando un modelo indestructible. No es portador de un socialismo extremo, sino realista. Indiscutiblemente va a tener éxito en crear un gran partido que reúna y represente a todos los revolucionarios venezolanos. Los diversos partidos que lo apoyaban han respondido bien a su convocatoria para lograr la unidad. Además, ha prometido realizar todos los cambios democráticamente, consultando al pueblo. No es extremista".
Después abordó el tema de la Operación Milagro, uno de los programas de salud que más lo apasiona. Y lo hizo con la misma intensidad de siempre. Como si no hubiera pasado por el filo de la navaja dejando en terrible suspenso a millones de personas. Recordó que en apenas dos años, unos 400.000 latinoamericanos habían sido operados de cataratas, pterigium y otras enfermedades de la vista con la nueva técnica oftalmológica desarrollada por los médicos cubanos.
Nos íbamos acercando a la confesión. Sobre la mesa había un libro voluminoso. La portada sobria, bien realizada, anunciaba Cien horas con Fidel. Y abajo: "Conversaciones con Ignacio Ramonet. Segunda edición. Revisada y enriquecida con nuevos datos". "Lo seguí corrigiendo en los peores momentos", musitó. "No paré de corregirlo. No creas que lo hice cuando mejoré. Desde los primeros días. Y lo hice no sólo por su contenido sino porque le había prometido al pueblo que lo revisaría antes de publicarlo. Así que pasé muchas horas dictándole a Carlitos [Valencia-ga, su secretario]. Muchas horas".
Entonces me miró, con los ojos muy abiertos y esa expresión como de asombro que le redondea la boca cuando tira un dardo decisivo, para aclarar en un tono profundo, pero despojado de énfasis y dramatismo: "Quería terminarlo porque no sabía de qué tiempo dispondría".
La sombra del gran límite, de la imposibilidad de toda posibilidad, anidaba todavía en el fondo de la mirada como un fondo de café. Comenté: "Otra gran batalla". Asintió en silencio y agregó: "Estas cosas te las cuento como amigo y escritor".
Se acercaba el momento de la despedida. La charla se había prolongado durante hora y media. Le dije, con total sinceridad, que me iba muy contento de verlo tan bien. "Todo en su justo medio", advirtió, mientras me daba un apretón de manos. "No hay que olvidar que la máquina a reparar ya tiene 80 años".
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