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Columna
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Compartir las pérdidas

Los forestalistas temen una bajada en los precios de la madera. Al parecer, a la competencia de la madera que viene de otros países se añade ahora una enfermedad en los árboles denominada diplodia. Las diputaciones forales preparan actuaciones urgentes y los representantes del sector ya han hecho oír su voz reclamando ayudas a las administraciones. Pero la reflexión que sigue poco tiene que ver con los problemas de los forestalistas y de su pingüe o paupérrimo negocio. Lo fundamental, lo preocupante, es comprobar gracias a estos casos cómo se consolida una mentalidad que, sistemáticamente, exige la socialización de toda pérdida económica, demanda que suele ser satisfecha si se cumple una premisa: que el perjuicio económico afecte al suficiente número de personas como para que se conviertan en un grupo de presión.

Sea en el sector primario o sea en las actividades de inversión; críe uno pollos, pesque anchoas o corte madera; invierta en sellos, en apartamentos o en derechos inmobiliarios de multipropiedad; dirija ruinosas empresas públicas, o trabaje en ellas, o forme un belicoso sindicato de taberneros; sea cual sea la actividad concernida, los muchos damnificados exigen socializar las pérdidas y apelan al presupuesto público, para que arrime el hombro a la hora de enjugarlas. En estos casos la sociedad asiste con indiferencia al sistemático saqueo de la cosa pública (Acaso porque intuimos que, tarde o temprano, también nosotros podremos aprovecharnos del invento) y las autoridades, conscientes de que nadie se opone a tales exigencias, las satisfacen con largueza, no vaya a ser que el ruidoso colectivo mantenga vivo el agravio hasta el próximo periodo electoral.

Así se blindan los colectivos organizados. Otra cosa son los dramas particulares, la tremenda soledad a que se ven abocadas personas concretas (un trabajador, un empresario, una familia) cuando su desgracia particular no viene arropada por la insolencia tonal de una muchedumbre. Ahí las leyes de la economía (y de la burocracia, y a veces hasta las de la biología) operan con crueldad, con matemática eficiencia. Entonces se afronta la desgracia sin concentraciones frente a la Delegación del Gobierno, sin cartas abiertas al lehendakari o al alcalde, sin la atención de la prensa y de las televisiones. Y esas personas concretas, trabajadores despedidos, empresarios arruinados, familias desesperadas, asumirán las consecuencias de un error, de una decisión equivocada o de un golpe de mala suerte. Y lo harán a solas, sin la ayuda de nadie.

Para comprender lo injusto de todo esto no es preciso analizar las reclamaciones concretas de los diversos colectivos, ni los condicionantes específicos de cada actividad: basta apreciar la situación cuando, sencillamente, los resultados se invierten. Así como existen partidarios de que socialicemos sus desgracias particulares, también existen partidarios, algo más equitativos, de socializar todos los beneficios. Estos últimos se denominan socialistas. Generalmente se equivocan, pero al menos hay que reconocer en ellos, en los buenos socialistas (los que socializarían tanto la pérdida como el beneficio de los particulares) no las virtudes de la justicia, pero sí al menos la coherencia de la simetría. Claro que esto no interesa a esos colectivos que sólo apelan al poder público cuando les va mal en su negocio. Los que exigen ayudas, indemnizaciones o subvenciones por sus pérdidas (ya pesquen, cultiven, inviertan, gestionen o fabriquen) tienen la curiosa manía de no obrar en correspondencia cuando las cosas van mejor, esto es, cuando logran beneficios.

Habría que pensar qué nicho moral corresponde a estos taimados operadores económicos: cuando pierden exigen el socorro del dinero público, pero cuando obtienen beneficios prefieren desaparecer del mapa. Cuando pierden se comportan como rendidos socialistas, pero cuando obtienen beneficios prefieren el discreto silencio de los grandes liberales. Definitivamente, son estos tiempos muy confusos.

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