El pasado que no quiere pasar
Este fue el título de un ensayo (Vergangenheit, die nicht vergehen will) que en un día de verano de hace 20 años publicó el prestigioso diario alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung en su sección de cultura. Su autor era el catedrático de Historia Ernst Nolte, un experto en el fascismo que impartía clases e investigaba en la Universidad Libre de Berlín. El subtítulo del ensayo indicaba que se trataba de una "conferencia que pudo ser escrita pero no pronunciada". Aunque todavía hoy no está claro si esta denuncia de una posible censura era fundada o un truco propagandístico de su autor, lo cierto es que la tesis principal del largo escrito de Nolte contenía una bomba dialéctica. Nolte negaba la singularidad del régimen nacionalsocialista, argumentando que bajo el estalinismo se habían cometido crímenes que incluso superaban a las atrocidades de Hitler y sus acólitos, por lo que la causa última del auge del fascismo alemán no fue otra que una reacción defensiva ideada para hacer frente al expansionismo bolchevique. Como era de prever, el artículo causó un terremoto en los círculos académicos, intelectuales y periodísticos de Alemania.
Fue Jürgen Habermas, el filósofo de Francfort, quien lideró el contraataque contra las tesis de Nolte y otros historiadores (Stürmer, Hillgruber, Hildebrand) que de una u otra forma le habían apoyado. Habermas reprochó a los revisionistas el haber tergiversado la historia con fines claramente políticos, inducidos por el Gobierno conservador de Kohl. Según el canciller y sus historiadores afines, se trataba de recuperar una sana identidad nacional sin la cual el pueblo alemán y su Estado no podían tener futuro. Para ello era preciso deshacerse de la losa de la mala conciencia por el pasado nazi, para poder mirar al futuro nuevamente con orgullo. La tesis de que los crímenes de Stalin eran más originarios que los de Hitler, y que éste no era una consecuencia lógica de la historia alemana, sino un lamentable accidente provocado por una amenaza externa, encajaba perfectamente, en opinión de Habermas, en esa estrategia político-historiadora.
Así se desencadenó lo que hoy, incluso internacionalmente, se conoce como el Historikerstreit, la disputa o la polémica entre historiadores alemanes. Fue un debate durísimo, que en ocasiones rebasó los límites de la decencia y buena educación tan sagradas en la comunidad académica alemana y se prolongó durante casi una década. El importante seguimiento mediático que tuvo facilitó la incorporación al debate de amplios sectores de la ciudadanía alemana.
En un balance 20 años después cabe destacar dos resultados. En una perspectiva historiográfica, se han consolidado las tesis de que las causas del nacionalsocialismo fueron más de índole interna que externa y de que el móvil principal de Hitler no fue su temor al bolchevismo, sino su exacerbado racismo antisemita. En segundo lugar, destaca la socialización de la polémica y sus consecuencias positivas para la democracia en Alemania.
Pese a los intentos de Nolte y compañía, el desastre alemán -una expresión acuñada en 1946 por Friedrich Meinecke, uno de los grandes de la historiografía alemana- sigue hoy muy presente en la memoria colectiva de los alemanes (lo acaba de demostrar la reciente polémica sobre la pertenencia de Günter Grass a las SS), formando un potente dique de contención frente a las tentaciones de historiadores revisionistas y opciones políticas de extrema derecha. La mejor muestra reciente de esta reconfortante realidad es que, durante el último Mundial de fútbol, la oleada de patriotismo alemán no traspasó casi nunca sus características lúdicas. La extrema derecha no pudo instrumentalizar y desvirtuar ese sentimiento.
El ejemplo del Historikerstreit alemán sugiere, pues, que el recuerdo duradero y crítico de una dictadura, de su guerra y de sus crímenes en la memoria colectiva de la sociedad requiere de tres condiciones básicas: una, la existencia de un debate académico sobre el tema; dos, la implicación no partidista de las instituciones. Cabe recordar que el proyecto del recientemente inaugurado nuevo Museo Histórico Alemán en Berlín recibió un impulso definitivo durante los años del Historikerstreit. Una consecuencia indirecta del mismo también fue el gran Monumento del Holocausto en la capital alemana, que se remonta a una decisión del Parlamento de 1999 y quedó abierto al público en 2005. La tercera condición para mantener el recuerdo crítico de la dictadura en la memoria colectiva es la socialización del debate, que no debe quedar limitado a los guetos académicos e intelectuales.
En España, donde, los 20 años del inicio del Historikerstreit coinciden con el 70 aniversario del comienzo de la Guerra Civil, todavía es pronto para saber si estas condiciones se están cumpliendo, aunque mis dudas se centran sobre todo en la tercera. Recientemente, Alberto Reig Tapia ha sostenido, con razón, en este periódico que los revisionistas españoles, con muy contadas excepciones, no tienen vínculo alguno con la historiografía académica. Y yo añadiría que su formación y reputación no tiene, por tanto, nada que ver con la de un Nolte o Hillgruber. Sin embargo, pese a que sus argumentos carezcan de solidez, sí es cierto que cuentan con un formidable apoyo mediático, que ha otorgado a más de uno de sus libros un éxito de ventas que ya quisieran tener para sí muchos de los historiadores profesionales.
¿Quiere esto decir que la penetración social del debate en torno a la Guerra Civil y al franquismo sólo -o casi sólo- se está logrando por el lado del revisionismo? ¿Acabará imponiéndose la tesis de que la República fue la verdadera culpable de la guerra y que Franco se vio casi forzado a intervenir para poner fin a la ingobernabilidad, el caos y la anarquía? ¿Qué pasaría si los revisionistas, dentro de un par de años, contasen no ya sólo con el apoyo mediático, sino también con el soporte político por parte de un nuevo gobierno, formado por un partido cuyos dirigentes siguen con problemas para condenar el régimen franquista, además de exhibir últimamente comportamientos, pensamientos y modales políticos mucho más cercanos a partidos de extrema derecha que a un partido democristiano conservador como fue la CDU de Kohl durante los primeros años del Historikerstreit?
Alguien me contestará: el PP no puede ganar las elecciones porque éstas no se ganan en el monte, sino en el centro. Para un historiador, empero, este argumento no pesa porque, primero, no invalida la preocupación por la socialización del debate y, segundo, olvida que la historia no es una ciencia exacta y puede permitirse muchos caprichos contra pronóstico. Está bien que tampoco en España el pasado quiera pasar, pero la lucha por determinar quién escribirá este pasado, y en qué términos lo hará, no está, ni mucho menos, decidida.
Ludger Mees es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco-Euskal Herriko Unibertsitatea.
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