El gato de Valentina
Valentina cierra la puerta, se quita las gafas de sol, las mete en el bolso que engancha en el perchero, enciende la luz del pasillo, apaga la del recibidor y se encuentra con dos ojos verdes, sagaces, melancólicos en la soledad de la casa desierta.
- ¡Anda! Pero si estás tú aquí
La primera vez que lo vio, la nostalgia anticipada de los deseos imposibles esmaltaba unos ojos muy distintos, los de su hijo Pepito, nueve años, un trasto.
-¡Mamá! -ella, que leía junto a la buganvilla, empezó a negar con la cabeza antes de disponer de tiempo suficiente para verlo bien-. ¡Pero, mamá, mira qué mono es! Y su madre no lo quiere
-No -y estiró en el aire el índice de las decisiones inapelables en dirección a la puerta del patio-. ¡Que no!
Pepito primero lloriqueó y luego se llevó al gato, que era monísimo, la verdad, blanco, negro, pequeñito Pero el mundo está lleno de cachorros bonitos, pensó ella, y siguió con el periódico, muertos en Irak, muertos en Palestina, muertos en Líbano, incendios y más incendios, bosques muertos, casas muertas, hombres y mujeres y niños muertos.
-¡Ay, déjamelo, anda ! -luego fue Bea, diecisiete años, más formal, pero igual de caprichosa que su hermano pequeño-. ¡Mamá! ¿Has visto qué mono es el gato que se ha encontrado Pepito?
Que no, se dijo Valentina, ene o, no, pero los niños lo metieron en el patio igual. Querían darle agua, eso dijeron, que hacía mucho calor y el gato estaba sofocado, muerto de sed.
-No te pongas así, mamá; total, por darle un poco de agua -su hijo mayor, universitario y todo, se puso tan intratable como los otros dos-, tampoco pasa nada, ¿no? Es que eres muy guapo -y él también lo cogió en brazos, le hizo cosquillas en la cabeza, le peinó con la mano-, pero muy guapo, ¿a que sí?
-Yo no quiero un gato -advirtió ella, antes de volver a los muertos de Oriente Próximo, a los muertos del Estrecho, a la estela mortal de los fuegos incesantes-. No pienso tener un gato, y es muy cruel lo que estáis haciendo, ¿os enteráis? Es muy cruel y muy irresponsable mimar a un gato unos pocos días para luego -y entonces vio salir a su marido de la cocina con un cuenco en la mano-. ¿Pero tú qué haces?
-Voy a darle leche, pobrecito -Pepe pasó a su lado sin mirarla-. Estará muerto de hambre, ¿no?
-¡Ay, mira cómo come! -jalearon cuatro voces a la vez-. Qué hambre tenías, ¿eh?
Ella dejó pasar un tiempo prudencial.
-¿Ha comido ya? Pues fuera He dicho que fuera -y toda su familia se largó detrás del gato.
En ese momento, Valentina ya había aceptado que el gato se iba a quedar. Lo supo desde que vio salir a Pepe de la cocina con la leche. Cuatro contra uno, se dijo, la batalla está perdida, pero así y todo, se dispuso a resistir hasta el final.
-Podemos llamarle Negrín, mamá -las trompetas de la capitulación sonaron con la ocurrencia de su hija un par de días después, porque sólo lo que existe tiene nombre-. Le viene muy bien, porque como es negro con manchas blancas
-No me hagas la pelota, Bea.
-Y tiene una perilla negra estupenda -su hermano se echó a reír-. Lo siento por ti, mamá, pero parece Trotski
-Tú te crees muy listo, ¿no? -y sin embargo, acabó sonriendo con sus hijos.
A partir de ahí cayó en picado. Primero fue la comida para gatitos; luego, la arena para que no ensuciara el patio, y un collar antiparasitario por si las pulgas, y un cascabel rojo para saber dónde estaba, y el veterinario, aunque sólo sea para saber si es macho o hembra, y la edad que tiene Cuando se acabaron las vacaciones, Negrín, macho, unas ocho semanas más o menos, tenía además media docena de juguetes, una toalla, un cepillo y una cartilla de vacunaciones. Lo último que le regalaron fue un transportador para llevarlo a Madrid, y aquí está, aunque hoy, al volver de la primera reunión de trabajo del nuevo curso, a Valentina se le había olvidado.
Ahora lo incorpora a la rutina de todas sus tardes. Con él en brazos va a la cocina, pone a hervir agua, prepara una tetera, lo lleva a su dormitorio, se quita los zapatos, se pone las zapatillas, se sienta en su butaca con una taza humeante, lo mira y celebra su compañía. Es el balance de su verano, un gato afortunado en medio de una desventurada cosecha de cadáveres.
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