Azaña y la República
No descubro nada nuevo si recuerdo al lector la equivalencia que primó durante todo el primer bienio de nuestra Segunda República (1931-1933). Consistía en esta indudable afirmación: "La República es Azaña y Azaña es la República". Y es que hay que recordar estas palabras ante el hecho, actualmente repetido setenta y cinco años después, de considerar a dicho régimen como un bloque monolítico en el que buenos y malos se confunden y en el que, por ende, se difuminan y olvidan, no inocentemente, las zonas de luz y las zonas de sombra que durante la difícil vivencia del mismo se dieron.
Quien estos párrafos escribe nunca ha sido ideológicamente marxista, y mucho menos lo que el inolvidable maestro Nicolás Ramiro llamaba con sorna "marxista de catón", por cierto, luego, a partir de 1978, convertidos en su mayoría en "finos juristas". Hoy, ya casi nadie habla de Marx ni de su versión de la dialéctica. La omnipotente expresión de "Estado de Derecho" parece haber borrado todo lo demás. Pero uno sí se considera un tanto "marxólogo", que es algo bien distinto. Y, precisamente por ello, creedor de que los acontecimientos no sobrevienen de pronto y de que casi todo tiene una explicación ajena al azar de la sucesión de obras o gestos personales.
No estoy divagando. La Segunda República adviene a España envuelta ya en el inevitable enfrentamiento entre obrerismo y burguesía. Y si ésta había sido el agente motor de los cambios durante los dos siglos anteriores, otra dicotomía estaba llamada ya al enfrentamiento en el primer tercio del siglo XX: la España de la "chaqueta y corbata" frente a la España del "mono y la alpargata". O el conocido grito de "arriba los de la cuchara y abajo los del tenedor". Con este trauma en su seno, nace la II República.
Manuel Azaña se define a sí mismo como un burgués liberal, avanzado. Pero contento con serlo. Lleva chaqueta y corbata, como gran número de los intelectuales, abogados y profesionales liberales que tanto empeño pusieron en traer la República. Había que acabar con la marioneta caciquil de la Restauración, el permanente "borboneo" de Alfonso XIII y la gran farsa denunciada por las plumas y discursos de quienes pregonaban la regeneración de la vida española. Con Ortega, Unamuno, Costa, Marañón o Lucas Mallada a la cabeza. Había una España de charanga y pandereta y había que implicarse en el logro de una República que, equiparada a democracia desde el comienzo, llamaba al esfuerzo y llenaba de ilusión.
Azaña, formado en la cuna intelectual del Ateneo, no falta a la cita. Como otros ilustres burgueses de chaqueta, como Alcalá Zamora o Maura, desilusionados con la Monarquía a la que habían servido. Y durante el primer bienio se acomete la gran obra reformadora de los muchos problemas que la República hereda. No siempre con completo acierto, es verdad. Pero sí siempre moviéndose en los terrenos de un liberalismo avanzado. Nunca en los de la revolución. Ni la reforma agraria, ni la política educativa, ni las soluciones autonómicas tuvieron nada de "revolucionarias". Se hizo lo que se pudo. Y lo protagonizó fundamentalmente el sentido común, la oratoria y el incuestionable sentido de Estado que aportó Manuel Azaña. Supo crear como nadie "su República". Incluso los deslices absurdos en el tema religioso fueron obra de otros: "comecuras" del partido radical-socialista. Por todo ello, la República y Azaña pudieron identificarse.
Pero es conocida nuestra hispánica tendencia a los vaivenes y bandazos. A intentar siempre empezar de nuevo y "mudarlo todo", como dijera en el hemiciclo el penalista Jiménez de Asúa. Pregunto sin responder: ¿es eso siempre necesario y hasta posible a través de las leyes? Y, en efecto, al llegar al Gobierno mediante elecciones el segundo bienio, Azaña ya es "el Monstruo" y su figura posiblemente la más odiada. Desde luego, su obra entra en el camino de la mal llamada "rectificación" que protagonizan Lerroux y Gil Robles. La revolución en Asturias es un primer aviso ahora tan manoseado. Y el desplazamiento de la Presidencia de la República de Alcalá Zamora se hace con no muy cuidado argumento jurídico. En 1936, nuevo bandazo. Ya hay claramente dos Frentes: el Popular y el Nacional. Siendo vencedor el primero, la ausencia de Azaña es un hecho evidente.
No es cierto que fuera desplazado a la cómoda y anodina posición de presidente de la República. Sencillamente, no quiso seguir asumiendo la dirección del Gobierno. Me lo narra, muchos años después, quien fuera su estrecho colaborador en el Partido de Izquierda Republicana, Emilio González López. Ante la insistencia, basada en el supuesto de que era la única persona capaz de unir aquel conglomerado de fuerzas, Azaña contesta tajantemente: o la Presidencia de la República "o dejo la política". Y así fue. Algo todavía lleno de incógnitas.
Y desde su constitucional soledad, comprueba que aquella ya no era "su República". Tampoco la de otros muchos que la habían traído. Y al estallar la guerra, Azaña pide a todos los españoles "paz, piedad y perdón". Insiste en que dejen "sus restos donde caiga: lo que hay que divulgar, si lo merecen son sus ideas". Y se queja de la actitud de no pocos ante la República. La que ya no era la suya. La que él forjó comienza a ser condenada, unos por exceso y otros por defecto. El enfrentamiento dialéctico con el que hemos comenzado toma cuerpo. Y la apelación al "Nuevo Estado" significa cosas muy diferentes en ambos bandos. Azaña, ya en el exilio, lo describe con observaciones magistrales. Y con no poca tristeza.
Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.
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