"Mi pueblo parecía Stalingrado"
Los chiíes del sur de Líbano aseguran que darán la bienvenida a las tropas internacionales, pero que si vienen a desarmar a Hezbolá se encontrarán con "muchos problemas"
Desde el bar de Jean Hamid, en una altura del pueblo libanés de Marjaayún, puede contemplarse el pequeño territorio que concentra tantos conflictos: Israel y las granjas de Chebaa se ven a sólo a unos kilómetros y un poco más allá se intuye Siria. Aunque hay un par de balazos en los cristales, el negocio apenas sufrió daños pese a encontrarse a escasos metros de un cuartel que estuvo en manos de las tropas israelíes y del que acaban de tomar posesión los soldados libaneses. Como la mayoría de las localidades cristianas situadas al sur del río Litani, apenas ha sufrido daños. Las grandes ciudades chiíes, como Jiam y Bint Jbeil, o pueblos como Aita ech Chaab, han sido borrados del mapa.
Los militantes de Hezbolá están por todas partes, aunque van desarmados
La mayoría de los pueblos cristianos al sur del Litani apenas ha sufrido daños
Cuando se desplieguen, las tropas internacionales encontrarán una región tan bella en sus paisajes mediterráneos como devastada, en la que ayer no había ni agua, ni luz: sólo cascotes, odio, todo tipo de artefactos sin estallar y un conflicto que puede volver a prender en cualquier momento.
Los cascos azules de la Fuerza Interina de Naciones Unidas para Líbano (FINUL), unos 2.000, aunque la resolución 1701 prevé que se refuercen hasta los 15.000 efectivos, llevan allí desde 1978 -sus cuarteles, muy visibles, forman parte del paisaje-, y las guerras se han sucedido ante sus ojos.
A los pueblos cristianos, casi intactos, apenas han vuelto sus habitantes. En los chiíes, por muy destruidos que estén, la vida surge: las risas de los niños se mezclan con el polvo y aparece ropa tendida entre las ruinas. "Si vienen para ayudar al sur de Líbano y no a Israel, serán bien recibidos. Si vienen para tratar de desarmar a la resistencia, entonces van a encontrarse con muchos, muchos problemas", afirma entre las ruinas de Aita ech Chaab Atica Srur, de 40 años, vestida de negro y con la cabeza cubierta, mientras sus tres hijos menores corretean cerca. Pasó toda la guerra en la zona, ayudando a Hezbolá. "Vivíamos en sótanos, salíamos como podíamos a buscar comida, hacíamos lo que fuera. No podíamos irnos porque los combatientes nos necesitaban", agrega.
Su hermano, Hasan, un ingeniero de 52 años, ha vuelto hace un par de días y vive con su familia de seis miembros en la única habitación que ha quedado más o menos intacta de su casa. Unos metros más allá, en lo que antes eran las callejuelas del centro de este pueblo agrícola, ya no quedan ni ruinas: simplemente montañas de polvo que antes fueron casas. "Esto lo hicieron con excavadoras", señala. El peligro de vivir allí es enorme. Al hospital de Bint Jbeil, la principal localidad de la zona que tuvo 40.000 habitantes, llegan heridos por bombas, los últimos el viernes: tres niños destrozados.
"Cuando volví no podía creérmelo. Mi pueblo parecía Stalingrado", explica en un español perfecto aprendido en Cuba el cirujano Abdalá Jun, de 50 años, sentado a la puerta del hospital, que nunca dejó de funcionar pese a haber recibido tres bombazos y a seguir sin agua. El doctor Jun lo ha perdido todo: su casa en el suburbio chií de Dahia, en Beirut, fue fulminada por la aviación. "Mis títulos, mi biblioteca, mis recuerdos, mi pasaporte... Todo ha desaparecido".
Los signos de la guerra son visibles por todas partes -coches fulminados en las cunetas, paredes picadas por las balas, casas arrasadas, tierras quemadas, animales muertos-, pero sobre todo están en la gente. Cuanto se viaja hacia la frontera, más discreta es la presencia del Ejército libanés. Los militantes de Hezbolá están por todas partes, aunque no portan armas. Los israelíes siguen en algunos pueblos y conservan ciertas posiciones.
Mientras representantes del Gobierno de Qatar reparten comida, sentado en una silla de plástico en la plaza principal de Aita ech Chaab, un pueblo tan cerca de Israel que desde los alrededores se ven las casas al otro lado de la frontera, un anciano de sinceros ojos azules, cubierto con el tocado blanco tradicional y al que todos tratan con respeto, se lo piensa antes de responder a la pregunta de cuántas guerras recuerda. "Demasiadas y todas traen el mismo terror", dice finalmente. ¿Y será la última? "Ojalá", agrega, esta vez sin pensárselo. Es la única vez que uno de los hombres le interrumpe: "Cada 10 años tenemos una guerra. Quizá, la siguiente llegue antes".
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