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Tombuctú, el puerto del desierto

A caballo entre el gran desierto y el río Níger, la situación de Tombuctú, en el norte de la República de Malí, sigue siendo privilegiada, como la de toda gran encrucijada. La ciudad mítica, soñada por aventureros y dominada hace siglos por León el Africano, vive hoy adormecida en su pasado esplendor

Hay un país, al suroeste de Libia, más allá del gran desierto", relata Herodoto en el siglo V antes de Cristo, "que los comerciantes cartagineses suelen visitar. Cuentan que, después de un viaje muy largo y fatigoso, llegan a una playa donde descargan sus mercancías. Una vez dispuestas ordenadamente sobre la arena, las dejan allí, y ellos se alejan y encienden grandes hogueras para anunciar su llegada a quienes viven en aquellas tierras. Al ver el humo, los nativos salen de sus poblados y van hacia la playa, se acercan a las mercancías, las examinan y, tras depositar junto a ellas tanto oro como creen que valen, desaparecen de la vista. Entonces, son los cartagineses quienes se aproximan, y si consideran que el oro es suficiente, lo recogen y se van; pero si no les parece bastante, no lo tocan y se retiran de nuevo, y reavivan el fuego hasta que el humo vuelve a cubrir el cielo. Los nativos acuden entonces por segunda vez y añaden algo más de oro, y así se repiten las idas y venidas hasta que los comerciantes se dan por satisfechos".

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Todas las épocas de las que guardamos memoria nos han legado alguna historia de un país fabuloso, preñado de riquezas, situado en alguna región ignota. Los más codiciados tesoros esperan a aquellos audaces dispuestos a desafiar los escollos que, invariablemente, cierran el paso a quienes pretenden alcanzar tan venturosas tierras.

Nada extraño, pues, que durante largo tiempo se creyera que la historia recogida por Herodoto en el norte de África no era sino una más de esas leyendas.

El interior del continente siguió envuelto durante siglos en una espesa nebulosa, acorazado por un desierto inhóspito en el que sólo conseguían sobrevivir algunas belicosas e irreductibles tribus nómadas.

La irrupción en el África septentrional de los conquistadores árabes supondría un cambio sustancial. Plenamente avezados a sobrevivir en las regiones más inhóspitas, los árabes penetrarían sin grandes problemas en el Sáhara, extenderían el islam hasta Sudan-es-Bilad ("la tierra de los negros") y reanudarían el tráfico comercial del que se hacía eco Herodoto. Con ello, las noticias de las legendarias riquezas del África negra llegarían una vez más al mundo mediterráneo y, desde allí, a toda Europa.

La sal y el oro: ésas eran las mercancías claves, junto con los esclavos, del nuevamente floreciente comercio transahariano. La sal, componente esencial para el organismo humano, brotaba sin cesar en las salinas de Taghaza, en pleno desierto, pero escaseaba dramáticamente más hacia el sur. Allí, en cambio, en los parajes ya húmedos y boscosos del África tropical, el oro era tan abundante que los soberanos de aquellos reinos enjaezaban sus cabalgaduras con pepitas de oro gruesas como el puño, decían los rumores.

Poco a poco, y aunque siempre basándose en fuentes indirectas, el epicentro del singular intercambio adquiriría un nombre propio: Tombuctú. Un nombre propio, inconfundible, pero de localización incierta, ambigua y paradójica, no menos fantástica que su riqueza. Una ciudad situada, según unos, en pleno desierto; según otros, a orillas de un gran río. En cierto modo, la información no hizo más que realimentar la vieja leyenda.

La credibilidad de Tombuctú en el imaginario occidental como un emporio de riquezas inimaginables quedaría definitivamente avalada a principios del siglo XVI por un fiable testigo directo, el granadino Hassan Ibn Muhammad al Wazzani, más conocido entre nosotros como León el Africano.

Hijo de una distinguida familia instalada en Fez poco después de la ocupación de Granada por los Reyes Católicos, Hassan al Wazzani recorre buena parte del mundo islámico en viajes de negocios y también en diversas misiones diplomáticas como representante del xerif de Fez. Entre 1510 y 1515, los negocios familiares le llevan por dos veces a Tombuctú. Poco más tarde, en 1518, mientras se dirige por mar hacia Túnez de regreso de un viaje a Turquía, su galera es atacada por corsarios italianos, y tripulantes y pasajeros son apresados y conducidos a Nápoles para ser vendidos como esclavos. Tras diversos avatares, Hassan da con sus huesos en la corte pontificia, donde muy pronto es apreciado por el papa León X tanto por sus conocimientos del mundo musulmán como por sus servicios como traductor y profesor de árabe. Pero, sobre todo, lo que más sorprende e interesa al papa son los relatos de sus fascinantes viajes por el interior de África.

Dos años después de su captura, Hassan recupera la libertad a cambio de convertirse, al menos formalmente, a la fe católica, apostólica y romana. Con el bautizo, inicio de una nueva vida, Hassan recibe también un nuevo nombre, el mismo que el de su protector: Giovanne Leone. A partir de ese momento será conocido como León el Africano.

Alentado por el papa, Hassan-León completa la redacción de una Historia y descripción del África y de las extraordinarias cosas que contiene, obra que incluye el retrato de una ciudad que conjuga la opulencia económica del mítico El Dorado y el brillo cultural del Damasco o la Córdoba califales: "En Tombuctú se alzan una mezquita extraordinaria y un palacio majestuoso", explica León el Africano. "(…) Los habitantes, y especialmente los extranjeros que viven aquí, son extraordinariamente ricos, hasta el punto que el actual rey ha casado a dos de sus hijas con dos de estos mercaderes. Hay muchos pozos llenos de agua muy dulce, y cada vez que el río Níger se desborda, hacen llegar el agua hasta la ciudad mediante acequias. En la ciudad se encuentra grano, leche y mantequilla en abundancia, aunque la sal es muy escasa y tienen que traerla desde las minas de Taghaza, situadas a veinte días de distancia. (...) Aquí reside un gran número de doctores, de jueces y otras gentes de gran sabiduría, que viven espléndidamente a cargo del rey", dice aún León el Africano. "Y aquí llegan libros y manuscritos desde la Berbería, que son vendidos por más dinero que cualquier otra mercancía. La moneda de Tombuctú es el oro puro, sin acuñar, sin inscripción de ningún tipo".

Los europeos no querían oír otra cosa, y no hay por qué suponer que el granadino exagerase al describir las excelencias de Tombuctú. Sus visitas a la ciudad coinciden con su momento de máximo esplendor. Desde su fundación, a finales del siglo XI o principios del XII, la ciudad experimenta dos largos periodos de estabilidad: entre 1330 y 1360, cuando el mansa Kankou Mousa la coloca bajo su protección, y, sobre todo, entre 1468 y finales del siglo XVI, cuando son los askias sonraïs de Gao quienes dominan la ciudad y mantienen a los tuaregs a raya. El resto del tiempo, sin embargo, Tombuctú se halla permanentemente sometida a las exacciones de los nómadas del desierto y a la codicia de todos los reinos e imperios vecinos. En algún caso, con una importante participación hispánica, como a finales del siglo XVI, cuando, después de haber conseguido unificar Marruecos bajo su autoridad, el xerif Muley Ahmed considera que ha llegado la hora de extender sus dominios hacia el sur, más allá del gran desierto, para controlar las fuentes del oro con que regresan, cuando regresan, las caravanas que se arriesgan a cruzarlo.

Para llevar a cabo su proyecto, Muley Ahmed organiza un ejército formado básicamente por mercenarios andaluces, descendientes de familias granadinas, equipados con armas de fuego suministradas por la corona británica, gran adversaria de los castellanos en sus ambiciones coloniales.

La expedición sale de Marraquech el 16 de octubre de 1590 dirigida por el pachá Judar, un cristiano renegado nacido en Las Cuevas (Granada).

La lengua oficial del cuerpo expedicionario es el castellano. Veinte semanas más tarde, a finales de febrero de 1591, el ejército andalusí llega al Níger, a la altura de Karabara, y desde allí se dirige, bordeando el río, hacia Gao, capital del imperio sonraï, que en aquellos momentos controla Tombuctú. El askia Ishak reúne una fuerza de 18.000 jinetes y 9.500 infantes. Cuando el 13 de marzo de 1591 los dos ejércitos se hallan frente a frente, sólo 1.000 hombres de Judar se encuentran en disposición de combate. El resto ha perecido en el viaje o se halla demasiado débil para empuñar las armas. Pero los 1.000 soldados del pachá tienen arcabuces. Los guerreros sonraïs, hasta entonces invencibles, no han visto jamás armas de fuego. Confiados en su superioridad, se lanzan en tromba contra aquel puñado de extranjeros exhaustos y achacosos. El combate dura pocos minutos. Diezmado por las balas, aterrorizado por las llamaradas y explosiones de unas armas diabólicas, el ejército sonraï huye en desbandada. Judar ocupa Gao sin más oposición y, pocas semanas después, Tombuctú. Ambas ciudades son saqueadas, y sus tesoros, enviados al soberano marroquí.

Pero la victoria de Judar y sus hombres pronto revela su fragilidad. Separados por más de 2.000 kilómetros de desierto de las grandes ciudades del norte -Mogador, Marraquech, Fez, Mequinez…-, y de sus propias familias, pronto los invasores cortan las amarras con el soberano al que servían y pasan a constituir uno más de los diferentes grupos étnicos que a lo largo de los siglos se han sucedido como casta dominante de Tombuctú. Durante más de 100 años, los soldados de Judar y sus descendientes directos dominarán a sangre y fuego el gobierno de la ciudad, recibiendo una denominación claramente expresiva de su atributo original más peculiar: los arma, como son conocidos aún hoy sus descendientes.

Es a finales del siglo XVIII, coinci-diendo con la emancipación de las colonias americanas, cuando las grandes potencias europeas deciden que ha llegado la hora de despejar definitivamente el misterio de Tombuctú y del Níger, y de abrir esas regiones a las hipnóticas luces de la civilización y el comercio.

Lo paradójico del caso es que cuando por fin los europeos se lanzan al descubrimiento y conquista de Tombuctú, lo hacen guiados por una imagen que ya no tiene casi nada que ver con lo que ocurre realmente en la ciudad y en toda la región. La ciudad lleva más de 200 años sometida a la rapiña, primero de los arma, después de los bambaras de Segou y de los peuls de Macina; de los tuaregs, siempre.

Alentada especialmente por los Gobiernos británicos y franceses, desde 1790 se desencadena una auténtica carrera colonial entre exploradores y aventureros de todo pelaje. Casi todos ellos dejan la piel en el empeño. Sólo los británicos pierden más de 150 exploradores. En total, desde los tiempos de León el Africano y hasta 1880, sólo cinco europeos consiguen violar el secreto de Tombuctú y regresar con vida para contarlo: Robert Adams (1811), René Caillié (1828), Heinrich Barth (1853) y, ya en 1880, la pareja formada por el alemán Oskar Lenz y el español, nacido en Tánger, Cristóbal Benítez, que le acompaña como sirviente e intérprete.

Cuando por fin los franceses ocupan militarmente la ciudad, en 1894, de su brillante pasado no queda más que una pálida memoria, unas ricas bibliotecas, una intensa espiritualidad islámica y, según una pertinaz leyenda, una no menos intensa sensualidad.

Visitar hoy Tombuctú tiene ya poco que ver con las extraordinarias y a menudo trágicas epopeyas de las caravanas que cruzaban el desierto en pos del oro de Sudán, o de los centenares de aventureros que intentaron descubrir la ciudad a lo largo del siglo XIX. Ahora es posible llegar en avión. Si elige esta vía, sin embargo, el viajero quedará probablemente decepcionado. Depositado de sopetón en la empobrecida ciudad, difícilmente percibirá la grandeza que su humildad atesora. Seguramente sea ésta la razón por la que todas las guías turísticas hablan de Tombuctú como de una gran decepción: ni una ciudad viva y floreciente, ni un museo al aire libre, sino un lugar perdido, arruinado, polvoriento, que no guarda más vestigio de su legendario pasado que la nueva-vieja mezquita de Yinguereber, reconstruida incontables veces imitándose siempre a sí misma.

Sí, quizá tengan razón, las guías turísticas casi siempre la tienen en lo anecdótico; pero si uno está dispuesto a aproximarse lentamente a la ciudad por una de las dos vías tradicionales de acceso a la misma -es decir, o bien por el desierto, desde el norte, o bien por el río, el Níger, desde el sur-, y por más que el desplazamiento se realice mediante modernos medios de transporte -vehículos todoterreno, si es por el desierto; grandes embarcaciones a motor, si es por el río-, el viaje será con toda seguridad suficientemente intenso como para que, al llegar a Tombuctú, aprecie lo asombroso que es la mera existencia y supervivencia de una ciudad en ese punto del mundo y sienta la fuerza de su magnetismo.

No es un viaje para quien tenga prisa o vaya con el tiempo milimetrado. Puede durar cinco días, o tal vez diez, depende. Si se va por tierra, dependerá de la pericia de los guías, de las tormentas de arena, de las averías mecánicas… Si es por el Níger, ya sea en una pinasse (inmensas piraguas que aseguran el transporte y la comunicación a lo largo de todo el año), ya sea a bordo de uno de los buques que durante la temporada de aguas altas -entre junio y noviembre, aproximadamente- cubren la línea Kulikoro-Mopti-Tombuctú-Gao, dependerá del nivel de las aguas, de la carga a embarcar o desembarcar en cada escala, también de las averías, sin olvidar los espíritus del río…

Ahora bien, si uno está dispuesto a prescindir, al menos por unos días, tanto del reloj como del grado de confortabilidad al que estamos acostumbrados, el viaje constituirá, sin duda, una experiencia memorable.

Cuando, tras largos días de insolación y, tal vez, desolación, el viajero empieza a temer que ha perdido el norte, o el sur, como ese imposible río Níger que se adentra en el desierto, lo que al principio emerge como un espejismo pronto se revela como una ciudad real, pobre y polvorienta, sí, pero sólida, firmemente asentada entre los arenales. Una ciudad modesta y al mismo tiempo portentosa, como otras ciudades erigidas en pleno desierto; ciudades que no se imponen contra la tierra que las acoge, sino que son su prolongación, una sutil modulación.

Las calles de Tombuctú están llenas de edificios recatadamente espléndidos, bastantes de ellos bien conservados -la ciudad fue declarada en 1988 patrimonio de la humanidad por la Unesco-. Muchas casas tienen puertas y ventanas ricamente labradas, a la manera árabe: la madera ornada con grabados, relieves y hierro forjado. En el interior se entrevén patios y estancias; hombres conversando recostados sobre esterillas, niños jugando, mujeres moliendo grano o cocinando.

La mezquita de Yinguereber, erigida por iniciativa del mansa Musa en el año 1330 y después destruida y reconstruida incontables veces, es una edificación extraña, inquietante, con un aire más de fortaleza que de templo. El minarete, aplastado por el sol, pulido por el viento, semeja más un baluarte defensivo que una torre desde donde llamar a la oración. Con todo, el conjunto es un monumento impresionante de formas blandas y ondulantes, de muros grisáceos y agrietados, como un viejo elefante yacente, esculpido por el tiempo.

Al atardecer, las calles de Tombuctú se llenan de grupos de hombres sentados o tendidos sobre el suelo arenoso. Conversan, o juegan a las cartas, al awalé o a las damas, sobre tableros dibujados en la arena, con piedrecillas como fichas.

De dos en dos, de tres en tres, las mujeres pasean lentamente luciendo sofisticados tocados. Muchos niños juegan y corretean, otros acarrean cubos de agua sobre sus cabezas. Casi todos gritan constantemente, y los más atrevidos se acercan al extranjero y le saludan, dándole la mano. "Ça va, toubabou?", preguntan entre risas, antes de irse corriendo, satisfechos de su osadía.

La noche cae muy deprisa, y en el ambiente se entabla una inevitable conflagración entre hogueras y humo. Los niños siguen jugando, gritando y corriendo, tan pronto iluminados por el fuego como desaparecidos en la neblina. Los hombres siguen hablando a oscuras. Las mujeres preparan la cena.

El viajero se pregunta cuánto tiempo resistirá Tombuctú, si podrá evitar el destino de tantas otras ciudades que el desierto ha engullido. Cuando el viento sopla, la arena invade las calles, trepa por los muros, sella puertas y ventanas. Tras no pocas fachadas espléndidas se abre el cielo. En el interior, todo se ha derrumbado, dejando sólo un gran decorado; pero no resulta extraño, porque toda la ciudad es un gran teatro donde se representa una función que nadie ha escrito, pero en la que cada uno parece saber perfectamente su papel.

A excepción de un puñado de turistas y de historiadores del islam, la ciudad vive aparentemente aislada del mundo. De hecho, durante medio año, cuando el Níger crece, el aislamiento físico es casi total; sólo se puede llegar a ella o abandonarla, o bien por el río, navegando a bordo de piraguas o de barcos surgidos de la noche de los tiempos, o bien cruzando el desierto, navegando por mares de arena y piedras. En buena medida, es un universo aparte, y parece que también esté fuera del tiempo; pero, por poco que uno hurgue, la historia aflora por todas partes, todo el mundo habla de cosas que ocurrieron hace siglos como si fuese ahora mismo, como si cualquier día todo pudiese volver a ser como antes. Quizá tengan razón.

"Antes todo el mundo quería venir a Tombuctú", decía el anciano que me acompañó a visitar la biblioteca del Centro de Estudios y Documentación Ahmed Baba, "pero ahora ya no viene nadie. Sólo cuatro turistas. Y los pocos que vienen se largan enseguida. Buscan palacios, monumentos y murallas, y cuando no los ven creen que no hay nada que valga la pena. Mejor así. Todas nuestras desgracias llegaron porque éramos demasiado ricos. Todo el mundo nos envidiaba. Ahora creen que somos pobres, pero somos más ricos que nunca. Nuestros tesoros están ahí", dice, señalando los libros, "y aquí", añade, llevándose la mano al corazón.

"Es como Atenas y Roma", afirmaba por su parte un joven profesor de historia. "Todos los conquistadores han acabado conquistados por nuestra cultura. Como no han podido vencernos nunca, ahora optan por aislarnos. Cada diez años, los poderosos nos pegan una patada en el culo para que retrocedamos veinte. Los occidentales lo están destruyendo todo, pero un día lo pagarán. Están destruyendo la capa de ozono que protege el mundo, y los ecosistemas, para que las sequías nos maten de hambre, y devalúan nuestra moneda, pero no podrán con nosotros. Hay 333 santos que protegen la ciudad. Y Tombuctú está lleno de gente que conoce los secretos más grandes. ¿De qué crees que viven estos hombres que se pasan el día sentados en el zaguán de su casa? ¿Crees que trabajan? No, de ninguna manera. Cuando anochece, se encierran en su habitación, trazan un cuadrado mágico en el suelo y de él obtienen todo lo que necesitan. Llegará el día en que esta ciudad volverá a ser el centro del mundo…".

Aunque con medios algo distintos, el actual Gobierno de Malí también quiere reincorporar la ciudad a las grandes rutas mundiales, para lo cual ha construido un nuevo aeropuerto capaz de recibir modernas aeronaves cargadas de turistas.

Sí, ¿por qué no?, quizá en un mundo policéntrico, Tombuctú pueda volver a ser una ciudad de primer orden. A caballo entre el gran desierto y el río Níger, su situación sigue siendo privilegiada, como la de toda gran encrucijada. Y como me decían todos los tuaregs a quienes pregunté por las razones de los conflictos que frecuentemente los han enfrentado a las autoridades de Bamako, "¿quién sabe lo que hay bajo la arena?, ¿quién asegura que el desierto no guarda tesoros todavía desconocidos: petróleo, diamantes, uranio, etcétera? Si no hay nada, que nos lo dejen. Nosotros seremos capaces de salir adelante. Siempre lo hemos sido".

Sí, es posible. Si Tombuctú existe y resiste, todo es posible. Pero a quien quiera verificarlo, le aconsejo aproximarse despacio, muy despacio, y empaparse de su historia, que no sólo está escrita en los libros, sino también en los grandes arenales, y en los meandros del Níger. Sólo así apreciará en lo que vale esa ciudad todavía increíble, ese gran puerto del desierto, a tiro de piedra de un gran río no menos impensable.

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