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La historia no les absolverá

Quienes imaginaban que la entrada triunfal del ejército norteamericano en Bagdad y el derrumbe de la tiranía de Sadam Husein abrían una nueva era, no sólo para Irak sino también para todo Oriente Próximo -era en la que florecían la paz, la democracia y la prosperidad-, vivían en otro planeta, probablemente en Marte: ignoraban la estructura tribal y clánica del país, sus confrontaciones étnicas y religiosas mantenidas a lo largo de los siglos de gobierno por dinastías extranjeras. Si los otomanos se mostraron capaces de aglutinar con pragmatismo aquel mosaico de piezas abigarradas, sus sucesores ingleses no se lucieron como creían en un brillante desfile militar y debieron recurrir al empleo de gases tóxicos para aplastar la rebelión de las tribus y contrarrestar la acción de unas fuerzas centrífugas reacias a aceptar las fronteras trazadas conforme a los acuerdos Sykes-Picot. Tras una dura "pacificación" de diez años, llevaron al trono a la dinastía Hachemí bajo la indisimulada tutela de las compañías petroleras de capital británico. En 1958, un feroz golpe de Estado acabó con los Hachemís (princesas y principitos incluidos) y, desde entonces, Irak fue gobernado con mano de hierro por militares y miembros del partido Baaz, pertenecientes todos ellos a la minoría suní. La ascensión y caída de Sadam Husein -su guerra de agresión contra Irán alentada y sostenida por Occidente, genocidio de la población kurda de Halabya, invasión de Kuwait, Guerra del Golfo, represión salvaje del levantamiento chií, etcétera- están en la mente de todos y no me demoraré en ello.

En primavera de 2003 oíamos hablar de la reconstrucción rápida del país, de un nuevo Plan Marshall, de fabulosos ingresos petrolíferos que enriquecerían a los miembros de la Coalición y contribuirían de paso a la causa del progreso y la libertad en el mundo árabe. Tres años después, comprobamos que ninguna de estas previsiones se han cumplido. Después de la desastrosa decisión del procónsul norteamericano Paul Bremer de disolver el ejército y la policía de Sadam, dejando en la calle a decenas de millares de sus miembros que no tardarían en unirse a la insurgencia, las milicias chiíes y suníes imponen su ley con brutalidad y campan a sus anchas, las decapitaciones y matanzas del grupo religioso rival por misteriosos escuadrones de la muerte aumentan a diario. La guerra civil es ya un hecho y las ingentes sumas destinadas a la reconstrucción de Irak se emplean en la dudosa protección del personal encargado de llevarlas a cabo. Los ocupantes permanecen atrincherados en sus bases y sus incursiones mortíferas contra la insurgencia, con los denominados eufemísticamente "daños colaterales" que acarrean, acrecen el odio de una población que les acogió como libertadores. Abu Ghraib y la multiplicación de "errores" admitidos por el Pentágono no arreglan las cosas. La behetría y el horror cotidiano reinantes en el llamado triángulo suní se extienden hoy al sur y a las instalaciones petrolíferas amenazadas por grupos incontrolados. La muerte de Abu Musab al Zarqaui -verdugo despiadado de rehenes y autor de una delirante fetua sobre el deber religioso de ejecutar a los "apóstatas" chiíes, esto es, el 60% de la población iraquí- no va a cambiar, al menos a medio plazo, el curso de la insurrección ni la limpieza étnica de las zonas y barrios mixtos ni la islamización forzada de una sociedad laica, de la que las mujeres son ya las primeras víctimas. Contrariamente al refrán, con la muerte del perro no acaba siempre la rabia.

La invasión ilegal de Irak, basada en mentiras e informes manipulados, es a estas alturas un desastre de dimensiones inabarcables. Enviscados en el atolladero que ellos mismos crearon, los ocupantes -¿quién puede llamarles aún liberadores?- se encuentran en el brete de decidir entre quedarse (no se sabe hasta cuándo) y partir (de forma escalonada a fin de salvar las apariencias). Abandonar la aventura militar, tras haber convertido a Irak en una almáciga de yihadistas fanáticos y terroristas suicidas, sería admitir una derrota más humillante e infinitamente más peligrosa que las del Líbano y Somalia. Prolongar la ocupación en espera de dejar en su lugar a un Gobierno capaz de imponer una difícil, pero no imposible, estabilidad les convierte en rehenes de la mayoría chií, cuyos vínculos con Teherán no puede ignorar nadie.En el tira y afloja con el régimen de los ayatolás sobre su acceso a la tecnología nuclear, el último dispone de mejores bazas. Empantanados en el valle del Éufrates, los norteamericanos no pueden permitirse abrir un nuevo frente. Como ha advertido Alí Yameini, Irán guarda la llave del estrecho de Ormuz por el que transita el crudo saudí, de los Emiratos Árabes, Kuwait, Irak y el suyo propio. Su cierre o un ataque a los cercanos yacimientos de oro negro de sus vecinos sería un golpe insoportable para la economía estadounidense y de los países dependientes del abastecimiento energético de Oriente Próximo.

Si a todo ello sumamos la situación intolerable de la población palestina, encerrada en guetos inviables por el monstruoso muro de cemento erigido por Israel a despecho de la legalidad internacional y de resoluciones de Naciones Unidas -situación agravada ahora con las mortíferas incursiones y ataques en Gaza y Líbano-, comprobaremos que el unilateralismo y la ideología ultraderechista de Bush y sus asesores han fomentado el yihadismo en el mundo islámico, convertido a Irak en un polvorín, condenado a la miseria de África subsahariana con las subvenciones proteccionistas a sus propios agricultores, substituido los programas de ayuda de Clinton por gigantescos presupuestos de Defensa, recortado los derechos civiles de la ciudadanía, cubierto infamias como la de Guantánamo y aumentando el endeudamiento nacional a cifras jamás vistas. La arrogancia e imprevisión del primer mandatario se vuelven como un bumerán contra él: su popularidad ha caído a mínimos y el efecto de su viaje relámpago a Bagdad no durará probablemente más que el escenificado hace tres años, en plena euforia guerrera. La combinación de autismo voluntario, groseros errores estratégicos y mesianismo religioso inspirado por predicadores de la especie de Pat Robertson le han consagrado ya como el peor presidente de la democracia norteamericana.

Si el sostén sin falla a las teocracias del Golfo y a los regímenes corruptos favorables a los intereses políticos y económicos estadounidenses no augura nada bueno para el porvenir democrático de los pueblos arabomusulmanes, la invasión de Irak, proyectada como sabemos hoy antes del 11-S, y la invención de unos vínculos inexistentes entre Sadam y Al Qaeda inician una deriva inquietante de la Casa Blanca hacia la guerra asimétrica contra el Mal, sin límites de tiempo ni fronteras, de la que todos somos rehenes. La lucha contra el terrorismo internacional ampara no sólo graves violaciones y atropellos de los derechos humanos, sino que equipara legítimos actos de resistencia a ocupaciones ilegales con carnicerías perpetradas contra civiles indefensos. Esto es: transforma la enorme complejidad de las situaciones políticas, económicas, religiosas y culturales que afrontamos en una cruzada maniquea como la predicada por el islamismo radical.

Resulta sorprendente que ningún político de peso del Partido Demócrata estadounidense, desplazado del poder por artimañas del gobernador de Florida, se haya planteado a estas alturas la necesidad de un proceso de incapacitación presidencial como el que condujo, por faltar asimismo a la verdad y obstruir la acción de la justicia, a la dimisión de Nixon. Los mecanismos de salvaguardia de la primera democracia del mundo, ¿se han enmohecido y perdido su fuerza? ¿No son Bush y sus asesores presuntos culpables de graves ilegalidades y encubrimientos? Magro consuelo nos queda: la historia no les absolverá.

Juan Goytisolo es escritor.

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