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Columna
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La inopia europea

Lluís Bassets

Peldaño a peldaño seguimos descendiendo por la negra escalera de la guerra global contra el terror. Hay que recordarlos uno tras de otro, para no descontarnos y percibir así hasta dónde hemos bajado. Primero se declaró una guerra, la más insólita, contra un ejército fantasmagórico de enemigos inasibles. Para mejor combatirlo se propugnó la teoría de la guerra preventiva, que autoriza a atacar a cualquier país por el solo hecho de que algún día pueda constituir una amenaza. Luego se decretó la imperiosa sujeción de las instituciones internacionales y de los países aliados al dictado imperial: se acabó la diplomacia y la deliberación entre amigos, y el mundo se quebró secamente en dos fragmentos. La mentira recibió los honores de la verdad: el Gobierno admitió que se sentía autorizado a deformar cómo son las cosas para vencer en esta contienda y se aplicó por primera vez con la invención de unas inexistentes armas de destrucción masiva listas para ser lanzadas en pocos días.

En el camino se abrieron prisiones sin ley en territorios perdidos a cualquier control, la tortura encontró convalidación legal, se subarrendó el interrogatorio de individuos peligrosos a las policías de los países más siniestros del planeta, se secuestró y quién sabe qué más se hizo utilizando aeropuertos y territorio europeo. A las escuchas telefónicas y al espionaje practicado en el extranjero se añadió el practicado de forma masiva y sin control judicial en casa y para escuchar a los propios ciudadanos. El último peldaño del que tomamos conciencia es el descubrimiento de que otro muro de la privacidad acaba de caer cuando nos enteramos de que todas las transferencias bancarias pasan por el fino tamiz de ese gran ojo que nos escruta, obsesivo y autoritario, siempre desvelado, dispuesto a enterarse de todo y a limitar si hace falta nuestros derechos con el encomiable objetivo de pillar en su red a los terroristas que se preparan a atentar contra nosotros.

Una vez más, el vicepresidente de Estados Unidos, Dick Cheney, ha defendido estas prácticas. Estos controles bancarios, ha dicho "se han conducido de acuerdo con las leyes del país" y "son perfectamente coherentes con la autoridad constitucional del presidente de Estados Unidos". Este viaje hacia los infiernos se apoya en la ampliación de los poderes del presidente americano, hasta colocarlo por encima de la ley y de cualquier otra institución. No se trata de una improvisación ni de una invención al calor de los atentados del 11-S. Quienes han concebido tal manejo jurídico parten del artículo segundo de la Constitución americana, que confiere al presidente el poder ejecutivo y la responsabilidad de comandante en jefe de las fuerzas armadas, y le añaden la llamada AUMF (Autorización para el Uso de la Fuerza Militar), aprobada por el Congreso el 18 de septiembre de 2001, una semana después de los atentados. Presuponen, claro está, que Estados Unidos se halla en una situación de guerra y que mientras dure esta situación excepcional, y durará cuánto quiera el inquilino de la Casa Blanca, será conveniente mantener los poderes excepcionales y las consecuencias que se derivan en los derechos individuales, en territorio americano y donde sea, Europa incluida.

La prensa norteamericana, que no tuvo reparos en entregarse patrióticamente a la Casa Blanca al empezar la guerra contra el terror, ha sido ahora la que ha desvelado el fisgoneo en la privacidad de las comunicaciones y de las transacciones bancarias de los ciudadanos. La respuesta ha sido despiadada y el periódico más destacado, el Times de Nueva York, se ha visto vapuleado e intimidado como sospechoso de traición y de colaboración con los terroristas. Desde la débil y desnortada Europa hay que decir que la prensa americana y el Times son el honor de América y el honor del oficio periodístico. Exactamente lo contrario de lo que ocurre con las instituciones europeas, nuestras ejemplares y complicadas instituciones europeas, de las que tan orgullosos parecemos estar cuando las comparamos con Estados Unidos. En Washington no había mandato judicial para las intercepciones, pero sí lo había administrativo, y algunos congresistas fueron informados en secreto. En Europa, en cambio, no hay forma de encontrar a alguien, Gobierno o institución de la UE, que se haga responsable, y todos miran a otro lado, ante los vuelos secretos de la CIA en su territorio o ante el espionaje bancario facilitado por una agencia radicada en Bruselas y sometida a supervisión del Banco Central Europeo y de otros bancos centrales. Al final no se sabe muy bien qué es peor, la deriva americana o la inopia europea.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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