Un caso la mar de instructivo (II)
El trabajo marítimo ofrece el ejemplo de una globalización anticipada, como indiqué en un artículo anterior, pero también de situaciones regresivas que lo conectan más con prácticas gremiales propias de la premodernidad que con las de una economía eficiente. Esto sucede particularmente en el ámbito portuario, que se convierte así en un auténtico cuello de botella en la cadena del transporte.
Por razones históricas que no vienen ahora a cuento, lo cierto es que en los puertos marítimos ha pervivido una singular forma de organización del trabajo de manipulación de las mercancías (carga/descarga/estiba), centrada en esencia en la monopolización de tales labores por un número limitado de trabajadores, que se agrupan en un censo o cartel. Sólo ellos pueden realizar esas tareas y toda empresa portuaria que pretenda entrar en la actividad de manipulación debe utilizar sus servicios. El ingreso en ese censo está férreamente controlado por sus mismos integrantes, lo cual, como es obvio, les garantiza una situación de privilegio a la hora de imponer las condiciones de prestación de su actividad, no sólo en el aspecto salarial, sino también en el organizativo.
Una práctica ilegal se había implantado en el principal puerto de la comunidad autónoma
La situación responde a un esquema típicamente gremial, contradictorio con los principios de libertad de trabajo y empresa que inspiran la sociedad moderna. Sin embargo, se mantiene por inercia histórica y, sobre todo, por la fuerza desmesurada que han adquirido estos actores al controlar un cuello de botella del tráfico comercial. La sola amenaza de una huelga en los puertos paraliza los deseos reformadores de cualquier gobierno. A pesar de ello, el daño que causa esta gremialización del trabajo portuario a la eficiencia de los puertos como plataformas del transporte es claro, y no se justifica en ningún objetivo social general. Si pretendiésemos generalizar la idea de que cada actividad industrial debe estar reservada en exclusiva a unos pocos operadores (sean empresarios o trabajadores), con exclusión de la libertad y de la competencia, volveríamos directamente a la Edad Media. Por eso sorprende que las organizaciones sindicales apoyen a estas entidades gremiales cuando la Comisión Europea intenta introducir un poco de racionalidad moderna en los puertos, pues están apoyando prácticas incompatibles con el mundo industrial que nos ha permitido crear sociedades avanzadas.
Por cierto, un intento de extender la gremialización como norma práctica se ha producido realmente, y aquí tenemos, bien cercano, el ejemplo del puerto de Bilbao. Sintetizando la historia, resulta que los propietarios de camiones que operan habitualmente en ese puerto decidieron hace ya años que la idea de tener reservado en exclusiva el transporte por carretera de las mercancías que llegan al puerto por vía marítima era una muy buena idea. Para ellos, claro. Y mediante prácticas de violencia difusa impusieron a todos, volis nolis, una realidad inapelable: sólo los camioneros autónomos integrados en un concreto censo pueden operar en el puerto de Bilbao. Mientras ello sucedía, nuestras autoridades se limitaron a mirar para otro lado, de manera que el cartel fue estableciendo sólidas raíces y prácticas asentadas. Quienes querían entrar en el censo debían comprar sus licencias a la organización, abonando cantidades sustanciosas a los controladores del monopolio.
Naturalmente, esta cartelización del transporte genera unos extracostes al puerto de Bilbao que perjudican su competitividad comercial con otros puertos, y por ello llegó un momento en que el Gobierno vasco tuvo que despertar de su cómodo sueño y se vio obligado a afrontar la realidad. La realidad de que una práctica ilegal (incursa en el Código Penal, según los informes de sus propios asesores) se había implantado sólidamente en el principal puerto de la comunidad autónoma. Lo difícil, claro está, es encontrar la forma de atajarla sin ganarse la antipatía de sus beneficiarios. Porque, por poner un ejemplo, existen centenares de autónomos del transporte que han pagado fuertes cantidades a la organización para poder ingresar en ella, han comprado esas peculiares licencias ilegales. Y ahora piden que, si se suprime el cartel, alguien les devuelva su inversión.
El problema es en cierto sentido apasionante, e incluso presenta curiosas analogías con otros procesos en curso ¿Cuál es la función de la autoridad pública ante una práctica ilegal arraigada? ¿Debe aplicar la ley y restablecer el orden, por mucho que los anteriores beneficiados del sistema ilegal se quejen? ¿O debe indemnizarles por el cierre de su chiringuito particular, poniendo a cargo de la comunidad todos los costes de una práctica mafiosa? En definitiva, ¿cómo se termina con situaciones ilegales? ¿Aplicando la ley o comprando a los extralegales? Instructivo dilema.
José María Ruiz Soroa es abogado.
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