Hace 1,8 millones de años
Una de las historias más grandes jamás contadas: la de un grupo de antepasados, los 'Homo georgicus', que huían de África y trataban de sobrevivir a las puertas de Europa hace 1,8 millones de años. El paleontólogo Jordi Agustí explica las sorpresas del yacimiento de Dmanisi, en el Cáucaso
Hace cerca de dos millones de años, la vida era una gran aventura. Había que salir a buscar comida y existían grandes posibilidades de que uno mismo se convirtiera en almuerzo de las espantosas bestias que infestaban un mundo tan antiguo como peligroso. Un grupo de arcaicos antepasados con los que no podemos sino sentirnos acongojadamente identificados, pese a que eran más peludos, bajos, prognatos y definitivamente primitivos que nosotros, decidió salir de África y asentarse en un rincón perdido del Cáucaso para desarrollar allí su emocionante vida pleistocénica. Ésta incluía el arriesgado deporte de escamotear carne a los depredadores king size de la época, los grandes tigres dientes de sable, a los que no cuesta nada imaginar, vista la longitud de sus colmillos fósiles, un carácter quisquilloso. Seguramente ganó muchos enteros en esa época la capacidad humana para la carrera.
Por una de esas casualidades del destino frecuentes en la investigación de la prehistoria, la vida de esos remotos antepasados carroñeros se ha desplegado ante nuestros ojos como si se hubiera abierto una ventana mágica al alba de la humanidad. Una serie de hallazgos extraordinarios en Dmanisi, ciudad medieval caucasiana de Georgia, ha permitido reunir una sensacional colección de restos, incluido un conjunto de cráneos asombrosos, y reescribir una parte importante de nuestro pasado.
Que ello haya ocurrido en el Cáu- caso tiene una cierta lógica poética. Allí, según el mito, confinó Zeus a Prometeo por entregar el fuego a los hombres. John Desmond Clark, el gran paleontólogo fallecido en 2002, recordaba con emoción hace unos años, en una conversación con quien firma estas líneas, los versos del Prometeo encadenado, de Esquilo, que sugieren que ese fuego, esa chispa madre, era en realidad la llama del conocimiento, lo que nos hace en verdad humanos. "De niños que eran", dice Prometeo en la tragedia, "he hecho de ellos seres inteligentes, dotados de razón ( ). En principio, ellos veían sin ver, escuchaban sin oír y, semejantes a imágenes de los sueños, vivían su existencia en el desorden y la confusión". Es una conmovedora imagen aplicable a los homínidos de Dmanisi (Homo georgicus), que no conocían el fuego y desde el Cáucaso se extendieron, según una hipótesis, para colonizar Europa y Asia y alumbrar lentamente nuestra especie.
El lugar sigue lleno de secretos -el yacimiento tiene una extensión de 800 metros cuadrados y se ha excavado menos del 10%-, y cuando se lean estas líneas probablemente algún otro cráneo habrá rodado desde los estantes más remotos del tiempo para ampliar la hermosa saga de conocimiento y enigmas que se desarrolla en Dmanisi.
Podrá parecer extraño que el viaje a ese lapso de la prehistoria aflorado en el Cáucaso nos conduzca a Sabadell, a 20 kilómetros de Barcelona; un destino poco exótico. Pero en Sabadell es la cita con un compatriota vinculado decisivamente a la gran empresa de Dmanisi. El paleontólogo Jordi Agustí (Barcelona, 1954) forma parte desde los primeros momentos del equipo internacional que excava el yacimiento caucasiano, y es coautor, con el director de las excavaciones, David Lordkipanidze, del libro de referencia Del Turkana al Cáucaso (RBA-National Geographic, 2005). Su labor ha sido fundamental a la hora de datar los hallazgos, y él mismo ha trabajado sobre el terreno sufriendo fríos y calores indecibles. Una fotografía para ir haciendo boca le muestra con pantalones cortos, chaleco tapioca abierto sobre el torso desnudo y sonrisa fatigada. Enarbola en la mano una botella de cerveza desconocida y le rodea un grupo de colegas que parecen salidos, como él, de una escena de masas de Viva Zapata. Están todos alrededor de un desconcertante hornillo de gas en una destartalada habitación, el economato de Patara Dmanisi (Pequeño Dmanisi, el pueblo de al lado del yacimiento), presidida por un jovial retrato del paisano Stalin, personaje muy querido aún en el medio rural georgiano. Posiblemente celebran el descubrimiento de un hueso.
La entrevista con Agustí es en el Museo de Paleontología Miquel Crusafont, del que ha sido director. A la entrada del centro hay varias réplicas de dinosaurios. Ante la colosal cabeza armada de dientes de un tiranosaurio, uno no puede dejar de meditar, perplejo, que Agustí es un paleontólogo atípico, pues su especialidad no son las grandes bestias prehistóricas, sino unos seres pequeñísimos, tipo Pixi y Dixi. Efectivamente, el científico ha centrado su carrera en el estudio de los roedores, y, entre ellos, en particular los arvicólidos, la familia que agrupa a los actuales topillos y ratas de agua. Esos animalitos -sus fósiles-, de rápida evolución, sirven para datar con exactitud pasmosa los yacimientos. En el caso de Dmanisi, la presencia de Mimomys pliocaenicus descubierta por Jordi Agustí ha contribuido a probar que los sedimentos con restos humanos tienen una edad muy próxima a los 1,8 millones de años. "Los micromamíferos son la matrícula de cada época", sostiene este miniaturista de la paleontología. Tras un preámbulo distendido en que comenta la portentosa facilidad que tienen para fosilizarse los excrementos de hiena, el estudioso de la prehistoria dice con gran pertinencia: "¿Empezamos por el principio?". Son dos millones de años, pero tenemos toda la mañana.
"Georgia está al sur del Cáucaso; hace frontera con Turquía, Armenia, Rusia y Azerbaiyán. Geográficamente, aunque hay alguna discusión sobre si está dentro de Europa, es Asia; en todo caso, ellos, los georgianos, se sienten muy europeos. Forman un enclave ortodoxo junto a repúblicas islámicas y tienen una mentalidad muy occidental. A mí me gusta la idea de que Georgia es la puerta de Europa". El país, recuerda el paleontólogo, que se ha tomado al pie de la letra lo de que tenemos tiempo, estuvo bajo influencia romana en la antigüedad, cuando a Georgia central se la conocía, curiosamente, con el nombre de Iberia (las dos Iberias en los extremos del mundo clásico tenían en común disponer de importantes minas de oro; ahora comparten otra riqueza, los dos grandes yacimientos de homínidos de Eurasia: Dmanisi y Atapuerca).
Dmanisi se encuentra a unos 85 kilómetros al sur de Tbilisi. En la vieja ciudadela amurallada se realizaron diferentes campañas arqueológicas, hasta que en los años ochenta, en lugar de los habituales restos medievales, comenzaron a salir, de manera harto desconcertante, huesos enormes. Desembarcaron entonces en Dmanisi los prehistoriadores y emergió de las entrañas de las ruinas una fauna asombrosa: elefantes, rinocerontes, un avestruz gigante "Se determinó que las ruinas estaban sobre un yacimiento del pleistoceno y se formó un equipo para investigarlo". Formaban parte científicos de gran prestigio como Abesalom Vekua y Leo Gabunia y una joven promesa que se ha convertido en una estrella mediática de la paleontología, David Lordkipanidze, hijo del célebre arqueólogo georgiano Otar Lordkipanidze. Jordi Agustí destaca que David, que ha creado y dirige el Museo Nacional de Georgia, ha introducido criterios modernos y occidentales en las ciencias de su país.
En el yacimiento de Dmanisi empezaron a aparecer herramientas de piedra. Se recogieron cerca de 3.000 artefactos -lascas, guijarros retocados, percutores-. Útiles muy arcaicos, característicos de la primera tecnología humana, el Modo 1, denominado olduvaiano. El 24 de septiembre de 1991 apareció en el yacimiento el primer resto humano: una mandíbula. Era de aspecto tan antiguo -incluso dentro de lo prehistórico- que dejó estupefacto a todo el mundo. Un fósil así debía estar en África, no en el Cáucaso. Y las sorpresas iban a continuar.
El yacimiento prehistórico se encuentra dentro de la ciudadela, junto a la muralla. Cuesta imaginarlo, pero el nivel IV -el más importante- corresponde a un antiguo margen de lago y un bosque adyacente en el que vivían los homínidos, nuestro grupo de carroñeros. "La acumulación de restos en Dmanisi, particularmente de cráneos, es sorprendente. Tenemos cinco cráneos. Hay también huesos de columnas, brazos, manos y pies, aunque no de pelvis. Más de medio centenar de piezas en total, que pertenecen a cinco individuos seguros, coetáneos todos ellos. Aunque pensamos en una población homogénea, los fósiles presentan rasgos diferentes, algunos con características desconcertantemente más arcaicas que los otros. Puede deberse a dimorfismo sexual de la especie o a que en realidad estemos ante dos especies diferentes, lo que lo complicaría todo mucho, pues significaría que salieron de África dos especies distintas a la vez. Los científicos tendemos a hipótesis sencillas, pero la realidad no tiene por qué distinguirse por su simplicidad, más bien suele suceder lo contrario".
El origen de esta concentración de restos fósiles se discute. "Creemos que se debe a la acción de carnívoros. Los homínidos habrían sido víctimas de los dientes de sable. Vea [dice alcanzando otro molde de cráneo], estos dos agujeros coinciden perfectamente con los caninos de una fiera de ésas". ¡Cielos!, ¿lo morderían así para matarlo? "No, más bien para arrastrarlo, ya cadáver". O quizá para extraerle el cerebro y comérselo. "No, no. A diferencia de las hienas, los dientes de sable no le sacan tanto provecho al cráneo, no lo pueden rebañar, ¿sabe? Eso explica que los cráneos de Dmanisi se conserven tan bien". El paleontólogo da unos golpecitos cariñosos a su cráneo, que resuena de manera sombría. "Probablemente en Dmanisi estamos ante una madriguera de dientes de sable. Sale fauna muy variada: ciervos, caballos, los homínidos".
En comparación con los dientes de sable de Dmanisi, los leones del Tsavo son criaturas de Los Aristogatos. Y los homínidos, que no llegaban al metro y medio de altura, les escamoteaban carne a cuerpo limpio. Un oficio valiente, aunque no muy digno. "Iban a carroñear las carcasas, portaban unas herramientas de piedra muy simples para arrancar la carne pegada a los huesos y para romper éstos y extraer el tuétano. Algunos también debían utilizarlos como arma arrojadiza de defensa".
Casi nos parece oír la música de Así hablaba Zaratustra. Que trataran de defenderse a pedradas de un tigre dientes de sable a la carga no hace sino aumentar nuestra admiración por los Homo georgicus. "Los homínidos vivían en el bosque, y cuando observaban a un gran carnívoro matar una presa esperaban hasta que se saciara, salían de su refugio y trataban de aprovecharse. Irían muy rápido, procurando coger el máximo de carne posible en el mínimo tiempo. Era un momento muy peligroso". Por otro lado, desde un punto de vista práctico, si el felino pillaba a un homínido, eso daría un precioso tiempo extra al resto del grupo. "Han cogido al cojo", se dirían, "aprovechemos la coyuntura. ¡Mmmm, vaya costilla!". Agustí disiente: "Precisamente tenemos en Dmanisi lo que parece el testimonio de solidaridad o caridad más antiguo de la historia humana. Uno de los cráneos hallados, el cuarto, descubierto en 2002, es de un individuo viejo y desdentado al que debió de alimentar la comunidad, pues, si no, hubiera perecido. Llevaba uno o dos años sin dientes. El porqué lo hicieron, el porqué le mantuvieron con vida con todo lo que suponía de gasto inútil en un grupo tan presionado por el ambiente, es un misterio, pero apunta a la existencia de lazos de afecto. O acaso era útil de alguna manera: conocía una técnica para fabricar herramientas o conservaba recuerdos esenciales para la comunidad, como esos elefantes viejos que son capaces de encontrar agua en una sequía".
Los dientes de sable de Dmanisi pertenecen a dos especies, Meganteron y Homotherium; parece que ambos mataban a sus presas clavando los inmensos caninos en el cuello y causando una herida tremenda que provocaba una gran hemorragia, desangramiento y shock. Era una muerte muy rápida. Para acabar de alegrar el panorama, en Dmanisi se contaba también con algunos felinos de corte moderno, como Panthera gombaszoegensis, una variante europea del actual jaguar. Todos esos bichos y el hecho de que se comieran a nuestros ancestros forma parte del acervo común de Homo sapiens. De ahí provienen muchos de nuestros monstruos arquetípicos y pesadillas. Una de las primeras formas de la autoconciencia del ser humano, como escribe David Quammen en el revelador Monster of god, the man-eating predator in the jungles of history and the mind (Norton, 2003), es la conciencia de ser comida.
¿Qué tipo de homínidos son los de Dmanisi? "Ah, una de las grandes preguntas", sonríe Agustí. "Al aparecer la gran mandíbula el año 2000 se decidió crear la especie Homo georgicus, lo que es una manera de obviar el problema. La idea es que se trata de una forma humana anterior al Homo erectus, y eso es lo extraordinario. Una forma con una capacidad craneana muy pequeña, de 600 centímetros cúbicos. El Homo erectus africano, el Homo ergaster, tiene unos 800 [el Homo sapiens goza de 1.500]. El mensaje principal de Dmanisi está claro: la salida de los primeros homínidos de la cuna africana no la protagonizó el Homo erectus -concretamente el ergaster, una forma muy atlética, esbelta-, sino que fue el más primitivo Homo habilis, o una forma muy cercana". Es decir, que fueron ya los primeros representantes del género Homo -todavía cercanos a los australopitecos en algunos rasgos- los que afrontaron esa gran y pionera aventura migratoria, y no los más preparados física e intelectualmente que les siguieron. El paleontólogo ha tomado un molde de cráneo y le da vueltas en una mano mientras medita. Dado que en la otra esgrime un abrecartas con forma de puñal, parece Hamlet. "Hasta los hallazgos de Dmanisi, se pensaba que el cambio evolutivo de habilis a erectus fue lo que impulsó la expansión fuera de África. Ahora ese esquema no nos sirve. Lo que salió de África no era una forma esbelta adaptada a la sabana, sino una forma arcaica aún adaptada al bosque". Agustí dice que hemos de ser humildes. Y es que resulta difícil asumir que el protagonista de esa etapa fundamental de la historia humana, nuestra primera gran emigración, fue como una hiena de dos patas, aunque fuera una hiena solidaria.
Lo que proponen Agustí y Lordkipanidze es la "hipótesis del carroñero". Los primeros homínidos que salieron hace unos dos millones de años de África -donde hace seis o siete comenzó el proceso de hominización-, a través de Palestina, escapaban de un mundo cambiante donde ya no era posible su forma de vida. En la sabana que avanzaba a causa del cambio climático, ya no podían carroñear y luego salvarse subiendo a un árbol. Es más, los dientes de sable, que por su característica dentición dejaban sabrosos bocados en las carcasas, eran también seres obsoletos en el nuevo medio y desaparecían (en África fue precisamente el primer lugar en que se extinguieron) ante la presión de especies de felinos mejor preparados para la caza en espacios abiertos, como los leones y los leopardos. Así que los homínidos arcaicos se fueron tras el bosque que retrocedía y los dientes de sable. Y fueron a encontrar un hábitat similar al suyo original en el Cáucaso. "Un refugio, una tierra prometida", dice Agustí. De alguna manera, los dientes de sable y los homínidos que fueron a parar a Dmanisi llevaban vidas paralelas.
"Desde el Cáucaso, los homínidos de Dmanisi se expandieron hacia Asia. La colonización fue muy rápida: en 1,4 están ya en Java, convertidos en Homo erectus asiático". En cuanto al oeste, Europa, Agustí cree que también lo colonizaron los descendientes de los hombres de Dmanisi, algo imposible de probar dada la falta de restos en el continente, un vacío de medio millón de años. Esa ausencia, admite, es rara.
En Dmanisi, reflexiona Agustí, hay trabajo para muchos años. "Somos incapaces de predecir qué más queda ahí. Cada fósil que ha aparecido era particular por alguna razón. Tenemos los restos más antiguos de la humanidad fuera de África, y cada hallazgo aporta una nueva sorpresa. Todo sigue abierto, completamente abierto".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.