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El debate del estado de la nación
Columna
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La realidad, a debate

Aunque el debate anual de política general "en torno al estado de la nación" concede a los portavoces -una decena larga- de todos los grupos parlamentarios la oportunidad de hacer oír sus críticas sobre el balance ofrecido por el Ejecutivo, también es cierto que el presidente del Gobierno y el líder del principal partido de la oposición suelen repartirse los papeles estelares. Los dos púgiles saltan al cuadrilátero con estrategias opuestas: el campeón selecciona los mejores resultados de su gestión y las perspectivas futuras más favorables para componer el orden del día, mientras el aspirante opta por subrayar sus errores y carencias; cualquier oyente del debate que desconozca las reglas elementales de la confrontación política puede llegar a la conclusión de que los oradores hablan de países o tiempos distintos. Así sucedió también ayer con las intervenciones, réplicas y contrarréplicas cruzadas entre Zapatero y Rajoy: sus percepciones sobre la realidad no eran sólo empíricamente diferentes sino metafísicamente opuestas.

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El presidente del Gobierno anunció su propósito de hablar sobre la España real -"que viven día a día efectivamente todos los ciudadanos"- a la luz de un repertorio de datos estadísticos que cubrieron desde la situación económica (elevado ritmo del crecimiento, aumento de la población activa y del empleo, reducción de la deuda, reformas fiscales, reforma del mercado laboral) hasta la ampliación de los derechos civiles (el matrimonio homosexual o la agilización del divorcio) y las políticas sociales (las ayudas a las personas dependientes, la igualación de géneros, el aumento de los salarios y las pensiones mínimas, los mayores gastos en educación y sanidad). La dramática llegada a las costas de Canarias de decenas de cayucos cargados de inmigrantes sin papeles fue relativizada por Zapatero con la ayuda retroactiva de los fracasos cosechados en ese terreno por los Gobiernos de Aznar; los salvajes asaltos de bandas organizadas perpetrados para desvalijar viviendas en Cataluña quedaron difuminados en el marco comparativo proporcionado por la deficiente política de seguridad que Rajoy y Acebes aplicaron cuando ocupaban la cartera de Interior. Y si los plenos celebrados durante las pasadas semanas sobre las reformas estatutarias de Cataluña y Andalucía hacían más bien superflua una nueva discusión del modelo territorial del poder, la inminente comparecencia del presidente del Gobierno ante el Congreso para informar sobre un eventual contacto con ETA explica las breves referencias al final dialogado de la violencia.

En su primera intervención, el líder del PP se proclamó portavoz privilegiado del "enjambre laborioso que es España" frente al país inexistente descrito por Zapatero; la doliente y picajosa dúplica de Rajoy al presidente del Gobierno -cuya anterior contestación al habitual lenguaje impertinente, faltón e injurioso de su interlocutor había sido inusualmente dura- confirmó que los jayanes con puño de hierro tienen mandíbula de cristal. A nadie deberían escandalizar las divisiones de la opinión en los sistemas democráticos, causa y efecto a la vez del forcejeo de las fuerzas políticas para conseguir los votos de los ciudadanos: los partidos agregan y articulan demandas sociales con el objetivo de patrocinar las ideas y los intereses de sus representados. Sin embargo, el empeño de los portavoces del PP por envolver esas inevitables diferencias partidistas con ropajes patrioteros es innecesario y peligroso.

Aunque la retórica política tienda a utilizar recursos metafóricos para dar contenido emocional a sus mensajes y abreviar por economía verbal las formas expresivas, la pretensión de hablar -como el médium de una sesión espiritista- en nombre de una España esencialista instalada al margen o por encima de los españoles de carne y hueso está cargada de recuerdos trágicos; los grandes relatos imaginarios recogidos por Santos Juliá en Historias de las dos Españas (Taurus, 2004) son ajenos a la cultura secularizada de una sociedad democrática. España son los españoles representados en el Congreso de los Diputados: los dirigentes del PP deberían aceptar finalmente que los nueve millones y medio de ciudadanos que les votaron el 14-M sólo representan, sin embargo, el 37,6% del electorado.

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